por el señor Snoid
He aquí una película más interesante por lo que plantea que por lo que realmente ofrece. Pues Buena suerte, Leo Grande se convierte en una apasionada defensa de la prostitución (masculina), a la que se llega a denominar, en los diálogos del film, como “un servicio público esencial”. Lo que choca es que la película está dirigida por una mujer (Sophie Hyde), escrita por una mujer (Katy Brand) y que la campaña publicitaria ha hecho hincapié en el “coraje sin límites” de su protagonista (Emma Thompson) por aparecer en pelotas a sus 63 añitos.
Vaya por delante que a nosotros nos encanta Emma. Se ha merendado vivos a actores como Anthony Hopkins, Alan Rickman, Kenneth Branagh, Hugh Grant... ¡Si incluso combinaba bien con Arnold Schwarzenegger en aquella comedia estúpida, Junior, donde Arnold estaba —literalmente— preñado! Y aquí, su compañero de reparto, Daryl McCormack (el Isiah junior de Peaky Blinders) mantiene el tipo bastante bien. Y hay que admitir que el gachó tiene muy buen tipo además.
Lo que aquí se cuenta es cómo una jubilada que jamás ha experimentado un orgasmo recurre a una agencia de contactos y se le envía a ese pedazo de hombre. La mujer, además, era profesora de ética y religión en secundaria y, por lo que cuenta, debia ser de una rigidez insoportable, torturando a sus alumnos sobre cómo llevar una “conducta moral recta”: es decir, entre otras cosas, jamás ir de putas (o de prostitutos). Rigidez que no nos atrevemos a asociar con frigidez, pese a que en sus dos primeros encuentros con su “trabajador sexual” (o prostituto: no podemos denominarle puto porque este vocablo, tan frecuente en los siglos de oro de nuestra literatura, era sinónimo de “bujarrón”) se muestre Emma nerviosa, pacata y casi insoportable. Pero si algo tiene nuestro hombre contratado es una paciencia sin límites; amén de ser comprensivo, educadísimo, complaciente y un profesional como la copa de un pino: nos informa de que jamás ha sufrido un gatillazo (y eso que, según confiesa posteriormente, tiene una clienta fija de 82 tacos).
El film se estructura en cinco actos, más un breve epílogo. Lo que ocurre en el último acto ya se lo están ustedes imaginando: Emma alcanza un éxtasis apocalíptico y por fin se siente una mujer realizada (o plena, o cualquier adjetivo de esos que se estilan en las revistas femeninas). La conclusión superficial podría ser: “Mujeres menopáusicas insatisfechas (y gays que no os coméis un rosco), ¡poned un Leo Grande en vuestra vida!”. Una conclusión menos burda es que Emma supera sus complejos y frustraciones (de todo tipo) mediante sus encuentros (no) casuales con un perfecto desconocido.
El film transcurre casi íntegramente en una aséptica habitación de hotel de tonos grises apagados. Como si la directora hubiera hecho suyo aquello que decía Hitchcock: “Si adaptas una obra de teatro lo mejor es no intentar airearla”. Por tanto, Sophie Hyde lo fía todo a sus actores —que cumplen brillantemente— y al guión, que no es precisamente un prodigio de sutileza, aunque posea momentos dramáticos conseguidos y ciertos toques cómicos (siempre bienvenidos). En otras palabras: la dirección de Hyde es plomiza y carente de imaginación; habría hecho falta un director/una directora con talento visual para sacar partido a ese decorado, a esos dos personajes y a esa única situación. De hecho, sólo hay un par de momentos memorables en cuanto a la puesta en escena: en uno de sus primeros encuentros, nuestro sexual worker se cabrea y deja a Emma plantada. Y el plano de la mujer, sola en la habitación, tomado de cuerpo entero, descalza y desgreñada, transmite más desolación que toda la cháchara que el libreto exhibe (por cierto que Emma debió esforzarse en la preparación del papel: hay un par de planos en los que fugazmente la vemos andar como un pato: sin gracia alguna; tal que su personaje antes de la orgásmica revelación: lástima que Hyde no aprovechara la corporalidad de sus protagonistas: Leo, por supuesto, se mueve con una elegancia sorprendente). Y el último plano, el sucèss de escandale no es más que la plasmación de que, por fin, ya en la tercera edad (aunque los medios de comunicación se empeñen en propagar que la juventud, hoy día, culmina hacia los setenta años) Emma se siente a gusto con su cuerpo (y consigo misma) por primera vez.
Se puede objetar que el film ofrezca una visión de la prostitución de color de rosa. Pero, como relato, Buena suerte, Leo Grande no es más que una fábula: una ficción. Aquel que quiera ver un retrato veraz de la prostitución puede acudir a Vivre sa vie de Godard (Jean-Luc iba a menudo de putas en su juventud: pero tuvo huevos para mostrar la desesperación e infelicidad de una puta y la enorme deshumanización y repugnancia de los puteros que alquilaban sus servicios) o a decenas de films menos conseguidos.
También se suele decir que la ideología de un film no tiene por qué afectar a sus resultados estéticos. Tenemos nuestras dudas. Críticos e historiadores han sudado sangre a la hora de glosar las virtudes de El triunfo de la voluntad u Olimpiada, de la sin par esquiadora y buceadora Leni Riefenstahl. La primera es un film de terror pesado y mal ejecutado y la segunda una cursilería estomagante que no admite comparación con la ejemplar Las Olimpiadas de Tokio de Kon Ichikawa. Y los ejemplos podrían multiplicarse, tanto a derecha como a izquierda, pero, ¿para qué seguir? Buena suerte, Leo Grande no es ninguna maravilla, pero, pese a la mediocridad ocasional de la historia y de los diálogos, posee cierto interés como veraz retrato de una mujer que ha malgastado su vida y a la que todo y todos han decepcionado. ¿Controvertida? Es muy posible, aunque no sea precisamente Emperor Tomato Ketchup. Además, ¿hay algo que no sea controvertido o que no provoque críticas encarnizadas porque rehuya —precavidamente— la ideología bienpensante de turno?
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