jueves, 2 de enero de 2014

«LA MADRE», DE VSÉVOLOD PUDOVKIN

Por Francisco López Martín
 


Sin duda, el cine mudo soviético constituye una de las cumbres retóricas de la historia del séptimo arte. Entre 1924 y 1930, algunos jóvenes cineastas de enorme talento rodaron una serie de películas emparentadas por una exuberancia intelectual y formal para la que resulta difícil encontrar parangón: citemos, sin ánimo de exhaustividad, La huelga (Stachka, Eisenstein, 1924), Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (Neobychainye priklyucheniya mistera Vesta v strane bolshevikov, Kuleshov, 1924),  La sexta parte del mundo (Shestaya chast mira, Vertov, 1926), El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, Eisenstein, 1926), La madre (Mat, Pudovkin, 1926), Por ley (Po zakonu, Kuleshov, 1926), Lo viejo y lo nuevo (Staroye i novoye, Eisenstein, 1927), El fin de San Petersburgo (Konets Sankt-Peterburga, Pudovkin, 1927), Octubre (Oktyarb, Eisenstein, 1928), Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana, Pudovkin, 1928), Arsenal (Dovzenko, 1929), El hombre de la cámara (Chelovek Kino apparatom, Vertov, 1929) y La tierra (Zerniya, Dovzenko, 1930).

La madre es el primer largometraje de Vsévolod Pudovkin (1893-1953), ingeniero químico de profesión, combatiente en la primera guerra mundial y discípulo de Kuleshov. La película, basada en la novela homónima de Máksim Gorki, relata la historia de Pelaguéya Nílovna Vlásova, concretamente la peripecia vital por la que pasa de ser una mujer sumisa a enarbolar la bandera revolucionaria y morir por ella, movida por el injusto encarcelamiento y asesinato de su hijo. Es el itinerario que va desde su primera aparición en pantalla:


hasta la última:



Obsérvese el contraste entre las dos imágenes. La primera es una escena de interior, sombría pero animada por el movimiento de la madre, con la imagen dividida en varios términos: en primer plano, cazos y ollas humeantes; al fondo, el hijo que duerme; en medio, ella, la diligente ama de casa que se ocupa de las tareas del hogar mientras vela el sueño de su vástago. La segunda imagen es un plano de exterior, luminoso pero casi inerte (sólo el viento mueve ligeramente los blancos cabellos de la anciana), ocupado totalmente por el cadáver de la heroína, desplomado en el barro y con la cabeza junto al palo de la bandera caída. 

El itinerario que lleva a la protagonista de la condición de mujer sometida a la de revolucionaria insurrecta encuentra su correlato formal en el itinerario que nos conduce del plano picado en que la vemos recogiendo al principio de la película los trozos del reloj destrozado por su marido borracho:


al plano contrapicado (máscara circular incluida: único momento de todo el largometraje en el que se utiliza este recurso) en el que, después de que los militares hayan empezado a cargar contra la manifestación de trabajadores a la que ha acudido, coge la bandera, caída en el suelo, y la enarbola:



Este plano, situado con toda lógica en el clímax narrativo desde un punto de vista discursivo o ideológico, no lo está, sin embargo, desde un punto de vista estrictamente formal o plástico. Primero, porque la máscara que enfatiza todavía más el momento también parece limitar la fuerza que emana del acto de quien, frente a la injusticia del poder, se convierte en portaestandarte de la rebelión; segundo, porque la mujer, pese a lograr por primera vez en la película el derecho a esa posición de superioridad que entraña siempre observar a un personaje desde abajo, aparece ligeramente desplazado hacia la izquierda y, por tanto, carece de la centralidad que sí hemos visto en los contrapicados que, a lo largo de la película, retrataban a las distintas figuras de autoridad contra las que la madre ahora se levanta:




Tampoco el plano de la protagonista inmediatamente anterior, un contrapicado que la muestra incorporándose con la bandera entre las manos, puede ser el centro del clímax. Veámoslo en tres capturas:




No sólo la falta de centralidad es aún más evidente, sino que apenas vemos su rostro, sumido además en una actitud confusa, como si no hubiera cobrado plena conciencia de su acto: el movimiento con el que se incorpora es demasiado rápido; el campo abarcado por el plano es demasiado estrecho y la cabeza acaba desbordándolo por la parte superior; la bandera nos impide ver el rostro.

La coincidencia del clímax narrativo-ideológico con el clímax formal-plástico se da inmediatamente después del plano con la máscara, cuando Pudovkin inserta un plano de apenas dos segundos que es un auténtico milagro. Veámoslo en cinco capturas:






El contrapicado ha desaparecido, la frontalidad ha dado paso al retrato de perfil, el rostro ocupa ahora no sólo el plano entero, sino también el centro de la imagen. Sin embargo, junto con todos esos cambios, hay uno más importante todavía: la expresión se ha transfigurado, hasta el punto de parecer que estamos ante una nueva mujer, más joven, más noble, más hermosa. Enseguida, la bandera se mueve hasta envolver el rostro de la heroína y ocupar el plano por completo: el símbolo atrapa completamente a la carne, la compenetración entre los dos es absoluta, hasta el punto de que ya no se nos permite volver a ver entero el rostro de perfil cuando la bandera comienza a retirarse.
 
Ahora que la revolución ha alcanzado su emblema ideal, podemos volver al contrapicado, con el cuerpo de la heroína situado exactamente en el centro y una composición general más equilibrada:



A este plano le siguen tres igualmente breves (el montaje de toda la escena es rápido) de los caballos de los militares mientras éstos los montan, también en contrapicado, dispuestos para cargar contra la madre, sola frente a ellos. Aquí tenemos el tercero de la serie:


Los militares aparecen descabezados; los protagonistas del encuadre son –literal y, por tanto, metafóricamente– unos animales. Tanto más eficaz, entonces, el contraste con el plano siguiente:



La oposición no puede ser más clara: lo humano frente a lo inhumano; las razones de un rostro, de una mano, de una bandera ondeante, frente a los desafueros de unas caras anónimas, invisibles, inexistentes. La composición del plano es una variación sobre la del anterior plano de perfil, con la novedad de que la expresión ya no es serena, sino desafiante. Comparemos: 

Atendiendo exclusivamente a la lógica narrativa, nada impediría que el relato diera paso a la carnicería final. Sin embargo, la lección de retórica cinematográfica no ha concluido aún. Por eso, pasamos al siguiente plano:


Variación de ángulo en relación el anterior y de escala en relación con los contrapicados frontales de la heroína: la intensificación que todo esto entraña sobre la respuesta emocional del espectador se acompaña, además, de la introducción de un nuevo elemento expresivo, la lágrima que corre por la mejilla derecha de la madre. Le sigue un brevísimo plano en contrapicado de un oficial dando la orden de atacar:

De nuevo, gran primer plano frontal de la heroína llorando, sólo que ahora se repite el efecto de la bandera que envuelve el rostro:



Sin embargo, el encubrimiento adquiere ahora un efecto ominoso (la orden de atacar ya ha sido dada), incrementado por el gran plano general en contrapicado de los militares avanzando al galope que le sigue:


Corte a un plano más corto que permite apreciar el espantoso gesto del caballo situado en cabeza, como si las bestias fueran a destrozar la presa con sus fauces:


Un par de planos después (los que se alternan reflejan siempre los caballos al galope, encuadrados de frente, pero a distinta escala), vemos al oficial agitar la espada para apremiar a las tropas:


Los manifestantes, rostros anónimos, huyen en masa:


La madre, no:

Ni la enhiesta bandera, que ya no cubre su rostro, sino que ondea sobre el cielo, desvinculada de sujeto alguno, en una prefiguración del plano final de la película:

La heroína no sólo se mantiene firme, sino que avanza hacia el tropel. Sin embargo, junto con la inmovilidad, pierde la centralidad y la belleza. Ya no llora serenamente; su mirada está perdida en el vacío:

El contrapicado de los caballos se centra ahora en mostrarnos su poderoso trote, que avanza imparable hacia la cámara y destroza todo lo que pisa:



Finalmente, lo inevitable:






La resolución no acaba de ser brillante (estamos lejos de los éxtasis einsensteinianos, empezando, precisamente, por el de las madres de la escalera de Odessa), a diferencia de los bellísimos planos que le siguen: unas imágenes de caballos al galope que cruzan la pantalla en direcciones opuestas (incluso parece adivinarse que cabeza abajo) se encadenan a una velocidad inusitada, creando por un segundo una completa –pero muy sugerente– desorientación visual en el espectador, una sacudida perceptiva que remite a la que ha debido experimentar la heroína sacrificada en el instante supremo. De hecho, la posición de la cámara parece situarse en el centro mismo de la debacle:







Tras varios planos generales de la multitud huyendo, tomados en grandes picados, que sirven para relajar la tensión del momento, vemos el cielo en un plano sostenido. Ahora no ondea bandera alguna, pero las nubes se mueven lentamente, de derecha a izquierda:


A continuación, la madre, exánime: 



y, tras un fundido en negro, un largo plano del deshielo del río, asimilado en momentos anteriores de la película a la victoria ineluctable de la marea humana levantada en 1905, año en el que se sitúa la acción, contra el poder establecido:



Con ese plano empieza el epílogo del relato, que apenas dura un minuto y en el que vemos únicamente una sucesión de fábricas, estructuras y construcciones, en un montaje que mezcla sobreimpresiones con movimiento en sentido inverso (la Historia sometida a un movimiento teleológicamente orientado: la victoria del socialismo propiciada por el propio desarrollo del capitalismo) hasta desembocar en la imagen de la bandera de la madre (la misma tela, exactamente, como se aprecia por el agujero desgarrado en la parte inferior derecha) coronando un imponente edificio en el que parecen fundirse todos los demás y encuadrada mediante tres planos sucesivos de escala descendente:




No es casual que el primer plano de la película sea precisamente éste:

Del cielo nocturno del inicio del relato al cielo iluminado por el triunfo de la Revolución.

Aquí tenemos los minutos finales de la película, a la que pertenecen los planos analizados. El fragmento empieza cuando el hijo de la protagonista alcanza –en su huida de la cárcel donde estaba injustamente preso– la masa de manifestantes y se reencuentra con su madre, justo antes de que el ejército comience la matanza.
 
 


 

 



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