Hollywood,
1936. El director de producción de la MGM, Irving Thalberg, escucha un domingo
por la noche la retransmisión radiofónica semanal de la Orquesta Sinfónica de
Nueva York. Por lo habitual, el programa ofrecía piezas de Beethoven, Brahms o
Berlioz, pero en esa ocasión se interpretó la Noche Transfigurada de Schönberg, obra compuesta en 1899 y
estrenada en 1902. Thalberg decide que es la música “ideal” para la que será su
última película, La buena tierra, un
éxito de ventas de Pearl S. Buck que mostrará en la pantalla a Paul Muni y a
Luise Rainer haciendo de chinos en una China no muy alejada del centro de Los
Ángeles.
Schönberg
se encontraba también cerca de Hollywood. Había escapado de Alemania en octubre
de 1933 y tras penosos avatares llegó a Estados Unidos un mes más tarde. En la
tierra de las oportunidades, le costó dios y ayuda encontrar empleo. Sin
embargo, en 1934, consiguió un trabajo como profesor de composición en la UCLA.
Dado que la USC (Universidad del Sur de California) le había invitado a dar una
conferencia, la UCLA contraatacó ofreciéndole un puesto docente. Por una
cuestión de rivalidad entre universidades, Schönberg obtuvo un magro empleo que
le proporcionaba unos 5000 dólares anuales, la misma cantidad que se embolsaba
Thalberg semanalmente. Ni la universidad ni sus alumnos ni el sueldo
entusiasmaron al compositor: “Mi trabajo aquí es tan inútil como si Einstein
estuviera dando clases de matemáticas en un instituto de secundaria”, le
escribió a un amigo.
Thalberg,
que tenía la reputación de ser un “genio”, un “niño prodigio” y, además, un
intelectual (escuchaba música clásica y leía best-sellers: comparado con Mayer, Goldwyn, Zukor y compañía era
ciertamente una lumbrera), encargó a sus ayudantes que localizaran a Schönberg.
Asombrado quedó cuando le comunicaron que el músico residía en la ciudad. El
productor hizo que Salka Viertel mediara para entrevistarse con el misterioso
Arnold. Este preguntó: “¿Cuánto van a pagar?”. “Unos 25.000 dólares”, se le
respondió. Se concertó una cita en el monumental despacho del productor en las
oficinas de la Metro: “A las tres en punto”. Las tres y media y Schönberg no
aparece. Thalberg se irrita y manda a un batallón de secretarias y ayudantes en
busca del escurridizo Schönberg. El compositor se había unido a la visita
turística de las instalaciones de la Metro en la creencia de que Thalberg había
organizado la visita exclusivamente para
él, pues le pareció de lo más normal que se le mostrara el lugar para que
juzgara si le apetecería trabajar en un estudio como la Metro. Se le llevó en
volandas al despacho del mandamás y Thalberg comenzó muy halagador:
—La otra noche escuché la deliciosa
música que compuso usted…
—Perdone, pero yo no compongo “música
deliciosa”—le cortó Schönberg.
Thalberg
quedó perplejo: ¿un profesor ya anciano, mal pagado, con un traje lamentable,
se atrevía a contradecirle? Si alguien era infalible, era Thalberg, reflexionó
Thalberg. Pensó que el compositor debía ser una especie de genio estrafalario,
así que se puso a explicarle lo que quería de él. Quería una música “intensa”
para una película ambientada en China. Sufrimiento, romance, un desprendimiento
de tierras (las cosas habituales que ocurren en China). Schönberg escuchó unos
momentos e interrumpió de nuevo a Thalberg:
—Verá,
señor Thalberg. La cuestión es que la música de cine es básicamente una basura:
monótona, dulzona, cursi… mediocre en el mejor de los casos. Y esa forma
ridícula de puntear la acción como si se tratara de una opereta barata…
Thalberg
enmudeció. Schönberg, pese a su traje raído y a su sueldo de miseria, parecía
tener una seguridad en sí mismo similar a la del productor. Se explayó un buen
rato sobre lo que opinaba sobre la música cinematográfica y añadió:
—Naturalmente,
tendré que trabajar con los actores…
—¿Con
los actores? —El desconcierto de Thalberg iba en aumento—. Pero, mi querido
señor Schönberg, ¡es el director quien dirige a los actores!
—Nada
le impedirá hacerlo, naturalmente, después de que yo haya acabado con ellos. La declamación de los actores de cine es
algo espantoso. Tendrán que hablar en la misma tonalidad y en una clave similar
a la de la música que yo componga.
Thalberg
no salía de su asombro. No sabía qué replicar. Le entregó al compositor una
copia del guión de La buena tierra,
le deseó buena suerte en lo que “sin duda será una fructífera colaboración” y
le dijo a Salka Viertel: “Es un hombre notable”.
Thalberg escucha a Schönberg
Schönberg escucha a Thalberg
Como
es lógico, Thalberg pensó que nadie en sus cabales rechazaría una oferta de la
MGM: “Ya verás cómo compone la música según mis instrucciones”, le confío a uno
de sus ayudantes. Schönberg tenía otras ideas. Al día siguiente, carta
mediante, le hizo saber al productor que no sólo insistía en tener control
absoluto en cuanto a la música y los diálogos, sino que sus honorarios tendrían
que duplicarse.
Un
par de semanas más tarde, cuando a Thalberg se le preguntó qué había decidido
sobre el trato con Schönberg, dijo que el “consejero técnico chino” había
encontrado un disco con canciones populares chinas, se las había hecho llegar
al jefe del departamento de sonido, y éste al compositor Herbert Stothart,
quien estaba componiendo una “música encantadora”.
El
otro final de la historia se halla en una carta que Schönberg escribió a Alma
Mahler: “Estuve a punto de escribir la música de una película, pero por suerte
pedí cincuenta mil dólares y ello, también por fortuna, fue excesivo. De lo
contrario, habría sido mi fin”.
La
buena tierra: realismo chino
Thalberg
murió el 14 de septiembre de ese mismo año, a los 37 años de edad. La buena tierra fue la última película
que produjo y la única en la que su nombre aparece en los créditos. Su mala
salud y su absoluta dedicación al trabajo fueron, según se dice, las
principales causas de su prematuro óbito. Nosotros no descartamos que su
encuentro con Arnold Schönberg tuviera algo que ver. El compositor murió el 13
de julio de 1951 en Los Ángeles a los 76 años. En el intervalo que transcurrió
entre su encuentro con Thalberg y su fallecimiento, finalizó algunas de sus
obras más conocidas –como su Concierto para piano– y escribió cuatro libros de
teoría musical –entre ellos sus Fundamentos
de composición musical, publicado en 1967.
Como
ustedes bien saben, el lema de la Metro es Ars
Gratia Artis…
Maurice Ravel venía a decir, refiriéndose a la escuela de Schoenberg y la música serial, que era romántica y severa a la vez. Romántica, porque quiere romper las viejas normas armónicas y severa, por las leyes que se impone y porque no se fían de la odiosa sinceridad, madre de las obras imperfectas.
ResponderEliminarLa música de Schoenberg, hoy en día, se me antoja bastante aburrida, sin espíritu, sin alma. Pelléas y Melisanda apenas aguanta un pase.
En la supuesta “batalla” con Strawinsky, ganó el ruso. Como diría Debussy a propósito de La Consagración de la Primavera: es algo extraordinariamente feroz. Y lo sigue siendo.
La teoría musical está muy bien, pero, por suerte, la música no es una ciencia.
R. Chipeska
Precisamente en eso de que "la música no es una ciencia" las huestes dodecafonistas se le echarían encima, querido Chipeska. Me da que Schönberg no consideraba a Stravinsky un rival de mérito (el hombre era un tanto soberbio). Por cierto que también Igor tuvo una relación divertida con el cine: cuando vio "Fantasía" se cagó en Disney, en los dinosaurios y en la madre de Stokovski...
ResponderEliminarPosiblemente el enfado de Igor, viniese más por temas pecuniarios, que por el corta-pega que Disney hizo de La Consagración en la película Fantasía. Parece ser, que el compositor ruso estaba satisfecho del resultado tras el estreno, y que el cabreo fue posterior.
ResponderEliminarPor otro lado, creo que de los dodecafonistas, el más interesante sigue siendo Alban Berg. Wozzeck y, sobre todo, Lulú (dedicada a Schoenberg), me parecen excepcionales. Será porque, como también decía Strawinsky, son obras que, además de su compleja estructura matemática, nacen libremente de la expresión del sentimiento puro.
Suyo afectuoso, R. Chipeska
Coincido en su aprecio por Berg. Es el único de esa banda que me emociona. Me dice la señora Snoid que, para ella, lo mejor de Peleas y Melissande es el silencio... Qué muchacha.
ResponderEliminarEl cabreo de Igor no sólo se debió a motivos pecuniarios, al parecer. La versión de "Mister Stokovski, Mister Stokovski" le pareció una basura...
Suyo siempre,
Snoid