por el señor Snoid
Hay que reconocer que
salimos del cine un tanto confusos; porque, ¿qué habíamos visto? Quizá un
episodio alargado de ¿Cómo lo hacen? O un
documental sobre Singapur. O un drama familiar. O un recetario audiovisual de
hora y media de duración. Una receta familiar es quizá todo esto a la vez, aunque en ocasiones sus ingredientes no
estén bien combinados, sin que esto le reste gracia al resultado final del
guiso o del film.
Ustedes saben que en esto del cine hay unos pocos axiomas
inmutables: por ejemplo, en un western debe haber algún que otro tiroteo, en
las películas de David Fincher el director de fotografía (sea quien sea) debe
imitar el estilo de Gordon Willis, y en las de Ridley Scott deben aparecer
siempre ventiladores. En el cine japonés nunca ha de faltar el papeo y el
bebercio. No es una crítica: a nosotros nos encanta ver a la gente comiendo
como bestias y poniéndose ciegos de sake. Lo que nos sorprende es que estos nipones estén tan
delgados. Indudablemente, ese pescado crudo no engorda mucho, pero, ¿y el arroz
y los tallarines? ¿las empanadillas de alubias? ¿el tofu? Un misterio. Y no
crean que esta apreciación se debe en exclusiva a lo que se ve en los films
japoneses. En la capital de nuestra provincia abunda el turismo japonés
(últimamente de todo Oriente. Pero cualquier antropólogo les dirá que los
chinos visten fatal, gritan mucho y suelen tener una dentadura pésima; los
coreanos son más horteras en sus atavíos y también vociferan —pero menos— y los
japoneses son un modelo de discreción y escualidez). No es raro que un grupo de
japoneses te pille por banda junto a algún monumento, iglesia, acueducto o
cañón (falso) de 1823 y te implore con una reverencia, “Snoid-san, ¿puede
hacernos una fotografía?”
El argumento de Una receta familiar es sencillo: un joven japonés,
Masato, hijo de padre nipón y madre singapuresa, viaja a Singapur con dos
objetivos: convertirse en un consumado artista del ramen (un caldo cuya preparación requiere
varios ingredientes y diez horas de preparación) y conocer las razones de
porqué sus padres sufrieron tanto a causa de la incomprensión de la familia de
su mamá. Tras ciertas dificultades, el muchacho conseguirá ambos objetivos. Si
bien el asunto de los fogones lo resolverá muy rápidamente gracias a su tío,
propietario de un restaurante, lograr la reconciliación de la familia le
costará más tiempo y esfuerzo. La matriarca del clan, su abuela materna, se
niega a recibirle y darle explicaciones sobre porqué hizo todo lo posible para
amargar la vida de sus padres.
La explicación se halla
en una escena aparentemente cretina: la visita de Masato a un “Museo de la
memoria histórica” donde se entera de todas las barbaridades que hicieron sus
compatriotas durante la invasión de Singapur en la II guerra mundial. Y decimos
“cretina” porque nos pareció muy innecesaria, y explícita en exceso. Pero tras
cierta reflexión, nos dimos cuenta de que esta escena era casi obligada: la
juventud ignora todo lo relativo al pasado inmediato, sobre todo si ese pasado
es horrible. Es decir, que Masato no había leído muchos libros de historia o no
había visto películas tipo El puente sobre el río Kwai o Comando en el mar de la China,
donde se enfrentan británicos y gringos descerebrados contra japoneses sádicos.
Así, mediante un recorrido audiovisual en el museo, el muchacho es consciente
de porqué los habitantes más ancianos de Singapur detestan a los
japoneses con toda su alma. Y nosotros nos acordamos de cómo se aprenden estas
cosas en la escuela japonesa: para cierta parte de su historiografía, fueron
los occidentales quienes les “obligaron” a entrar en la guerra: “Los Estados
Unidos lanzaron un enérgico ultimátum: que Japón devolviera a China todo lo que
había conquistado y que rompiera la alianza con Italia y Alemania” (Kaibara
Yukio, Historia del Japón, FCE, México, pp. 264-265). Intolerable, ¿no? Pues igualito
a lo que saben los chavales españoles sobre la guerra civil y la interminable
dictadura franquista: en un caso, los estadounidenses forzaron a Japón a entrar
en la guerra, y en el otro, Franco nos salvó de todos los males...
Sin embargo, la película no carece de humor. La cicerone de
Masato, Miki, le señala un restaurante donde se hace “el mejor ramen del mundo”. Y añade: “Incluso el
chef Gordon Ramsey vino a aprenderlo aquí”. Inevitablemente soltamos la
carcajada. Pero creemos que el chiste no era tal. Estos orientales son muy
respetuosos (por lo menos en público) con los bárbaros occidentales que se
interesan por sus costumbres (aunque el hecho de que un británico sea un chef
de “fama internacional” es tan exótico como una coproducción entre Japón y
Singapur). O la espartana disciplina que se le impone a Masato para que aprenda
la receta del demonio, o sus intentos de hablar en mandarín...
En cuanto al documental
sobre Singapur, hay que decir que no resulta demasiado atractivo: una urbe
donde conviven edificios coloniales (europeos) con rascacielos de cualquier
procedencia (de Florentino Pérez, de Dubai, de los Estados Unidos) y casuchas
miserables (aunque mucho más limpias que las europeas o americanas). Hay que
admitir, sin embargo, que los mercados de alimentos están muy limpios y
ordenados, aunque los precios, al cambio del dólar de Singapur, son un
escándalo.
En lo que respecta al drama, el director Eric Khoo demuestra
poseer cierta inventiva: es muy brillante el momento de la muerte del padre de
Masato (se nos oculta tras el mostrador del restaurante: no sabemos si se ha
suicidado o ha muerto porque tras su trabajo diario se mataba a beber sake), el
inteligente uso de los flashbacks (el protagonista recuerda episodios de su
infancia que enlazan con las recreaciones visuales del pasado) o la
reconciliación con su abuela (conseguida, en parte, merced a su dominio de la
receta: la seducción a través del estómago), rodada en un largo plano medio en
el que se da rienda suelta a una emoción verdadera.
En definitiva, una película muy agradable de ver —sin que
sea extraordinaria—, modesta en sus propósitos y planteamientos. Eso sí, nada
más abandonar la sala la señora Snoid exclamó:”¡Vamos inmediatamente a comprar
comida china!”. Y es que ver Una receta familiar en horario de tarde aviva la gazuza
de cualquiera.
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