por el señor Snoid
El nombre es posible que no les diga nada pero
esta jeta la reconocerán los buenos aficionados. Roscoe Lee Browne era un
magistral actor que tuvo el infortunio de aparecer en a) películas buenas que
resultaron estrepitosos fracasos de taquilla; b) películas mediocres que
también se estrellaron, y c) películas lamentables que hoy casi nadie recuerda.
Sin embargo, en todas ellas Roscoe brillaba con luz propia, eclipsaba a sus
compañeros de reparto y daba un barniz de buen hacer y de genialidad
interpretativa, por muy nefasto que fuera el proyecto en que se había
embarcado.
Y es que cuando Roscoe empezó en el cine, los
actores negros debían ser como Sidney Poitier o Harry Belafonte: es decir,
bellísimos ejemplares de hombre negro. Gente como él o como el igualmente
genial James Earl Jones tenían nulas posibilidades de alcanzar el estrellato.
Hoy día parece que la cosa ha mejorado un poco. Esos dos tipos que salen en
todas las películas, Morgan Freeman y Samuel L. Jackson, no son exactamente sex
symbols.
Por no hablar de Forest Whitaker, que amén de excelente actor, es feo hasta
decir basta e incluso bizco.
Roscoe nació en Woodbury, Nueva Jersey, en 1922.
De joven asistió a la Universidad de Lincoln (universidad en aquel entonces
exclusivamente para negros), donde estudió Filología francesa y Literatura
comparada. Tuvo que hacer un alto en su carrera académica cuando el Tío Sam le
llamó para que participara en la II Guerra Mundial. Roscoe fue asignado a la 92
de infantería, un regimiento de soldados negros cuya insignia era un búfalo (en
honor a los Buffalo Soldiers de la caballería del siglo XIX). Nuestro héroe
sirvió en la campaña de Italia. Una vez concluida la guerra, regresó a casa y
completó sus estudios en la Universidad de Columbia. Entre 1946 y 1952 volvió a
Lincoln para enseñar francés y Literatura inglesa. Y además por esa época ganó
un par de campeonatos mundiales de aficionados en la modalidad de las 1000
yardas. No nos cabe duda de que Roscoe hubiera dado días de gloria al deporte
gringo, pero quizá en esos tiempos un atleta negro ganaba un poquitín menos que
un Usain Bolt de nuestros días.
Sorprendentemente, y demostrando por primera vez
que era un culo inquieto, Roscoe abandonó su puesto docente y se dedicó a la
venta de vino y licores. Tras este bizarro lapso, se metió en el mundillo
teatral en 1956 por la puerta grande, pues su primer papel fue en un montaje
profesional del Julio César de Shakespeare. Y ya no paró. Si bien su
primera interpretación para el cine data de 1961, fue en la segunda mitad de la
década cuando Roscoe empezó a convertirse en un rostro popular. En 1968
Hitchcock le contrató para la malograda Topaz. Dado que los
protagonistas del film son absolutamente nefastos, fueron los secundarios como
John Forsythe, John Vernon o el propio Roscoe quienes se hicieron con el pastel
sin el menor esfuerzo. Nuestro hombre encarna a Philippe Dubois, un espía
francés que se infiltra en la legación cubana de la ONU alojada en un hotel de
Harlem para robar unos documentos al líder Enrique Parra (John Vernon), quien
por cierto es el único personaje medio decente de la peli, fanático de la causa
castrista y de Juanita de Córdoba: para que luego la crítica se ensañara con
Hitch tildando a Topaz de panfleto anticomunista...
Un par de años después Roscoe se haría con el
papel protagonista de la última (y una de las peores) película dirigida por
William Wyler: No se compra el silencio, imaginativo título hispano de The
Liberation of Lord Byron Jones. Aquí Roscoe interpreta a un empresario de
pompas fúnebres que ha de hacer frente a que su esposa, Lola Falana, es un
tanto fulana y le pone los cuernos con un blanco muy degenerado (Anthony
Zerbe), y a la incomprensión y prejuicios de la comunidad blanca del villorrio.
El film pertenece a esa retahíla de pelis de Hollywood en plan “Dignifica a los
Negros” tipo Fugitivos, En el calor de la noche, Adivina quién viene
esta noche
o La gran esperanza blanca. Films que sospechamos hicieron retroceder la
causa de la igualdad racial unos veinte años. Lo llamativo de la película de
Wyler, quien era obsesivo en cuanto a la dirección de actores (Bette Davis tuvo
que bajar la escalera 60 veces en Jezabel; Ralph Richardson tardó 80 tomas en
colgar su sombrero y su bastón en La heredera), es lo mal que están
la mayoría de los intérpretes: el casi siempre eficaz Lee J. Cobb está
realmente fatal, Anthony Zerbe totalmente pasado de rosca (como siempre que
encarnaba a un villano), Lola Falana nunca fue verdaderamente una actriz y sale
hasta Lee Majors... Así que de nuevo Roscoe se llevó los muy escasos parabienes
que obtuvo esta decepcionante cinta:
De cualquier forma, el film tuvo un resultado
feliz para Roscoe: hizo buenas migas con su archienemigo en la ficción Anthony
Zerbe y juntos se embarcaron en una gira de recitales poéticos por todo Estados
Unidos. Pues Roscoe no sólo se movía con una elegancia majestuosa: además
poseía una voz maravillosa y el muy perillán sabía cómo utilizarla. Y esto nos
recuerda una de las más brillantes anécdotas del ídolo. Durante el rodaje,
Wyler le soltó: “Hablas como un blanco”. Y Roscoe replicó: “Es que tuve una
niñera blanca”. Algo falso, claro. Pero es que Roscoe había aprendido desde
jovencito cómo bandearse en el mundo de los blancos...
Algo que le fue muy útil en el western The
Cowboys,
donde tenía que darle la réplica a John Wayne. Bien sabido es que Wayne tendía
a perder la paciencia con sus compañeros de reparto (y miembros del equipo
técnico) cuando no le dirigían Ford o Hawks. Richard Widmark y él casi llegaron
a las manos en la filmación de El Alamo (lo que habría sido un infanticidio),
agarró a Howard Keel por las solapas en Ladrones de trenes y casi fulminó a Glen
Campbell en Valor de ley. En la primera escena que rodaron juntos, Roscoe llega con
su carromato al rancho de Wayne y se presenta a él y a su esposa. Acabada la
toma, Wayne le llevó aparte y le explicó que aquella no era la forma correcta
de bajarse de un carro (Wayne se consideraba una autoridad en temas del viejo
oeste, algo que le provocaba gran hilaridad a John Ford). No obstante, pese a
que Wayne era un pelmazo, no era idiota y sabía reconocer a un actor brillante:
pronto se dio cuenta de que Roscoe era un titán y ambos forjaron una buena
amistad; dado que el resto del reparto estaba compuesto de críos, se pasaban la
noches bebiendo y recitando a Shakespeare, lo que sorprendió al director Mark
Rydell, quien pensaba que Wayne debía ser medio analfabeto...
Antes mencionábamos la
calidad de la voz de Roscoe. Oigámosla en el original en una brillante escena
de The Cowboys, donde el gesto, el
movimiento y la dicción del intérprete, que pasa de la sequedad a la
amenaza, de la amenaza a la armonía, logran una actuación excepcional. Un justo
homenaje a un grandioso actor.
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