Todos ustedes son conscientes de que los nazis atesoraban
dos grandes pasiones: invadir territorios extranjeros y exterminar razas
inferiores. Sus dirigentes, en cambio, poseían aficiones variopintas. El Führer adoraba la ópera (sólo las de
Wagner: es decir: no le gustaba la ópera), el cine y juguetear con su perrita Blondi (de quien los historiadores
revisionistas llegan a afirmar que sabía hablar con acento de Suabia); Hermann
Goering, la droga, la mujer y el coleccionismo de arte (en esto se asemejaba
bastante al ídolo internacional Julio Iglesias); Himmler, la gimnasia sueca y
la búsqueda del Santo Grial y la lanza de Longinos; Heydrich tardaba dos horas
en acicalarse por las mañanas, le encantaba mirarse al espejo y tocar el
violín; en ocasiones, tocaba el violín mirándose al espejo. Tan coqueto era,
que el atentado que le costó la vida en Praga se debió en parte a su afición a
viajar en coche descapotable para que la muchedumbre checa pudiera apreciar lo
atractivo que era su virrey.
El que más nos interesa, el ministro de
propaganda Joseph Goebbels, dedicaba su ocio al cine y a la mujer. Si uno suma
cine y mujer el resultado es “actriz”. Y a ellas se dedicaba Joseph con una
pasión tan desenfrenada como la que sentía por el Führer. De hecho, si reflexionamos en estos tiempos en los que el acoso es
un tema candente y en ocasiones tal parece que los plumillas han descubierto en
modo primicia la esclavitud sexual en la industria del cine, hay que decir que
uno de los chascarrillos predilectos de las actrices berlinesas era hacer
chistes sobre la “lombricilla” del ministro de propaganda.
Nuestra heroína Olga no
tuvo problema alguno con la llegada de los nazis al poder. Era una fugitiva del
terror rojo y además de origen alemán. Y por otro lado, tanto a Hitler como a
Goebbels les encantaba Olga. Sobre todo a este último, quien en varias entradas
de sus diarios se refiere a nuestra bella espía como Eine Charmante Frau. Ello no implica que Olga concediera sus favores a la lombriz de
Goebbels: por un lado, Olga sabía guardar las distancias —ya perdonarán la
grosera y machista expresión, pero creemos que ante los dirigentes nazis se
limitaba a hacer de “calientapollas”— y el ministro no daba abasto entre su
legítima y tanta belleza con talento interpretativo que tenía a su disposición.
Y esto lo colegimos por una anécdota muy bella que ocurrió una década después,
en medio de la guerra. Debido al racionamiento de combustible, Olga no podía
usar su cochazo para desplazarse a los estudios (10 Km. andando de ida y otros
10 de vuelta), y le montó en público —en un plató de la UFA aprovechando una
visita del ministro— una escena de furia e indignación a Goebbels que espantó a
todos los presentes.
Pero no adelantemos acontecimientos. Olga siguió rodando
películas a un ritmo vertiginoso en el periodo 1933-1939, aunque la calidad de
las cintas ya no era equiparable a las películas que hizo durante el periodo
mudo y los primeros tiempos del sonoro. Aún así, algunas, como Peer Gynt, Maskerade o París 1900, no son en absoluto desdeñables.
Además, Olga era una estrella internacional que intervenía también en
producciones francesas y británicas (antes de la guerra, naturalmente). Como
era de esperar, Hollywood quiso tentarla, pero Olga estaba obligada a cumplir
con sus otras labores: las del espionaje. Hay que añadir que, curiosamente, los
EEUU le gustaron tanto como a los miembros del Teatro del Arte de Moscú,
quienes hicieron unos bolos en Norteamérica a principios de los años 20: es decir,
nada.
Pese a tanta actividad laboral, Olga sacaba tiempo para
asistir a toda recepción, fiesta, o acto conmemorativo en el que hubiera
jerarcas nazis. Tanta devoción dio sus frutos —aparte de los informes que
enviaba a Moscú— y en 1936 Hitler, quien le enviaba regalos por Navidad y su
cumpleaños, la nombró Artista del Reich. Y de haber podido, creemos que le habría impuesto
también una Cruz de hierro de primera clase con hojas de roble.
Sin embargo, algo extraño ocurrió ese mismo año. Sin dar cuentas a nadie, Olga se casó de improviso con un rico hombre negocios belga, Marcel Robyns. Este caballero era bastante mayor que Olga, y, según las fuentes, notablemente aburrido y dedicado en exclusiva a sus negocios. Olga se aseguró, Hitler y Goebbels mediante, de conservar su nacionalidad alemana. Pero, ¿por qué se casaría con él? Una hipótesis interesante es que Robyns poseía una empresa constructora que había participado en la creación de la Línea Maginot, aquella interminable muralla de búnkers y túneles que los franceses erigieron por si se presentaba una nueva migración germánica hacia el sur. Consiguiera o no los planos, el caso es que Olga abandonó enseguida a su marido exclamando, “No he nacido para mantenida”. E inmediatamente comenzó un amorío con un actor alemán, al que abandonó por un oficial de la Luftwaffe y, muerto este en combate, fue sucedido por un oficial de comunicaciones... Algo que tiene todo el sentido.
El asesinato de Hitler
No fue Quentin Tarantino el primero en imaginar el asesinato
de Hitler por medios cinematográficos. Los soviéticos trazaron un disparatado
plan varias décadas antes de Malditos bastardos. Recuerden al hermano de Olga,
Liev, músico y asimismo agente soviético. Y a su “esposa de conveniencia”,
Mariya Garikovna, políglota, atleta y
también agente de la NKVD.
Como recordarán, los alemanes invadieron la URSS
en junio de 1941. Stalin no daba crédito y tardó tres días en dirigirse a la
población por radio. Las palizas que recibió el ejército soviético durante los
primeros meses de la invasión fueron de órdago. La Blitzkrieg en todo su esplendor y los rusos pensando en retroceder hasta
Siberia. En septiembre, la NKVD planeó el asesinato de Hitler. Admiren la
bizarría del complot. Liev y Mariya huirían de la URSS atravesando la frontera
por Turquía, desde donde serían trasladados a Alemania. Los antecedentes de
Liev eran intachables: ex-oficial del ejército blanco que combatió a los
bolcheviques, origen alemán, hermano de Olga... Seguramente habría colado,
después de que la Gestapo le investigara, que era en efecto un “refugiado
político” (de hecho, había visitado en numerosas ocasiones Alemania en los años
20 y 30 con la excusa del dodecafonismo y el estudio de las canciones de los Minnesänger). Una vez en Berlín, Olga pediría una audiencia al Führer para presentarle a su brillante hermano y a su pobre esposa, otra
víctima del inhumano comunismo ruso, y los tres procederían a acabar con Adolf
en plan misión suicida.
Sin embargo, en noviembre, con los alemanes llamando a las puertas
de Moscú, Stalin canceló el plan. ¿La razón? Pues como era hombre confiado
pensó que, de llevarse a cabo el asesinato de Hitler, su sucesor (fuera quien
fuese) pactaría la paz con los aliados y la URSS quedaría hecha añicos. Malicia
de aldeano georgiano, dirán algunos de ustedes; genio estratégico, pensarán
otros.
A lo largo de la guerra, Olga prosiguió con sus actividades
interpretativas y de espionaje, progresivamente más difíciles ambas. Cuando los
rusos entraron finalmente en Berlín, fue trasladada discretamente a una mansión
de las afueras por el ejército rojo.
Y aquí dio comienzo su leyenda. La prensa sensacionalista se
hizo eco del tratamiento exquisito que los soviéticos dieron a una, en
principio, “traidora”.Y sacaron las conclusiones más obvias. Pero no sólo eso:
también inventaron unas historias bellísimas en torno a Olga y sus relaciones
íntimas con los gerifaltes nazis. La revista inglesa People publicó que en enero de 1945,
Himmler, escamado ya por los rumores (y más que rumores) que señalaban a Olga
como espía, se presentó en casa de esta acompañado por una guardia de corps de las SS. Y se puso a aporrear la
puerta. Pero quien abrió fue Hitler, que despidió a Himmler con cajas
destempladas. Esto, por supuesto, es lo que hoy llaman “posverdad”. Mucho nos
tememos que en enero de 1945 el Führer no estaba para muchos trotes y tenía además otras
preocupaciones...
No obstante, la carrera o las carreras y
correrías de Olga no terminaron aquí. Pero reservaremos apasionantes
revelaciones para la última entrega de esta saga.
Vaya ojazos y modo de mirar. Qué vida tan “de película”. Cuánta aventura. Con qué hermosa languidez altiva deja Olga caer la cabeza hacia su izquierda, mientras Hitler demuestra su interés por lo que estuvieran viendo abalanzándose hacia el escenario.
ResponderEliminarY qué modo el suyo, Sr. Snoid, de contarla con tan variadas y divertidas historietas.
Me he enamorado perdidamente de Olga. ¡Qué le vamos a hacer! A mis años y notar, con sus posts, que un rescoldillo que se aviva en mi frío corazón.
Cuando supe que habrá una continuación de la historia me puse contentísimo.