por Francisco López Martín
Continuamos
nuestro recorrido por la filmografía del cineasta Eloy de la Iglesia (1944-2006)
con una confesión. Nuestra idea inicial, cuando pusimos fin a la primera
entrega de esta serie, era la de haber abordado en la segunda, que ahora nos
ocupa, el resto de películas del realizador vasco que habíamos podido
localizar, dado que entre ellas figuraban todas las que los manuales y
diccionarios consideran más importantes. Sin embargo, movidos por la
curiosidad, hemos podido ver otras cuatro, tres de ellas, efectivamente,
problemáticas, pero no la cuarta, con la que iniciaremos esta segunda etapa de
nuestro itinerario. Esta circunstancia, unida a otra muy importante, a saber,
que en la actualidad no existe, que nosotros sepamos, ninguna monografía sobre
el director al alcance del gran público (el volumen que en 1996 editó Filmoteca
Vasca sobre su figura resulta hoy prácticamente inencontrable, y el reciente
libro titulado Lejos de aquí, de
Eduardo Fuembuena, parece más centrado en la rememoración de ciertas partes de
su biografía que en un estudio sistemático de su obra) nos ha llevado a replantearnos
nuestro propósito inicial, como mínimo en lo que atañe a esta segunda entrega,
en la que no saldremos de sus películas realizadas en la década de 1970:
títulos señeros como "Navajeros" (1980), "Colegas" (1982) o
"El pico" (1983), habrán de esperar a una próxima entrega para
nuestro comentario.
Eloy de la Iglesia |
Pero
no crean ustedes que van a salir mal parados con el cambio. Ni mucho menos.
Entre las películas en las que centraremos hoy nuestra atención se cuentan
varias de las que, en pie de igualdad o sólo un paso por detrás de ellas, figuran
también entre los más notable de su filmografía, compuesta por aproximadamente
una veintena de títulos. Como ustedes recuerdan, concluimos nuestra primera
entrega de esta serie hablando de Los
placeres ocultos (1977), película de gran fuerza expresiva en sus mejores
momentos y en las que irrumpían ya con claridad meridiana muchos de los elementos
temáticos que configuran su cine, marcado por la exploración de la sexualidad
en algunas de sus diversas variantes, el interés por los llamados "bajos
fondos", la observación aguda de la sociedad española del momento y la
crítica institucional desde una contundente perspectiva de izquierdas. Un año
antes, De la Iglesia estrenó dos películas que, sin llegar al grado de explosividad
de Los placeres ocultos, merecen
incluirse entre los títulos que configuran su peculiar universo.
El
primero de ellos es La otra alcoba (1976).
Juan (Patxi Andión), un humilde joven que trabaja en una gasolinera y está a
punto de casarse con su novia (Vicky Lagos), conoce en la estación de servicio
a la acomodada Diana (Amparo Muñoz), casada con Marcos (Simón Andreu), un
importante hombre de negocios que planea hacer carrera en política al abrigo de
un partido de inequívocas tendencias franquistas. Marcos es estéril, y Diana y
Juan inician una relación. Cuando ella queda embarazada, abandona a su amante.
Para alejar definitivamente a Juan de la vida de su mujer, Marcos no dudará en
contratar a unos facciosos de extrema derecha para que le den una brutal
paliza. Diana sufrirá un aborto espontáneo, pero el final de la película nos la
mostrará intentando seducir a otro bello joven.
En el argumento de la película se aprecia perfectamente que el folletín es uno de los elementos que componen el mundo narrativo del autor. Sin embargo, esta película es precisamente destacable por el riguroso control formal y emotivo que De la Iglesia ejerce sobre unos materiales tan manidos, a los que dota de fuerza suplementaria mediante una doble vía: la introducción de un inequívoco discurso de clase, en los que "los de abajo" y "los de arriba" expresan, de manera inusual en lo que a fin de cuentas no deja de ser un cine con vocación mayoritaria, sus respectivas condiciones sociales y vitales; y el elemento erótico, en el que la mostración de los cuerpos femenino y masculino asume la misma importancia, de manera que los bellos actores principales se nos muestran con similares armas de seducción del ojo del espectador. Se trata quizá de la película más elegante del director desde el punto de vista puramente visual, con hallazgos espléndidos, como la fantasía que, mientras Diana se masturba pensando en Juan, nos los muestra a los dos desnudos y acometiéndose embadurnados completamente de grasa…
Patxi Andión y Amparo Muñoz |
La siguiente película del director fue La criatura (1977). Tras varios años de matrimonio, Cristina (Ana Belén) logra quedarse embarazada de su marido, Marcos (Juan Diego). Poco antes de dar a luz, el susto que le produce un perro le precipita el parto, y el niño yace muerto. Algún tiempo después, en una playa, el matrimonio encuentra a un perro muy parecido, que Cristina decide llevarse a casa. Poco a poco, el cariño de Ana por el perro la lleva, primero, a llamarlo como su hijo nonato, y después a convertirlo, a todos los efectos, en figura sustitutiva de la del marido. Cuando Marcos, un presentador de televisión que pretende hacer carrera política en un partido de extrema derecha, deja otra vez embarazada a Cristina tras violarla, ésta decide abandonarlo definitivamente. El final de la película nos muestra a la feliz Cristina a punto de dar a la luz, jugando en un chalet felizmente con el perro.
Como
se aprecia, el argumento es ciertamente audaz —aunque, en sus aspectos más escabrosos,
está resuelto con suma discreción—, y guarda ciertas concomitancias con la
anterior película de su director. La atmósfera de la primera mitad del
largometraje resulta verdaderamente sugestiva, cuando va configurándose esa inusitada
relación a tres bandas. En la segunda mitad, resulta brutal la escena de la
violación, con unos planos subjetivos del rostro de Cristina desde el punto de
vista de Marcos verdaderamente lacerantes. Sin embargo, se tiene la sensación
de que, en la segunda mitad, la película se queda un tanto parada, y también de
que resulta excesivamente opaca, con una confusa escena onírica y un desarrollo
de los acontecimientos que parece pedir una lectura metafórica cuya clave dista
de ser evidente. Con todo, no descartamos que futuras frecuentaciones de esta
película allanen el camino para una apreciación más nítida de su totalidad.
Esa extraña pareja... |
Tras
Los placeres ocultos (1977), a la que
ya hemos hecho referencia, De la Iglesia decidió hacer una apuesta igualmente
arriesgada y realizó El sacerdote (1978).
A finales de la década de 1960, el padre Miguel (Simón Andreu) se siente
atraído por una feligresa, Irene (Esperanza Roy). La película retrata la lucha
del protagonista contra ése y otros impulsos eróticos (incluida la pedofilia y
la homosexualidad), derivados de la represión del primero, en medio de un grupo
de sacerdotes que representan diversas concepciones del ministerio (un cura de
izquierdas, otro de derechas, otro que se limita a cumplir en cada momento lo
que le ordenan sus superiores sin tener criterio propio, otro que encuentra
compañera y acaba secularizándose…). En este sentido, la película bien podría
haberse llamado "Los sacerdotes", en plural, dada la atinada visión
de la pluralidad de concepciones vitales que conviven dentro de un cuerpo
aparentemente monolítico. Resulta lograda y refrescante la mezcla de drama y
comedia que ofrece el largometraje, una novedad en la filmografía de su
director, con escenas tremendas, por grotescas y, al mismo tiempo, divertidas. Especialmente
destacable nos parece la parte en la que el cura vuelve a la casa materna para
intentar calmar sus demonios y rememora episodios de la infancia, incluido el
posible origen de su larga historia de represión sexual, que finalmente
conocerá el más terrible de los resultados… «Es
una película agresiva y tremendamente popular» —declaró su director— «muy
inmediata, cotidiana, que tiene una gran capacidad de sugerencia a todos los
que hemos tenido una formación religiosa en la generación de los sesenta.
Presenta la historia de un tipo determinado, un hombre castrado como ente
sexual por su ideología y sus creencias determinadas. […] La película no lleva
ninguna clase de mensaje o moral; quizá la tesis esencial sea la necesidad
imperiosa de la libertad y el acceso a una libertad sexual».
Ese mismo año, el director estrena su película más compleja
desde el punto de vista narrativo y quizá la más osada desde el punto de vista
temático y figurativo, que muchos consideran su mayor logro: "El
diputado" (1978). Roberto Orbea (José
Sacristán), militante clandestino de un partido de izquierdas durante el
franquismo, compagina su vida marital con Carmen (María Luisa San José) con
aventuras homosexuales con chaperos, hasta que se enamora de uno de ellos,
Juanito (José Luis Alonso). Éste, sin embargo, está al servicio de un siniestro
grupo de extrema derecha liderado por Carrés (Agustín González), que pretende
chantajear al ahora diputado en el Congreso por el Partido Comunista. La
evolución de los acontecimientos hará que entre Roberto, Carmen y Juanito se
configure una relación a tres, en la que el chaval irá sincerándose con Roberto
y consigo mismo respecto de sus impulsos sexuales y afectivos, y obrando en
consecuencia, lo que, sin embargo, le acarreará un destino nefasto y tampoco
logrará salvar a Roberto.
El amor a tres |
Si empezábamos este texto con una confesión, ahora se impone
otra: cuando volvimos a ver "El diputado", hace unas pocas noches, para
tenerla fresca en la memoria, sentimos esa sensación de gozo cinematográfico
que se produce cuando uno se da cuenta de estar ante una película que toca zonas
muy hondas de nuestra sensibilidad, una película a la que en cierto modo
pertenecemos, donde siempre encontraremos una casa a la que volver y que nos
acogerá cada vez que regresemos a ella en busca de eso inefable que sólo el
arte sabe entregarnos. Una película que desborda libertad y valentía, lucidez y
pujanza, en lo que cuenta de unos itinerarios personales marcados por la
heterodoxia y en lo que muestra de un devenir político colectivo abocado a la
conformidad, dimensiones que aparecen ya reflejadas en esos títulos de crédito
en los que se intercalan imágenes del David de Miguel Ángel con cuadros de la
lucha obrera, o en el extraordinario diálogo que figura hacia el final del
largometraje y en el que Manuel le dice a Carmen, en la magnífica interpretación
de José Sacristán, lo siguiente: «Ya lo ves. Yo que me había
apuntado a ser de los que hacen la historia, y sin embargo, me va a tocar
sufrirla. No he tenido demasiada suerte. […] Sé muy bien lo que quieres
decirme, Carmen. Es muy sencillo. Verás. Dentro de algunos años los que todavía
se acuerden de mí dirán: “Sí, hombre, Roberto Orbea, el maricón aquel que
quería ser político. Era un cachondo el tío, ¿eh? Un irresponsable”. Tú te
marcharás, harta ya de todo este juego, y de haber sacrificado los mejores años
de tu vida para nada, o para casi nada, tan sólo para recibir a cambio el
cariño y el agradecimiento de un fracasado. Juanito, como es lógico, se
marchará también. Encontrará alguien más joven, o alguna mujer con la que crea
poder engañarse y ser feliz. Ah, y “normal”; sobre todo eso, ser normal, que es
de lo que se trata. Y en cuanto a mí, pues… puede que acabe siendo uno de esos
viejos mariquitas que rondan por los urinarios públicos, que pintan los
graffitis en las puertas de los retretes, que se sientan en las últimas filas
de ciertos cines de sesión continua, que se pasan las tardes en los billares, o
esperando a la salida de las academias. Claro que también puedo volver a los
“fondos teóricos”, al “análisis concreto de la realidad concreta”, y a lo mejor
quién sabe, igual hasta me convenzo de que la mejor manera de hacer la historia
es ésa, padeciéndola, y que lleguen los otros al poder… los que no les importa
ceder y ocultarlo todo con tal de conseguirlo… Pero yo no. Yo ya estoy harto de
ceder y de ocultar».
Con este vibrante monólogo nos despedimos de ustedes. Les emplazamos a una próxima entrega para seguir buceando en la filmografía de un realizador único, y no sólo dentro del panorama español: Eloy de la Iglesia. Un cineasta al que tanto amamos.
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