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En La
golfa: ese pobrecillo oficinista que por
amor acaba en la indigencia
Si
un actor ha aparecido en películas como La
pasión de Juana de Arco, La golfa,
El muelle de las brumas, Boudu salvado de las aguas, L’Atalante, Un drama singular o El
difunto Matías Pascal, lo lógico es que tenga una estatua en cada
villorrio. Y una estatua tipo “El coloso de Rodas”, no como esa birria que
tienen en Vetusta y que inmortaliza al director pedófilo más famoso de los
últimos tiempos. O una estatua en cada una de las decenas de miles de rotondas
que adornan esta Europa suya, esta Europa tan germanófila.
El
actor en cuestión es Michel Simon, quien no sólo era un intérprete
extraordinario sino uno de los seres más bizarros de la historia del cine;
pasemos a plasmar su eminente trayectoria artística y sus no menos eminentes
aficiones.
Michel
nació en Ginebra en 1895. Él solía comentar: “Como las desgracias nunca vienen
solas, ese año también nació el cine”. Dado que su papá era un honesto
charcutero que deseaba que su hijo siguiera sus pasos, Simon hizo lo único que
podía hacer un ser humano con sentido común: poner tierra de por medio e
instalarse en París con cuatro francos (suizos) en el bolsillo. Allí se tiró un
par de años ejerciendo los oficios más diversos hasta que debutó en las tablas
en 1923, en un número de vaudeville donde hacía de payaso y acróbata en el
espectáculo de un prestidigitador. A partir de este momento, Michel ascendió
rápidamente en el mundillo teatral, y de la mano de Louis Jouvet ya era una
estrella en 1929.
Simon
había participado en funciones de aficionados en su Ginebra natal ya en 1920,
pero el frenético mundillo cultural y bohemio del París de los años 20 despertó
su ambición. Años antes, protagonizó un episodio que le honra a nuestros ojos.
En 1915, los suizos hicieron el paripé de una movilización general por si los
alemanes invadían sus bancos y Michel fue reclutado en el peripatético ejército
suizo –sí, ese pacífico país que ha proporcionado más mercenarios a toda guerra
habida y por haber desde que los baleares dejaron de tirar piedras con hondas.
A los pocos meses, Simon fue expulsado del ejército por insubordinación. De
hecho, permaneció más tiempo en el calabozo que haciendo la instrucción.
Simon con una de sus mejores amigas
A
pesar de que debutó en el cine en 1925, nuestro hombre no alcanzó el estrellato
hasta la llegada del sonoro. Y es que Simon no sólo utilizaba su cuerpo con una
precisión y majestuosidad absolutas –algo que se percibe nítidamente en La golfa o El muelle de las brumas– sino que tenía una voz prodigiosa, capaz
de las inflexiones más variadas y sorprendentes. Y a partir de la citada La golfa, Michel se convirtió en una de
las más grandes estrellas del cine francés. Inclasificable, eso sí. Porque no
daba el tipo de galán como Gabin o Fresnay, ni el de villano como Fernand
Ledoux o Marcel Dalio. Así, era un abominable malvado –menorero, por más señas–
en El muelle de las sombras, un cómico
e indómito vagabundo en Boudu o el
entrañable père Jules de L’Atalante. Vamos, que su talento no
tenía límites.
La
vida legendaria de Simon corre paralela a su exuberancia artística. Una de sus
grandes pasiones era pasar el rato en los burdeles. Pero no exclusivamente por
eso de la fornicación. Contaba Renoir que durante el rodaje de Tosca en Roma, Simon se pasaba los ratos
libres visitando palacios romanos y tomando fotografías de los frescos de los
techos. Por las noches, visitaba una afamada casa de putas, se aposentaba en
una banqueta alta y les mostraba las fotos a las pupilas, por eso de enseñarles
un poco de cultura. Cierta noche, el burdel estaba hasta los topes de oficiales
nazis (estamos en 1940), la banqueta ocupada y la madame aterrorizada. Al negársele su aposento, Simon montó un
escándalo, regresó al hotel y le comentó a Renoir: “¡Estoy hasta los cojones de
los frescos de los techos!”.
Robándole la escena a Burt Lancaster en
El tren
Simon
aparece en la autobiografía de la célebre Madame Claude, aquella señora que
montó un lupanar de lujo en el París de los años sesenta. Lupanar donde se
reunía lo más granado de la sociedad parisina: políticos, capitanes de empresa,
banqueros y demás gentes de mal vivir. Según Claude, Michel era uno de sus connoisseurs; es decir, formaba parte de
un grupo de escogidos cuyo cometido era probar a las chicas. “Yo podía apreciar
su belleza física, pero no su disposición. Así que Michel Simon y otros hacían
la labor de manera altruista. Después me comentaban, “Pues no parece muy
motivada, no”, o bien: “Es perfecta”. Pero nos tememos que, aunque Michel nunca
desmintió estas declaraciones (algo que jamás se molestaba en hacer), la historia
es totalmente apócrifa.
Michel con su loro Corneille
Lo que sí es cierto es que Michel profesaba un profundo amor por los animales. En su mansión tenía una especie de zoológico compuesto de perros, gatos, loros y… monos. De hecho, hizo excavar una galería de túneles en la finca para que los animales camparan a sus anchas, sobre todo los simios. En 1966 Michel narraba una historia conmovedora: en los años 40 recogió a un perro “que era como una bola de pelo y pus” en la estación de tren de Milán y se lo llevó a Francia, curó al chucho y ambos vivieron felices durante seis años. Veinte años después, Simon relataba una significativa anécdota: “Me hallaba en la estación de Milán, y, de improviso, me invadió una sensación de tristeza, de amor perdido. Me puse a pensar en todas las italianas que había conocido… Y nada. Al cabo de un rato, me di cuenta: ¡se trataba de nostalgia por el perro!”
En Tire
au flanc: así se maneja una bayoneta
Pese
a que sus apariciones en el cine se hicieron más escasas a partir de los años
cincuenta –sufrió un accidente debido a un maquillaje tóxico que casi le dejó
ciego–, Simon, ya refugiado en papeles secundarios, era muy capaz en su vejez
de avasallar a cualquier actor con el que compartiera plano. Así, en El tren (The Train, John Frankenheimer, 1965) dejaba en ridículo a Burt
Lancaster –que interpretaba a un improbable y obcecado miembro de la
resistencia– y a Paul Scofield, oficial nazi igualmente obcecado que siente
debilidad por el “arte degenerado” (Picasso, Matisse, Dalí, Pisarro, Renoir père y demás) y tiene la disparatada
idea de expoliar los cuadros de esos grandes maestros antes de que los aliados
entren en París. Y en 1967 protagonizó uno de los mayores éxitos del cine
francés, El viejo y el niño. Peli
donde se llevó a matar con el novel (y nefasto) director, Claude Berri, a quien
le hizo saber delicadamente que “un jovenzuelo como tú no pretenderá dirigir a
Michel Simon”. En efecto, como Julio César o Maradona, a veces Michel hablaba
de sí mismo en tercera persona.
Boudu transformado –fugazmente– en un
burgués ejemplar
Michel
también fue un pionero en eso del naturismo y los alimentos biológicos. En sus
últimos años se quejaba con amargura de que el queso de Gruyère no tuviera
gusanos: “Ahora le ponen productos químicos; antes, con rascar un poco la
superficie, eliminabas los gusanos y era delicioso”. Indudablemente, Michel no
debió esforzarse en exceso a la hora de interpretar a Boudu.
Terminemos
con un testimonio de alguien que no era precisamente pródigo en los elogios a sus
colegas. En cierta ocasión, Charlie Chaplin organizó una proyección privada en
su casa. Y así la presentó: “Os voy a enseñar al mejor actor del mundo”. La
película era La golfa.
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