por el señor Snoid
Quizá la mayor dificultad de un film “histórico” o “de época” sea plasmar la mentalidad del tiempo que pretende retratar. Mentalidad y lenguaje son dos grandes escollos que la mayoría de los cineastas no saben o no quieren abordar. Los otros elementos, vestuario, edificios, cachivaches y demás accesorios pueden estar perfectamente logrados, pero, sin embargo, es este aspecto particular del “pensamiento de una época” lo que engrandece (en escasas ocasiones) o perjudica (en la mayoría) a este tipo de películas. La conclusión obvia es que los diseñadores de producción se documentan y hacen su trabajo mejor que algunos guionistas y directores. Hay grandes excepciones, claro. A nosotros nos da exactamente igual que Centauros del desierto no esté en realidad ambientada en “Texas 1868”, sino en la frontera entre Utah y Arizona, o que todo el mundo lleve un winchester de repetición (algo raro en esos años). Lo que importa es que Ford no dudara en mancharse las manos mostrando unos personajes muy reales: los indios son brutales; la caballería norteamericana asesina a mujeres y niños; todos los blancos —incluso el mestizo Martin Pawley— son racistas... En Satyricon Fellini consiguió un retrato de la Roma del primer siglo de nuestra tan convincente que el espectador tiene la sensación de asistir a una película abiertamente fantástica. Tanto el Andrei Rubliev de Tarkovsky como Qué difícil es ser un dios de Alexei Guerman transmiten con veracidad cómo debía ser la vida durante la Edad Media. Incluso una película irregular, El último valle (James Clavell, 1971) nos proporciona una visión muy precisa de la Europa de la Guerra de los treinta años.
¡Bruja, más que bruja!
Akelarre es una comedia feminista vasca que fracasa tanto en la plasmación de la mentalidad del 1600 como en la ambientación y el planteamiento dramático. Las muchachas acusadas de brujería son bellísimas, mientras que el señor inquisidor y sus secuaces son feos, malencarados y malvados (el inquisidor tiene un cierto parecido con Jaime Mayor Oreja, un asombroso logro de casting). Las chicas hablan un castellano perfecto del siglo XXI —en cualquier momento esperábamos que alguna dijera algo tipo “Tía, esto de la brujería me ralla cantidad” o “El Imanol está tope bueno”, y cuando hablan en vascuence lo hacen en un perfecto batúa unificado y polivalente. A propósito de esto, hay que señalar que la lucha entre ortodoxia y brujería se traslada también al campo del lenguaje. Los inquisidores, ante la cháchara en euskera de las mozas, sueltan: “¡Aquí se habla en cristiano!” (expresión insólita en el 1600) o, refiriéndose al vascuence, llegan a afirmar que “es una lengua demoníaca”. La tradicional opresión que ejercían los castellanos (españoles) sobre el sufrido pueblo vasco en los albores del Barroco. Lo que nos recuerda que en el teatro del siglo de oro uno de los personajes bufos predilectos era el del “vizcaíno” (vasco), por su peculiar forma de expresarse en castellano. En descargo del irreductible pueblo norteño, señalemos que en la Villa y Corte los escribanos y secretarios de origen vasco eran los más apreciados, pues tenían fama de poner el cazo o trincar muchísimo menos que los procedentes de otros lugares de Las Españas. Ahí queda eso.
En cuanto al planteamiento del drama, nos parece un error que las chicas sean inocentes. La peli hubiera ganado mucho (por lo menos, en su planteamiento ideológico) si hubieran sido culpables. Total, en la época no faltaban motivos por los que a una la consideraran bruja: ser curandera, adúltera, lesbiana, vivir sola o la simple envidia aldeana por tener tres vacas más que el vecino podían provocar una acusación ante el santo oficio —el acusador quedaba en el anonimato: un aspecto que la película soslaya. Más parece que los inquisidores van de pueblo en pueblo con su carromato buscando brujas, algo similar a lo que hacían John Wayne en Valor de ley y Ben Johnson en Cometieron tres errores: llenar sus furgones blindados de malhechores yendo un villorrio a otro.
No faltan los momentos jocosos en Akelarre. Cuando la niña más lista confiesa (fingidamente) que ha tenido relaciones íntimas con Lucifer —e incluso muestra con un gesto el tamaño del miembro del demonio, superior al de John Holmes—, Mayor Oreja, digo el inquisidor, empieza a sentir un calentón de tal calibre que no puede sino demandar una explicación más detallada y la muchachita simula un orgasmo tan salvaje que empalidece al de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally. El señor inquisidor, naturalmente, se pone como loco: no sólo es un chiflado e hipócrita religioso: es más lascivo que un macho cabrío.
El climax supera todo lo anterior. A las nenas se les obliga a representar el Sabbat (de noche, en un claro del bosque, antorchas, cabezas de cerdo, jamones curados, bebercio) y una de ellas hace unas contorsiones calcadas a las de la cría de El exorcista. Se ponen a bailar y cantar como si estuvieran en las fiestas patronales, se desata un pandemónium de cojones, y en un guiño (falsamente) feminista extraído de Thelma y Louise (o quizá de Dos hombres y un destino) , se tiran por un acantilado, dejando al pobre inquisidor con las ganas y con una frustración sexual que el hombre parece a punto de reventar, y no de éxtasis beatífico precisamente.
Pensaran ustedes que detestamos el cine español (o el vasco). Nada más lejos de la realidad. Consideramos que, si en las mismas coordenadas espacio-temporales coexisten (e incluso a veces trabajan) Víctor Erice, José Luis Guerín, Albert Serra o Carlos Vermut, andamos bien servidos. Y si quieren ustedes ver una película española decente, no se pierdan El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020). Sencillamente extraordinaria. Imprescindible.
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