por el señor Snoid
“Fue nuestra integridad artística, nuestra libertad para hacer lo que queríamos sin interferencia de los empresarios, lo que originó la llamada edad de oro del cine sueco. Teníamos un especial sentido para escoger los mejores temas, los más cinematográficos (…) Otra clave de la fortaleza de nuestro cine radicaba en la adhesión a los temas nacionales. Cuando algunos años más tarde empezamos a mirar a los mercados internacionales y empezamos a buscar películas que fueran adecuadas tanto para el gusto extranjero como para el propio, se inició la decadencia del cine sueco” (Victor Sjöström: declaraciones a Hjalmar Bergman en 1933, p. 599).
Además de sus innegables virtudes, es este un libro imprescindible. Imprescindible porque es la monografía más extensa y detallada sobre el periodo sueco de Victor Sjöström. Su autor, José Andrés Dulce, que sin duda ha llevado a cabo durante años un enorme trabajo de investigación, se lamenta con justicia de que existan análisis y artículos más o menos acertados sobre films como La Carreta fantasma o El viento, pero que por un lado, carezcamos de un estudio que nos proporcione una visión global de la obra del director sueco y, por otro, del relativo olvido en que ha caído una de las figuras señeras del cine mudo. Luz del norte da cumplida cuenta de ambos aspectos con rigor y exhaustividad.
El misterio Sjöström
Dulce aventura varias hipótesis sobre por qué un cineasta tan importante ha quedado relegado frente a otras figuras, quizá menos relevantes, que desarrollaron su labor durante las décadas de los años diez y veinte del siglo XX: Sjöström fue reconocido casi inmediatamente como un artista, algo poco frecuente en los albores del cine: “En Dinamarca, el joven Carl Dreyer, tan enojado con sus compatriotas como impresionado por las hazañas de los suecos, afirmaba que por medio de Sjöström el cine había en entrado “en la tierra prometida del arte”. Lo anunciaba muy pronto, en 1920 (p. 22).
Otra razón se relaciona con la “influencia cultural”: poco es lo que conocemos del cine escandinavo. No faltan directores, técnicos o actores relevantes, de Alf Sjöberg a Ingmar Bergman, de Mauritz Stiller al danés Bo Svensson, pero su presencia fuera de Escandinavia —salvo la paradigmática excepción de Bergman, Dreyer o, más recientemente, de Lars von Trier— ha sido relativamente pobre si los comparamos con artistas procedentes de otros cines “nacionales”. Y podríamos añadir fotógrafos como Nykvist o intérpretes como Garbo o Ingrid Bergman; y ellas, naturalmente, alcanzaron fama universal gracias al cine norteamericano. La trascendencia del primer cine sueco se diluyó en otras cinematografías bien reconocibles para los aficionados: “Nadie discute, por ejemplo, la perdurable influencia del cine revolucionario ruso o del expresionismo alemán: sus señas de identidad son muy evidentes y se aprecian en el uso del montaje y del decorado,en su formas provocativas y los llamativos encuadres (...). En cambio, la influencia del primitivo cine sueco es mucho menos evidente (…)” (p. 25).
Otra posible razón es el creciente desapego de público y crítica por el cine mudo. En las encuestas que cita Dulce sobre “Las mejores películas de la historia del cine” se observa una singular tendencia. Así, la lista que cada diez años realiza la revista británica Sight & Sound ha experimentado cambios notables en el gusto de los críticos; la primera edición, de 1952, mostraba seis películas mudas entre las “diez mejores”. En 2012, sólo tres films mudos figuraban en el Top Ten. Todo un síntoma de los cambios que la apreciación crítica (y asimismo, en no menor medida, el público) ha sufrido a lo largo del tiempo. Modas que no merecen tomarse con demasiada seriedad —más bien todo lo contrario— pero que tienen el pernicioso efecto de enterrar a brillantes artistas como Sjöström.
El cine de Sjöstrom
Visto hoy, lo que nos queda del cine del director nórdico se nos antoja extraordinariamente moderno. Montaje y planificación son de una enorme viveza e inventiva. Sirva como ejemplo este parcial desglose de planos en la escena del juicio de Ingeborg Holm:
La variedad de encuadres y puntos de vista enfatizan el drama de la protagonista: sus hijos le serán arrebatados y ella recluida en un asilo de la beneficencia, donde, tras todo el dolor sufrido, perderá la cordura.
Si bien Ingeborg Holm se nos muestra como un melodrama desgarrador, Sjöström era un director capaz de múltiples registros. Su gran éxito de 1915, Terje Vigen, comienza con un tono melancólico y sombrío (el presente narrativo) para dar paso a las épicas aventuras del protagonista, hábil marino que logra esquivar una y otra vez el bloqueo británico de los puertos europeos durante las guerras napoleónicas. Terje es capturado y pasa cinco años en prisión. Cuando regresa al hogar, descubre que su familia ha muerto de inanición. Años después, se le presenta la oportunidad de vengarse: socorre el yate del oficial inglés que le apresó, y su primer impulso es acabar con él, su esposa y su hijita:
Terje experimenta un momento de reconocimiento al abrazar a la chiquilla, que podría ser su propia hija, y perdona a la familia. El momento es tan profundamente emotivo que nos hace recordar el “reconocimiento” final de Ethan y Debbie al término de Centauros del desierto.
Que Sjöström era muy hábil a la hora de emplear una variedad de tonalidades dramáticas se demuestra en Los hijos de Ingmar/La voz de los antepasados: Lil-Ingmar, un joven granjero que vive dominado por la figura de su padre muerto, personaje de gran prestigio en la región, contrae matrimonio con Brita, quien no le ama y acepta el enlace por las presiones de sus padres. El matrimonio es infeliz. El irresoluto Lil-Ingmar decide ascender al cielo en busca del consejo de los antepasados. La secuencia es un auténtico tour de force cinematográfico:
Lo que comienza como un drama rural realista se adentra con total fluidez en el mundo de la fantasía: “Como tantos hombres a lo largo de la historia, el campesino sueco aspira a abolir la distancia que le separa del más allá, donde, según cree, se encuentran las respuestas a las eternas preguntas, que en su caso tienen que ver además con la realidad cotidiana; de ahí que Sjöström le ofrezca, como buen demiurgo, una larguísima escalera“ (p. 337).
Y la fantasía hará una nueva aparición en el extraordinario momento en que el protagonista se halla a orillas de un lago y un espectro le comunica que su esposa ha asesinado a su hija:
Culpa y expiación
Aunque son temas recurrentes en Sjöström (a menudo extraídos de las fuentes literarias que adaptó), el director muestra una notable comprensión hacia sus personajes. Sus mundos no son los de héroes y villanos de una pieza; la complejidad psicológica de estas viejas películas es extraordinaria —sobre todo si las comparamos con otros célebres filmes de la época. Para Sjöström, como más tarde para Renoir, “todo el mundo tiene sus razones”. Brita se torna dulce y arrepentida tras su paso por la cárcel. Terje Vigen renuncia a su venganza para que su triste existencia no sea aún más vil; el conde Starschensky, en El monasterio de Sendomir, renuncia al mundo tras cometer un crimen dominado por los celos y emprende un doloroso camino de expiación:
Y el David de La carreta fantasma hallará asimismo la redención final, en uno de los finales más bellos y angustiosos de la obra de Sjöström:
Un autor
Sjöström no sólo realizaba las tareas de director y co-guionista en sus películas. Protagonizó —soberbiamente— varias de ellas y quizá su experiencia teatral le proporcionó una comprensión de que la actuación cinematográfica debía ser muy distinta a la de los escenarios: las interpretaciones en sus films son muy sobrias y contenidas (algo bastante insólito en estos años). También participó en labores de producción y se mostraba exigente en la construcción de decorados y la búsqueda de localizaciones. Su ojo pictórico para el paisaje es justamente valorado. Su sentido de la composición es notable también en interiores —y aquí hay que mencionar la inestimable labor de su fotógrafo habitual, Julius Jaenzon— con planos que huyen de la frontalidad típica del primer cine mudo, buscan la profundidad de campo e incluyen leves contrapicados que muestran los techos de estancias... Todo ello justifica plenamente las palabras de Dreyer citadas al principio.
Un libro espléndido. Un libro necesario. José Andrés Dulce nos advierte al principio del volumen de que “Dependiendo de la acogida, el proyecto se completaría en el futuro con un segundo libro dedicado a su etapa norteamericana” (p. 16). Nuestra modesta acogida no puede ser más entusiasta. Y esperamos que su estudio sobre la obra norteamericana de Sjöström vea pronto la luz.
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