Nomadland cuenta la historia de Fern (Frances McDormand), una mujer que lo ha perdido todo, vive en su furgoneta y sobrevive gracias a trabajos temporales de mierda. Sin embargo, no es una mujer que carezca de estudios o que sea una retrasada mental. La información que se nos da de ella —casi siempre de forma indirecta, uno de los aciertos del film— demuestra lo contrario. Incluso ha sido profesora de lengua y literatura en su ciudad de origen; en una tienda de artículos deportivos se encuentra con una chiquilla a la que dio clase y esta aún recuerda un fragmento de Macbeth que estudiaron en el cole. Sencillamente, Fern tiene cincuenta y tantos años y nadie quiere dar trabajo a gente de cincuenta para arriba (algo que se hace patente en su visita al SEPE gringo, que parece funcionar tan bien como el español). Excepto quizá empresas como Amazon, que te proporcionan aparcamiento gratuito para la furgo en la que vives mientras dure tu contrato y después te cobran 375 dólares por el alquiler de un hueco al aire libre. Hay que concluir que Jeff Bezos no es, por tanto, ningún genio. Con semejantes condiciones laborales, hasta usted y yo nos haríamos multimillonarios de proponérnoslo.
Fern emprende un periplo que la lleva desde su antiguo hogar en Nevada a un campamento de desahuciados que viven en sus caravanas (casi todos de avanzada edad) que han montado una especie de comuna en un paraje desértico de Arizona; Fern trabaja limpiando baños públicos —la directora Chloé Zhao parece no confiar demasiado en la capacidad del espectador, pues se nos muestra un báter rebosante de mierda por los bordes. No es que hayamos trabajado en el sector de la limpieza, pero nuestra capacidad de imaginar situaciones asquerosas funciona a las mil maravillas. En Dakota del Sur, Fern trabaja en un restaurante de una de esas cadenas de comida barata (e inmunda). Viaja a California... Y, cerrando el círculo, tras decenas de episodios desesperanzadores y tristísimos, vuelve a Empire, Nevada, convertida en una desolada ciudad fantasma.
Todo esto bastaría para que los espectadores salieran del cine dispuestos a quemar oficinas bancarias, empresas aseguradoras, dinamitar la sede de la bolsa o asaltar el palacio de invierno. Pero no es éste el resultado. Nomadland acumula tal cantidad de peripecias y personajes deprimentes que es el hastío lo que progresivamente se apodera de los espectadores. Y es que hay en el film un muy desagradable tufillo (queremos pensar que no intencionado) a que la mirada de la directora se acerca más a “Qué pintorescos son los pobres” que a “Necesitamos cambiarlo todo de una vez”. Si a esto sumamos una cantidad excesiva de tiempos muertos, un retrato del paisaje de Norteamérica un tanto falseado —una inmensa llanura de costa a costa, nevada o desértica, un páramo sin fin— , una musiquilla insoportable y omnipresente de Ludovico Einaudi y la escasa sutileza que demuestra la directora a la hora de mostrar causas y consecuencias, o para retratar con cierta agudeza a cualquier personaje que no sea Fern, nos encontramos con que Nomadland es un film muy decepcionante o que sus resultados están muy lejos de sus aspiraciones.
El gran logro de Nomadland es insistir en el feroz individualismo de su protagonista. Fern rechaza la ayuda de todo aquel que pretende echarle un cable: la madre de su antigua alumna, sus compañeros de trabajo, la nueva vida que le ofrece Dave (David Straitharn)... Recurrir a su hermana para que le preste unos míseros dos mil dólares para arreglar su furgo supone un calvario para ella. Y este individualismo nada tiene ver con el “espíritu norteamericano” (se llega a decir que los caravaneros son como los antiguos pioneros de los siglos XVII y XVIII). No. Este individualismo es una de las más logradas y detestables artimañas del capitalismo que nos gobierna, allí y aquí. “Válete por ti misma o no vales nada”, parece pensar Fern. Y lo más desolador es que Fern nunca llega a asumir que está equivocada, que ella no es dueña de su destino y que, sin los demás, aquellos que se hallen en su situación, o aún peor que ella, en efecto, no vale nada...
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