Hace
ya algunos años, el célebre escritor checoslovaco Milan Kundera (mundialmente
conocido por su novela La insoportable
levedad del ser, pero cuya gran obra maestra es, a nuestro juicio, el
ensayo Los testamentos traicionados,
indispensable para los amantes de la alta literatura, aunque en el texto se
hable también de otras artes con una elocuencia y una precisión de todo punto admirables:
inolvidables las páginas sobre Beethoven, Stravinski o Janáček, por ejemplo) se lamentaba,
escandalizado, de que en los jóvenes círculos intelectuales de Francia la
figura del cineasta Federico Fellini (1920-1993) parecía haber quedado relegada
a un completo olvido. Cuando yo leí aquella afirmación de Kundera, la anécdota ya
me pareció espantosa. Por aquel entonces, yo había visto ya bastantes de las
películas del realizador italiano en diferentes etapas de mi vida, y lo
consideraba un buen cineasta, incluso un muy buen cineasta. No obstante, este
verano decidí embarcarme en un amplio ciclo dedicado a revisar, esta vez de
forma sistemática, casi toda su filmografía (diecinueve de sus veintipocas
películas). Y lo cierto es que me quedé, sencillamente, asombrado. Diecisiete
de esas diecinueve películas me parecen obras maestras indiscutibles; pocos,
muy pocos directores pueden exhibir un “currículum” tan impresionante. En suma,
Fellini es mucho más que un buen cineasta: es uno de los más grandes directores
que ha dado la Historia del Cine. La originalidad de su universo, su exuberancia audiovisual, su densidad
textual, su modernidad narrativa, su sentido crítico, la amplitud de su registro
(que abarca desde una comedia tan hilarante como Las tentaciones del señor Antonio hasta el magistral dominio de lo
siniestro que demuestra en Toby Dammit,
desde la contención dramática de una escena tan estremecedora como la del
suicidio de un matrimonio patricio en Fellini-Satiricón
hasta la profunda melancolía que desprende en tantos momentos la corrosiva Ginger y Fred), en fin, todas las
cualidades citadas, entre las muchas que cabría nombrar para señalar la grandeza
de la obra de Fellini, convierten al director italiano en una figura con muy
pocos parangones dentro del séptimo arte.
La maravilla y el placer que me
procuraron la visión y la audición (insistamos: en Fellini, el elemento sonoro,
entendido en sentido amplio, que va más allá de las magníficas partituras de
Nino Rota, es objeto de un tratamiento tan exquisito como el elemento de la
imagen, que resulta sencillamente impresionante) se acrecentaron con la lectura
de la excelente monografía que en 1999 publicaron Pilar Pedraza y Juan López
Gandía en la editorial Cátedra. Es muy difícil estar a la altura de un gigante
como Fellini, pero los autores lo consiguen gracias a la meticulosidad de su
abordaje, a su inmenso bagaje cultural y a su acertado uso de diversas herramientas
interpretativas.
“Para Pasolini, la primera época
[del cine de Fellini] es ya de una innovación radical [dentro del]
neorrealismo. En una segunda época [a partir de Ocho y medio, hay] un despliegue y extensión de un mundo no dado, sino
creado por un prestidigitador o demiurgo […] que da lugar a una obra artística
nueva donde la utilización de nuevos modos de representación —que no son otros que
los primitivos— llevan a un concepción de la realidad como espectáculo […] en
el que sólo hay decorados, representación, como en sus últimos filmes”,
escriben los autores en la Introducción que precede al minucioso análisis,
película por película, que ofrecen de la filmografía felliniana en el resto del
libro. Nuestras películas favoritas de esa primera época son Los inútiles y Las noches de Cabiria, que ejemplifican a la perfección la
caracterización ofrecida por Pasolini sobre la “innovación radical” del
neorrealismo que constituye esta etapa de su filmografía. (Lamentamos disentir
de la opinión generalizada sobre La
Strada, que, como a Pilar Pedraza y Juan López Gandía, nos parece quizá “la
película más literaria de Fellini, la más convencionalmente simbólica o
alegórica, la menos fresca”, si bien nos congratula coincidir con el juicio
crítico de los autores). La segunda etapa de la obra del director italiano se
nos antoja una sucesión de obras maestras, empezando por esa obra-puente entre
las dos fases de su filmografía que es la monumental La dolce vita. No obstante, para mi gusto, el largometraje que tal
vez mejor ejemplifique esa “concepción de la realidad como espectáculo” de la
que hablan Pedraza y López Gandía sea Y
la nave va, una “obra concebida como una especie de ópera, [en la que
abundan] los planos teatrales desde un supuesto patio de butacas y desde
palcos, [y en la que] los movimientos de cámara y el montaje no se atienen a
las reglas clásicas […] sino que las transgreden para resaltar el carácter de
representación, de la que se nos muestra, presentando inmediatamente la mirada
frontal”. Por mi parte, añadiré que me parece una de las películas (audio)visualmente
más bellas que conozco.
Dentro del elevado nivel de análisis
que componen todos los textos dedicado al estudio de esta filmografía sobre
Fellini, nos gustaría destacar el dedicado a Casanova, “una obra abstracta e informal sobre la ‘no vida’, un
ballet mecánico y sin sentido, de museo de cera”, de la que el director
italiano afirmó que le parecía su “película más bella, la más lúcida, la más
rigurosa, la más lograda estilísticamente”. Las reflexiones que los autores del
libro ofrecen sobre ella ha sido la que más nos ha permitido ahondar en una
película tan sumamente caleidoscópica. Ellos mismos la califican de “antipática
y dura de ver”, ante todo por tratarse de un sutilísimo e implacable ejercicio
de desenmascaramiento del personaje principal. “Casanova está visto siempre
desde fuera, es un personaje destinado a la mirada de los otros, sin que él mismo
pueda observar sino sólo representar. No tiene mirada propia. Por ello, la obra
está construida desde fuera, sin punto de vista del personaje, que carece de
objeto de deseo que mirar y que nosotros podamos ver: sólo tiene ante sí
escenarios donde representar, competir y ser admirado, o mujeres a las que
poseer como objetos”. De ahí que la última “conquista” de Casanova no sea una
mujer real, sino tan sólo una muñeca de tamaño natural, con la que al final de
la película “baila con ella hacia la oscuridad, convertido ya también en su
doble mecánico definitivamente”.
En resumen, un espléndido libro que
no debería faltar en la biblioteca de los amantes del gran cine.
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