por el señor Snoid
Habíamos oído hablar tanto y tan mal de esta
película que nos picó la curiosidad. Y es que las objeciones que se la
achacaban no nos parecieron muy convincentes. Primero, se acusaba al film de
ser “históricamente poco riguroso”. Desconocíamos que hubiera tal cantidad de
expertos sobre la Norteamérica de 1962. O sobre la vida y milagros del pianista
Donald Shirley. Sin embargo, una película que se estrenó casi al mismo tiempo y
que recibió todos los elogios de la crítica, La favorita, no tuvo que pasar
por el tamiz del puntillismo
pseudohistórico, y, sin embargo, esta cinta se toma tal cantidad de libertades
con hechos y personajes que mucho nos tememos que, o bien la crítica se mostró
muy benevolente (puede que también mareada ante tanto gran angular y bóvedas en
abanico) o bien lo ignora todo sobre la Inglaterra de la época de “Mambrú se
fue a la guerra”. Otro argumento repetido hasta la saciedad era el que se
verbalizaba más o menos así: “Ya verás cómo es la típica en la que el blanco le
enseña al negro las verdades de la vida”. Paternalismo aparte, este argumento
nos parece hasta... racista. Pues casi implica que Toni Lip (Viggo Mortensen)
representa a todos los blancos y que Donald Shirley (Mahershala Ali) representa
a todos los negros. Uno, como hombre negro, no se identifica mucho con Shirley
(demasiado cursi), y, como hombre blanco, tampoco con Tony Lip (demasiado
bestial). La tercera tacha del film es que su responsable, Peter Farrelly, se
ha pasado toda su carrera haciendo mierda. Reconocemos que no hemos visto cosas
como Dos tontos muy tontos, aunque guardamos un recuerdo imborrable de un
momento de la única peli suya que hemos visto, Algo pasa con Mary: la escena que
comparten Matt Dillon y un achicharrado perrito Yorkshire. De cualquier forma,
y admitiendo que el señor Farrelly sólo haya participado en películas infames,
no les ocultamos que nosotros creemos en la redención del ser humano. Aunque se
trate de un director de cine gringo.
Donald instruye a Tony sobre el arte epistolar
El negro que tenía el alma blanca
Donald Shirley tiene un par de problemas. Pese a
que es un virtuoso del piano, que acumula doctorados, grados, másters y
diplomas (no expedidos por esa universidad en la que ustedes están pensando),
es negro. Y gay. Y en 1962 no sabemos qué podría ser peor. Si reflexionan, la
aceptación total del hombre negro homosexual es muy reciente, y, de hecho, en
gran parte se debe al personaje de The Wire Omar Little. No es
descabellado afirmar que hay una época antes de Omar y otra después de
Omar,
pues gracias a él todo varón heterosexual (blanco) deseó, siquiera brevemente,
ser negro, gay, lucir un chirlo espectacular en la jeta, portar una recortada y
llevar gabardina.
Sin embargo, las
dificultades de Shirley son enormes: no encaja con sus hermanos negros
(demasiado culto, demasiado sofisticadamente hortera), no encaja con el mundo
de machos que le ha tocado vivir e incluso no puede tocar ni grabar la música
que a él le apasiona. El film pasa de puntillas sobre su condición homosexual:
sólo una breve escena en la que Lip le rescata de unos baños públicos donde el
sheriff local le ha pillado con un chaperillo. Sorprende que el muy viril
italoamericano Lip no se escandalice. Pero como dirá en otro momento del film,
“He trabajado toda mi vida en clubes nocturnos”: algo que puede traducirse como
“Sé muy bien lo que se cuece en los servicios de caballeros”. La soledad de
Shirley se muestra de forma más eficaz en los sórdidos hoteles
para negros donde tiene que alojarse en su gira sureña: se muestra incapaz de
relacionarse con “su gente”, bien porque se siente demasiado “aristocrático”
frente a los oprimidos negros sureños, bien porque aún es incapaz de
comprenderlos.
Green Book funciona aceptablemente bien como
comedia, chirría un tanto respecto a la descripción de los conflictos raciales
y fracasa cuando adopta un tono excesivamente sentimental. En cuanto a la
comedia, Viggo Mortensen se convierte sin esfuerzo en el centro de la función y
algunos gags
son desternillantes (la parada al cruzar la frontera de Kentucky para ¡degustar
el pollo frito del Coronel Sanders! “El mejor que he probado. Debe ser que aquí
es más fresco”, o cuando describe las virtudes pianísticas de Shirley: “Es como
Liberace, pero mejor”). Asimismo, la película se cuida mucho de recalcar que
Lip no es un mafioso ni quiere serlo: más que un wiseguy es simplemente streetwise. El asunto racial es un
tanto contradictorio: aparentemente, Shirley se embarca en la gira por el Sur
para demostrar (o demostrarse a sí mismo) la valía de un hombre negro. Sin
embargo, su auditorio está compuesto por blancos ricachones que sojuzgan a los
negros, por lo que Shirley aparece como una “rareza”, un producto exótico que
sirve más para tranquilizar conciencias blancas que para provocar el orgullo de
conciencias negras. No es el único equívoco del guión: al comienzo de la
película vemos a Lip en una actitud francamente racista (arroja a la basura
unos vasos que han usado unos obreros negros en su casa). Actitud que no casa
muy bien con lo que vendrá después (acepta sin titubeos trabajar para Shirley).
No obstante, Lip le hace saber a Shirley que el auténtico negro es él: “He
vivido en Queens toda mi vida, conozco a mis vecinos, me he pasado toda la vida
trabajando”: un interesante apunte sobre la torre de marfil en la que vive Shirley
y de la que ha decidido ausentarse brevemente.
Tony degustando el auténtico Kentucky Fried Chicken
También podría argüirse que Green Book es la puesta al día
(post-Obama) de aquellas pelis sesenteras tipo En el calor de la noche o Adivina quién
viene a cenar
esta noche.
Pero quizá estas películas eran aún más tramposas: en la primera Sidney Poitier
era un poli mucho más listo que los personajes interpretados por Rod Steiger o
Warren Oates (tampoco era un logro extraordinario) y en la segunda se ganaba a
los (falsamente) liberales Katharine Hepburn y Spencer Tracy, al demostrar que,
pese al color de su piel, era más blanco que ellos.
Pese a todo, Green Book posee secuencias
excelentes: por ejemplo, la que se desarrolla en el local “para negros” donde
Shirley interpreta un complicadísimo Nocturno de Chopin... para a continuación
juntarse con la banda del tugurio y tocar rhythm&blues... algo que por fin le
permite conectar con “su gente”.
Donald en plan Honky Tonk Man
El director Farrelly no se permite ningún alarde
estilístico. Algo, por otro lado, que es de agradecer. Cámara a la altura de
los personajes. Ningún detalle que interfiera entre el espectador y la
historia. El director simplemente deja que unos buenos actores se luzcan: la
dirección al servicio de los intérpretes y del guión. Salvando las distancias,
lo que hacían en el antiguo Hollywood gentes como Gordon Douglas o Michael
Curtiz cuando contaban con un libreto decente y unos buenos actores.
Se puede objetar que el final del film es
absolutamente inverosímil. Y en buena medida es cierto. Pero, por otro lado,
¿no son inverosímiles, ahora y cuando fueron realizadas, algunas de las mejores
obras de Frank Capra? Green Book es una fábula: acertada en ciertos aspectos, demasiado
explícita en otros, pero no se trata de una película tan despreciable como
parte de la crítica se ha empeñado en tildarla.
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