Lo que no lograron la RKO, Columbia, Republic o Universal lo
ha conseguido Netflix: hacer de Orson Welles un cineasta comercial. The other
Side of the Wind es el resultado de una estrategia empresarial sumamente
disparatada: una vez que la compañía se ha hecho con el público cretino que
devora series más o menos gilipollas, ha decidido ampliar su nicho de mercado
resucitando un cadáver para atraer a otro sector de público: el del cinéfilo-maduro-encallecido. Puede que esta vez la artimaña
haya funcionado, pero les aseguro que a este servidor de ustedes no le vuelven
a pillar.
De hecho, Welles, quien se pasó la vida quejándose de sus
desdichas y achacando sus males a las traiciones, estulticia y malévolas
maquinaciones de colaboradores (John Houseman), actores (Joseph Cotten,
Charlton Heston), productores (de los Hakim a Zugsmith, de Cohn a Yates: la
lista es interminable), ha acabado por tener razón. Él es quien posee menos
culpa de que The other Side of the Wind sea lo que es; la culpa queda repartida entre
herederos, productores, antiguos amigos (Bogdanovich en un papel estelar) y un
Frank Marshall en horas muy bajas. Porque, dígamoslo con claridad, el producto
que ha sacado Netflix es una estafa digna de F for Fake. Una falsificación que nada añade a
la gloria póstuma de Welles, pero que tampoco empaña sus pasados logros.
Orson, Bogdanovich, Oja Kodar y unos hippies que pasaban por ahí
Tiempos decadentes
El periodo que transcurrió entre los primeros 70
y 1985 debió ser terrible para Welles. Y no sólo porque tuviera que hacer
anuncios de champán barato para la tele. Se tiró años haciéndoles la rosca a
gentes como Jack Nicholson o Warren Beatty (porque la presencia de una estrella
aseguraría una posible nueva película: The Big Brass Ring fue el proyecto más obsesivo de estos años), pero estos le reían las
gracias y le daban palmaditas en la espalda; sin embargo, a la hora de estampar
su firma en un contrato se volatilizaban. Spielberg compró en pública subasta el
célebre trineo Rosebud (debía ser una
falsificación, porque el de la peli se quemaba), pero se negó a financiar nada
que tuviera que ver con Orson. Cuando parecía que iba a rodar Saint Jack, su amigo Bogdanovich se adelantó y se hizo con la película. Y ahora
le ha devuelto el favor colaborando con entusiasmo en la culminación de The
other Side of the Wind. Quien tiene un
amigo...
Breve manual de cómo no restaurar una película
Uno llega a la conclusión de que los responsables de este
largometraje no están demasiado familiarizados con la obra de Welles. Esto
puede parecer excesivo, pero analicemos algunos detalles. Welles afirmaba que
detestaba las películas “demasiado largas”; los largometrajes en los que tuvo
derecho al montaje final (o casi) no exceden las dos horas: Otelo y Mr. Arkadin tienen una duración de unos 90
minutos; Ciudadano Kane y Campanadas a medianoche no llegan a las dos horas. Si consideramos que la primera
narra toda la vida de un personaje y que la segunda abarca dos obras enteras de
Shakespeare (y alusiones a otras dos) su metraje está más que justificado;
algo que no ocurre en los 122 eternos minutos de The other Side of the Wind. Por otro lado, el feismo visual
del film es poco propio de Welles y apenas hay rastro de esos planos y
movimientos de cámara que eran su marca de fábrica y el vestigio del carácter
expresionista de su cine. Por ejemplo, Welles utilizaba en ocasiones un
procedimiento teatral con métodos cinematográficos: la combinación de
personajes en primer, segundo y tercer plano merced a la profundidad de campo.
Los personajes del fondo comentaban, a la manera del coro, la acción que se
desarrollaba en primer plano. Recuerden la escena de La dama de Shanghai en el parking, cuando O’Hara se
despide de Rita Hayworth y comienzan a aparecer personajes que comentan la
acción o describen a los personajes; o el monólogo del príncipe Hal en Campanadas
a medianoche con
Falstaff en último término del cuadro. En The other Side of the Wind hay intentos de conseguir un efecto
similar, pero lo que reina es la confusión (los planos son demasiado breves;
los actores demasiado incompetentes, lo que se dice carece de interés). El
montaje, algo que quizá Welles cuidaba en exceso, es infame: muchos cambios de
plano son casi una bofetada visual. Cuando Welles quería ser “efectista”, sus
decisiones estéticas estaban justificadas (que gustaran más o menos es otra
cuestión). En este caso, parece que simplemente se ha procurado dar cierta
coherencia (poco conseguida) a un material escasamente trabajado. El director
declaró en cierta ocasión que había dos cosas imposibles de rodar: una pareja
haciendo el amor y un hombre rezando, “porque siempre resultan falsas”. No es
que se rece en The other Side of the Wind, aunque hay un diálogo sobre el sexo de dios que es
verdaderamente sonrojante y totalmente indigno del Welles guionista (parece,
como otros momentos del film, una improvisación de los actores que se rodó y ha
llegado al montaje final). Follar, sí se folla: en la película de Jake
Hannaford hay una escena en un coche en la que Pocahontas (Oja Kodar) casi
viola a John Dale (Robert Random, posiblemente escogido, como gran parte del
reparto, at random).
Si la cosa no fuera tan patética, sería para reírse a carcajadas, porque el
momento es digno de Russ Meyer. En definitiva, no podría haber nada más alejado
de la ejemplar restauración que hizo Walter Murch de Sed de mal que este malhadado The other
Side of the Wind.
A Cast of Thousands
John Huston interpreta maravillosamente a John
Huston. Mucho mejor que Clint Eastwood haciendo de Huston en Cazador blanco,
corazón negro. Y no es sólo una
broma. Huston encarna a un director de cine ligeramente hijo de puta: tal que
Huston, de quien siempre se habla de su vida “aventurera”, de sus cogorzas, de
que hacía películas “alimenticias” (un 80% de su filmografía) porque estaba
siempre sin blanca, de que una de sus esposas le dio a escoger entre ella y su
mascota, un chimpancé, y que él se quedó con el mono, y de mil sandeces más;
pero rara vez se hace mención a lo cabronazo que era. Recordaba Richard Brooks
la razón por la que Truman Capote le escogió para dirigir A sangre fría: “¿Te acuerdas de aquella vez que estábamos en Italia con Huston? Estaba borracho y se puso a decirnos
cosas horribles. Bogart, Bacall y yo acabamos llorando. Tú fuiste el único que
no lloró”. Peter Bogdanovich clava a Peter Bogdanovich: engreído, soberbio,
sabelotodo... El Bogdanovich de principios de los 70 que todo el mundo amaba.
Los protagonistas de la película de Jake Hannaford, Robert Random y Oja Kodar,
son bellísimos (pese a que Oja posea un mostacho considerable) aunque como
intérpretes sean espantosos. También Joseph McBride brilla en sus escasas
apariciones: hace de crítico tontaina y posiblemente es el único miembro
superviviente del reparto que no ha cambiado con el curso de los años: sigue
siendo crítico y sigue siendo un imbécil.
Lo que es realmente triste es ver a excelentes actores
secundarios arrastrándose por la pantalla; algunos de ellos habituales del cine de
Welles (Paul Stewart y Mercedes McCambridge, ambos con el empaque suficiente
para dar cierta vida al film), alguno al borde del delirium tremens (Edmond O’Brien) y otros que, dada
su experiencia y tablas, logran sobreponerse a la inevitable pregunta: “Pero,
¿qué coño estoy haciendo aquí?”, como Cameron Mitchell, quien casi siempre
interpretaba papeles de desgraciadillo y aquí es un desgraciado de marca mayor.
Esto provoca un efecto perverso. Los personajes “negativos”
llegan a hacerse simpáticos. Como por ejemplo el jefe de producción del estudio
(que posee un asombroso parecido con Robert Evans), que frunce
(comprensiblemente) el ceño ante las escenas de la película de Hannaford que se
le muestran, o la crítica de cine que encarna Susan Strasberg, trasunto de
Pauline Kael. Cierto es que Pauline era una bruja. Como también es cierto que
muchas veces daba en el clavo (Cassavetes: “Ella es un orgullo para su
profesión”). Pero Pauline cometió el error de pergeñar The Citizen Kane Book, librito donde todas las alabanzas
y bondades del film de Welles se destinaban al guionista Herman Mankiewicz.
Algo absurdo, pues el guión de Kane es bastante insulso: el misterio de Kane se reduce a la
vacuidad absoluta y los puntos de vista de los personajes, presuntamente
diferentes, no hacen sino mostrar un personaje unidimensional; de hecho, sobre
el papel, la mejor escena es aquella en la que Everett Sloane recuerda a una
muchacha con la que se cruzó brevemente en su juventud y a la que no ha dejado
de rememorar cada día a lo largo de cincuenta años. Escena que, por cierto, era
la favorita de Welles y que este admitía sin reservas que era lo mejor de la
película y exclusivamente obra de Mankiewicz.
Y llegamos al momento de la especulación: ¿por qué no acabó
Welles esta película? Dejemos de lado las habituales explicaciones de falta de
presupuesto, del rodaje a trompicones que se alarga durante años o de que el
director barajaba varios proyectos (fallidos) a la vez. Un argumento razonable
reside en la vanidad del cineasta: muy posiblemente, Welles se dio cuenta de
que el material no estaba a la altura de lo que de él podría esperarse (y de su
propio engreimiento: no olvidemos que de tanto oír que era un genio acabó
creyéndoselo) y no puso el suficiente empeño para terminar el film. Esta es,
visto el metraje, una decisión aceptable y muy coherente por parte de un artista exigente. Por
desgracia, la última palabra no la pudo tener el director de El cuarto
mandamiento.
"Mi última película ha recaudado diez veces más que Fat City", piensa Bogdanovich. "¿Por qué estaré soportando a este gilipollas?", piensa Huston
¿Y qué te parece el "Don Qujiote" que le terminaron hace unos años y que yo, siempre a mis velocidades de vértigo, todavía no he visto?...
ResponderEliminarEspantosa. El responsable del montaje fue el célebre Jess Franco. También duraba horas y horas (en eso se tenía la sensación de estabas leyendo el "Quijote"). Exagero. Quizá fueran 130 minutos o así, pero el montaje vivaz de Welles estaba ausente. Todo cupo ahí: incluso meras pruebas de iluminación y encuadre encontraban su sitio en el montaje final. Lo peor es que parte del material rodado por Welles es propiedad de un italiano que se negó a cederlo... Y para colmo, ¡la voz de Alfredo Landa como Sancho!
EliminarYa he visto "The Other Side of the Wind" y "Don Quijote". La verdad es que la primera me ha resultado muy interesante, aunque también muy confusa; evidentemente inacabada, desde luego. Y es verdad que el resultado dista de ser una obra maestra, pero, con todo, poder asistir a esta última evolución estilística de Welles a mí sí que me ha parecido un esfuerzo. La película dentro de la película, bellísima visualmente. En cuanto a "Don Quijote", aquí sí que comparto plenamente tu opinión: absolutamente prescindible.
EliminarQué suerte. Otra que no he visto pero que no me hace ni puñetera falta.
ResponderEliminarSi te animas a verla (a mí me ha gustado bastante más que Juan), te recomiendo vivamente que antes veas el documental "Me amarán cuando esté muerto", también de Netflix. Orienta enormemente sobre los hilos argumentales en los que trabajaba Welles y su apuesta estética, aparte de contar la rocambolesca historia de la producción. Y ver en el documental las escenas de "la película dentro de la película", sabiendo además que alguna estaba montada ya por el propio Welles, fue lo que a mí me animó a ver el montaje de Netflix. Porque ahí hay planos bellísimos, auténticas virguerías dignas del mejor Welles.
EliminarBueno, ésta sí habrías podido verla cómodamente sentado o tumbado en sofá o cama o tatami... Porque estos de Netflix amenazaban con proyectarla en algunas pantallas de cine, pero al menos en Las Españas, parece que se han olvidado...
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