por el señor Snoid
El cuento de las comadrejas es una brillante
comedia que mezcla sabiamente diálogos punzantes, ironía a espuertas,
autoparodia (a la que no escapan ni director ni intérpretes), sofisticada
maldad y el enfrentamiento entre la vieja generación, aquejada de achaques
varios y de nostalgia, y los jóvenes emprendedores de hoy día, sobrados de
soberbia y turbias intenciones.
Para entendernos, este film es una combinación
porteña de Sunset Boulevard y La huella. No nos ponemos
heréticos por capricho. Aquí, una Norma Desmond argentina, Mara Ordaz (Graciela
Borges) vive en un caserón (donde, por supuesto, tiene una sala de cine donde
contempla sus viejas películas) a las afueras de Buenos Aires. Y Eric von
Stroheim se convierte en tres personajes: su marido, un anciano actor olvidado,
Francisco Gourmand (Nicolás Francella), su antiguo director, Norberto (Óscar
Martínez) y el guionista de cabecera de actriz y director, Martín (Marcus
Mundstock). Los cuatro viven feliz y plácidamente en la mansión, lanzándose
sarcasmos, pullas hirientes e ingeniosos insultos, amén de jugar al billar y
darle duro al trago, además de rememorar los “viejos buenos tiempos”, que es lo
que hacemos todos los ancianos. Esta apacible existencia se ve perturbada por
la llegada de una joven pareja que finge atesorar una admiración fanática por
la anciana diva. Pero su propósito, una vez encandilada la actriz, es comprar
la vivienda y convertirla en un resort turístico o en un edificio de
apartamentos (perdón: departamentos). La parejita cometerá el funesto error de
subestimar a la troupe de carcamales, como le ocurría a William Holden con Gloria
Swanson. Y aquí comienza un juego de hostilidades que nada tiene que envidiar a
los mortíferos entretenimientos a los que se dedicaban Michael Caine y Laurence
Olivier en otra regia mansión repleta de secretos.
Y quien está detrás de la función es Juan José
Campanella, uno de los directores más brillantes de los últimos años. Hace
eones, la señora Snoid y yo descubrimos por casualidad al director. Sin saber quién
era el autor ni qué era aquella película, al azar entramos al cine a ver El
niño que gritó puta
(The Boy who cried Bitch, 1991). Asombrados quedamos ante la fuerza y convicción de
un relato que, en otras manos, habría dado como resultado un film tremendista y
maniqueo. La carrera del director ha proseguido con altibajos, pero sus
películas, incluso las que podríamos tildar de “fallidas” siempre poseen
momentos mágicos y felices. Con todo, Campanella cosechó un gran éxito en 2001
con El hijo de la novia, una de las comedias más divertidas y conmovedoras de los
últimos tiempos, y después realizó la que quizá es la mejor película sobre la
dictadura militar que sufrió Argentina en los años 70, El secreto de sus
ojos.
Con decirles que hasta su largo de animación, Futbolín, nos agrada... Y hay
que señalar que Campanella no es uno de esos directores que si no pueden llevar
a buen término un proyecto “personal” se queda de brazos cruzados. Ha dirigido
capítulos de series como House y Ley y orden, demostrando que es un
hombre que sabiamente combina su autoría con encargos más o menos dignos.
En El cuento de las
comadrejas Campanella vuelve a
demostrar su maestría llevando a buen puerto un guión quizá demasiado
brillantemente “literario”. Y cuenta con la inestimable ayuda de un reparto
casi perfecto. ¿Qué podemos decir de Mundstock, si cada vez que aparece en
escena pensamos que se va a arrancar con “El célebre compositor Johann Sebastian Mastropiero...”, o
el director que magníficamente encarna Óscar Martínez, quizá lo mejor del
reparto? Incluso Clara Lago está muy bien interpretando a una perfecta hija de
puta (con acento lunfardo). En definitiva, una comedia muy recomendable. Si aún
la exhiben en algún multicine de su centro comercial predilecto corran a verla:
la han estrenado como de tapadillo y con mínima publicidad.
El cuento de las gitanillas
Al salir de la sala donde se proyectaba El
cuento de las comadrejas, la señora Snoid y un servidor nos topamos con un nutrido
grupo de chiquillas de etnia gitana, de entre doce y dieciséis años, que a su
vez evacuaban el cine donde ponían Los años más bellos de una vida, enésimo regreso de
Claude Lelouch a su gran éxito Un hombre y una mujer. Atónitos nos quedamos.
Y desplegamos la antena por si las niñas comentaban la jugada. Nuestra sorpresa
se convirtió en genuino estupor: “¡Qué bonita!”, “Me ha gustado mogollón”, “Una
preciosidad”. Concluimos que, al menos para el cine francés, todavía hay
esperanza. Y esta se halla en la chiquillería gitana. La señora Snoid, en un
alarde de maldad insólito en tan angélico ser, sentenció: “Indudablemente, la
falta de escolarización es a veces una ventaja”. No todo está perdido.
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