por Francisco López Martín
Decíamos ayer (léase: en la anterior entrega de esta columna mensual), en relación con la figura de Carlos Saura, que su amplia filmografía no había contado por nuestra parte con la frecuentación que una figura tan importante debería suscitar en verdaderos apasionados por el cine, como lo somos nosotros desde la infancia. Esta comprobación nos llevó, una vez escritas aquellas líneas, a una reflexión íntima, de carácter más general, sobre nuestro conocimiento real, fuera de los libros, sobre la historia del cine español, más allá de un abanico de títulos consagrados que indudablemente merecen contarse entre los mejores frutos, como mínimo, del cine europeo de su tiempo, y cuya enumeración sería redundante en relación con lo que ustedes mismos pueden suponer al respecto: piensen en los títulos señeros realizados en nuestro país por autores como Almodóvar, Bardem, Berlanga, Buñuel, Erice, Fernán-Gómez, Luna o Zulueta, y podrán formarse con facilidad una idea de nuestro particular acervo, al menos en lo que a nosotros nos parecen obras cinematográficas, por unas razones o por otras, de conocimiento ineludible.
Ante ese estado de cosas, hemos dedicado el mes de marzo casi exclusivamente a empezar a solventar esa laguna, y lo hemos hecho con una amplia selección de largometrajes de autores, períodos y géneros muy diversos. Esta columna bien podría haber versado, por ejemplo, sobre figuras que, en sus mejores momentos, distan de estar exentas de interés formal, como José María Forqué o Vicente Aranda, dos cineastas de los que hemos visto y, con algunas excepciones, disfrutado media decena de títulos por cabeza —al fin y al cabo, si genios como John Ford o David Lynch nos han dejado películas fallidas, cómo no van a tenerlas directores de menor calado—. Sin embargo, el cineasta al que finalmente hemos querido dedicar nuestro artículo de marzo, que tendrá continuidad en una posterior entrega de esta serie, ha sido Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1944-Madrid, 2006), de quien hemos podido ver por primera vez o revisar doce de sus películas, es decir, numéricamente, más de la mitad de su filmografía, y, cualitativamente, con probabilidad muchas de las mejores, a juzgar por las fuentes —no siempre propicias al director, todo sea dicho— que hemos consultado para orientarnos en nuestra exploración.
Como, ciertamente, ustedes recordarán que en esta sección, o, más en general, en nuestras distintas etapas de colaboración en este Bulevar, hemos manifestado nuestra devoción por gigantes como Ernst Lubitsch, Yasujiro Ozu, Federico Fellini o Andréi Tarkovski, se impone de entrada una advertencia: como bien señaló hace unos años Diego Galán, precisamente en un texto dedicado a reivindicar la figura del cineasta vasco, Eloy de la Iglesia no nos dejó ninguna obra maestra. De acuerdo: no abundaremos en la idea de que Jesús González Requena vino a decir lo mismo sobre Serguéi Eisenstein en su monografía dedicada al director soviético. Pero la doble cita viene a cuento, porque el caso del director español es uno de esos en los que el conjunto de la obra tiene mayor calado que la simple suma de las partes, de la misma manera que, en algunas de sus películas, la fuerza y la verdad de algunas escenas o diálogos las dotan de una dimensión que va más allá de lo que podría percibirse mediante una mera apreciación analítica de los elementos considerados por aislado.
Eloy: audacia temática y vigor narrativo |
Pensemos, por ejemplo, en unas de las primeras películas del director, Algo amargo en la boca (1969), protagonizada por Juan Diego en el papel de un apuesto joven que va a pasar las Navidades a casa de dos tías y una prima (interpretadas por Maruchi Fresno, Irene Dain y Verónica Luján). "La película estuvo a punto de convertirse en mi tumba profesional", declararía años después el director. "La censura se lo tomó casi como un problema de amor propio. Para hacer pasar el guión presentamos uno que no tenía nada que ver con el auténtico. [...] En principio la prohibieron tajantemente y tardaron varios meses en acceder a tratar de los posibles cortes y modificaciones". En nuestra apreciación crítica de la película, coincidimos con la valoración de Fernando Morales para "El País": "Filme con tijera, que daba para mucho más". La película, sin embargo, pese a sus carencias narrativas y dramatúrgicas, y a no ser formalmente muy representativa de su mejor cine, presenta en lo temático dos de sus grandes ejes de fuerza: por una parte, la denuncia institucional, en este caso centrada en esa familia de mujeres para la que el joven pariente se convierte en oscuro objeto de deseo, a reprimir finalmente mediante el asesinato; por otra parte, la presencia del deseo sexual como fuerza arrasadora de las convenciones sociales, expuesta con toda precisión en una línea pronunciada por el protagonista casi al final de la película: "Un aliento de macho y se hundieron los recuerdos, se hundió la represión y se fue a la mierda toda la moral". Añadamos a estos dos elementos un tercero de aparición recurrente en su filmografía: la presentación sugerente de un cuerpo masculino bello y joven en su desnudez (incompleta aquí, absoluta en títulos posteriores), en este caso azotado y presentado como un San Sebastián en la escena del sueño. Y también de un cuarto, muchas veces olvidado: la presencia de un deseo femenino tan fuerte y apasionado como el masculino, aunque en esta ocasión no esté acompañado (a diferencia de lo habitual con posterioridad en este director) por la correspondiente mostración del cuerpo femenil.
Adolece también de problemas narrativos la siguiente película del director que hemos podido ver, La semana del asesino (1972). La sucesión de crímenes violentos que, a partir del primero, accidental, comete el protagonista, Vicente Parra, un obrero que trabaja en una industria de carne, peca de mecánica. Mayor interés tiene la historia paralela, en la que un vecino del barrio, de una clase social e intelectual superior, encarnado por Eusebio Poncela, espía primero con unos anteojos, y traba después amistad, con el personaje obrero. Esta subtrama contiene las mejores escenas de la película, incluida la de la piscina nocturna, con hermosos planos de inequívoco contenido homoerótico de ambos caracteres duchándose. La temática de la homosexualidad, fundamental en la obra posterior del director, aparece ya de forma bastante manifiesta; también el motivo de un personaje homosexual fascinado por otro hombre, de sexualidad ambigua y clase social inferior; y lo mismo cabe decir de la observación minuciosa de un entorno social popular, situado en los arrabales. Como en la anterior película que hemos reseñado, algunos elementos formales o temáticos de interés suplen las deficiencias del conjunto.
No cabe decir de lo mismo de su siguiente película, Nadie oyó gritar (1973), dislate sin paliativos sobre una prostituta encarnada por Carmen Sevilla a la que su vecino, interpretado por Vicente Parra, convierte en colaboradora forzada para ayudarle a deshacerse de un cadáver. "Todo era como muy falso, con unos decorados horrorosos, aunque eran naturales, con esos baños redondos, un empapelado muy hortera […] todo era artificial", declararía años después el propio director. Sólo reviste cierto interés temático el motivo secundario de un amante de la prostituta, un chico mucho más joven que ella, a la que llama "su sobrino", interpretado por un joven Tony Isbert con el pelo teñido de un rubio horroroso y mostrado, como el propio Vicente Parra, varias veces con el torso desnudo, para solaz de espectadoras y espectadores cómplices.
Un salto de cuatro años, que no es sólo temporal y abarca la muerte del dictador Franco, sino que también supone un avance en calidad cinematográfica en relación con las tres películas a las que hasta ahora nos hemos referido, además de ofrecer unas dosis de osadía temática verdaderamente extraordinarias (los problemas con la censura, por otra parte, distaron de desaparecer con el óbito de "la espada más limpia de Occidente", como llamó el mariscal Petain a Franco en 1939), separa este último título del siguiente que hemos podido localizar del cineasta de Zarauz: la célebre Los placeres ocultos (1977). En ella, un alto ejecutivo de banca (Simón Andreu), homosexual en el armario, se enamora de un chico de extracción baja (Tony Fuentes), heterosexual y con novia (Beatriz Rossat), que, sin embargo, mantiene de vez en cuando relaciones con una tendera casada de su barrio (Charo López). La trama deriva hacia una hermosa relación a trío de amistad y transparencia emocional entre el banquero, el obrero y la novia, hasta que la vengativa tendera se venga del ejecutivo y del chaval, exponiendo a ambos al ridículo social y logrando que las relaciones entre los tres personajes salten por los aires. Es una película mucho mejor hilvanada narrativamente que todas las mencionadas hasta ahora, si bien, desde el punto de vista de la composición de los planos o del ritmo del montaje, está lejos todavía de las mejores obras del director. Pese a que todavía plantea problemas formales, en sus mejores momentos, como en la escena entre la madre moribunda y el personaje homosexual, presenta ya una carga de veracidad muy notable. La película destaca también por ser la primera vez que en el guión colabora una figura clave en la posterior filmografía del director: la del periodista Gonzalo Goicoechea (1952-2009). "Trabajar con Eloy de la Iglesia era una gozada", declararía muchos años después Simón Andreu, "él ya traía la película rodada desde casa. Cuando llegaba a los rodajes, colocaba las cámaras y todo salía sobre ruedas, sin titubeos, era como si hubiera soñado la película, como si la tuviera en mente".
Por razones de espacio —y pensando sobre todo en la paciencia de nuestros lectores—, detenemos aquí esta primera entrega sobre el director vasco, al que hemos querido homenajear y reivindicar en esta sección. Les prometemos que lo mejor de su filmografía, tanto en lo formal como en lo temático, estaba por llegar, y les emplazamos a una próxima entrega de esta serie para seguir revisando la trayectoria de este notable cineasta.
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