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En efecto: también, en ocasiones,
leemos libros. De hecho, ahora mismo en la redacción, dado que no tienen nada
provechoso que hacer, el hermano Francisco está leyendo lo último de Zizek, Mi filosofía es un chiste, y Gorostidi
está afanado con un volumen titulado Los
cien días, que, a lo que parece, pertenece a la saga Aubrey-Maturin. El
problema es que con la edad uno se va haciendo más irritable e impaciente: así,
ha poco leímos la mitad de Los vasos
comunicantes del último prestigioso bluff
francés, Houllebecq, y procedimos a arrojarlo a la basura (en el contenedor de
papel, por supuesto), porque si uno quiere leer una novela el que le den el
cambiazo por un tratado chungo de sociología se hace insoportable. Y, ¿qué
podemos decir de los libros que versan sobre cine? Nada más ver un epígrafe
tipo “Estrategias de resistencia contra las nuevas estéticas de posproducción”,
el alma se nos cae a los pies y el libro a la caneca. Y además pensamos, al
igual que Enrique Espuelardiente, que “Time must have a stop”. El volumen que
vamos a comentar, Jean-Pierre Melville.
Crónicas de un samurái, no lo hemos tirado a la basura. Ni mucho menos.
Digámoslo sin ambages: el libro de José
Francisco Montero es la mejor monografía que se ha escrito sobre Melville. “Es
que no hay tantas”, me dirá alguno de ustedes. Muy cierto. Pero hay decenas
sobre Ford, Hawks, Buñuel o Mizoguchi y nosotros
sólo salvaríamos de la quema dos o tres de cada uno de esos directores. Estas Crónicas de un samurái están a la altura
del monumental Los proverbios chinos de
F. W. Murnau de Berriatúa, los excelentes volúmenes de Antonio Santos sobre
Ozu y Mizoguchi o el espléndido estudio de Jesús G. Requena sobre Eisenstein.
Volúmenes en los que se encuentra una asombrosa erudición, una estupenda
capacidad de análisis y un gran trabajo de investigación previo. Y el libro de
Montero tiene un enorme mérito adicional, pues se separa totalmente del estilo
de los estudios anglosajones más recientes, es decir, el sensacionalismo puro y
duro. Así, no hay sino ver los últimos libros dedicados a Ford (el John Ford de Scott Eyman o el Searching for John Ford de Joseph
MacBride) para ver por dónde van los tiros: el autor de Wagonmaster era tiránico, antisemita, mal padre, mal marido,
anticomunista furibundo, y, de estar vivo, habría votado a Esperanza Aguirre.
Algo similar ocurre con el Fritz Lang
y el Clint Eastwood de Pat McGilligan. Éste último podría haberse titulado Las eróticas aventuras de Clint Eastwood.
McGilligan explora sin tregua la faceta de Clint que todos conocíamos: que se
tira a todas sus esqueléticas co-protagonistas y a todo lo que se ponga a su
alcance. De hecho, cuando llegamos a Los
puentes de Madison, el estudio que hace el autor no va de “Es una
peliculilla que no puede ocultar su origen en una novelita sentimental: porno
para mujeres” o “Eastwood logra sublimar un material inmundo y crea una obra
conmovedora”. No. A McGilligan sólo le interesa si Streep y Clint “lo hicieron”
o “no lo hicieron”. Él está seguro de que sí, y se apoya en rumores de miembros
del equipo de rodaje (sin citar nombre alguno).
Pierre
Grasset y Jean-Pierre Melville en Dos hombres en Manhattan
Montero no cae en semejante error. La
información que se nos da sobre la andadura vital de Melville es la justa y
necesaria, así como es exhaustiva la que se nos proporciona sobre el contexto
histórico y artístico en el que se movía el cineasta, sin caer jamás en el
innecesario chismorreo o en esos alardes de erudición que a veces parecen (y
son) puro exhibicionismo por parte de quien escribe. Algo que, por otra parte,
Montero podría haber hecho sin problemas. Cuando escribe sobre Les enfants terribles emparenta la
novela de Cocteau con Pierre y las
ambigüedades de Melville (Herman), algo que nos deja pasmados, pues
pensábamos que éramos los únicos que habían leído la novela del norteamericano
y, en segundo lugar, la afinidad no puede ser más acertada.
Lino Ventura
en El ejército
de las sombras
Crónicas de
un samurái
abarca casi todos los aspectos del cine de Melville: desde su marginalidad
–tanto en el cine francés de su tiempo como para la historiografía
cinematográfica— a la evolución de su inconfundible estilo, pasando por las
relaciones de sus películas con las producciones francesas y norteamericanas contemporáneas
a su obra, el Melville adaptador de textos ajenos y la posible herencia que
éste dejara a los cineastas venideros.
Mathilde
(Simone Signoret) a punto de ser ejecutada en El ejército de las sombras
Montero estudia cuidadosamente la
puesta en escena de Melville; se destaca lo más obvio: el laconismo, cierta
austeridad narrativa que se convierte en morosa en determinadas escenas, la
impasibilidad de unos actores que parecen actuar dentro de una ritualizada Danza de la muerte… Pero no olvida esos
aspectos que jamás se subrayan: por ejemplo la maravillosa fluidez de Melville
a la hora de mostrar escenas con abundante diálogo. Los ejemplos de Les Enfants terribles, Le silence de la mer o de Léon Marin, pêtre son los más
llamativos, y, sin embargo, Montero destaca con justicia esos momentos de
exuberancia verbal en las películas más sobrias de Melville: por ejemplo, la
maravillosa escena de Hasta el último
aliento en la que el comisario Blot ejecuta una pequeña pieza teatral en el
restaurante donde un gángster ha sido asesinado: casi un monólogo de más de
tres minutos de duración (los trabajadores del restaurante y los subordinados
del comisario apenas emiten monosílabos) en el que el comisario narra con
precisión los hechos que han sucedido antes de su llegada (hechos que el
espectador ha visto) con un talento interpretativo espectacular (cortesía de
Paul Meurisse) y con una puesta en escena modélica por parte de Melville.
El sicario
más cool de la historia del cine
Montero desmonta varios mitos muy
extendidos sobre Melville y su obra. Por ejemplo, la misantropía. Que las
mujeres en los filmes de Melville, sobre todo en su última etapa, carecen de
todo interés es una afirmación propia de espectadores perezosos. Cierto es que
casi siempre nos hallamos en mundos masculinos, pero las mujeres que se atreven
a internarse en esos mundos van a tener una importancia capital. Uno de los
momentos más emotivos del cine de Melville se halla en Hasta el último aliento, cuando, sentados frente a frente, Gu y
Manouche se despiden y Gu posa su mano sobre la de ella. Un momento mágico que
dice más sobre el pasado de ambos personajes y su imposibilidad de un futuro en
común que cualquier diálogo explicativo. ¿Qué es lo último que hace Costello
antes de inmolarse en el club en El
silencio de un hombre? Visita por última vez a su amante, Jane, para
cerciorarse de que la muchacha está bien y de que no ha sido amenazada por la
policía. O el trascendental papel de la pianista negra en esta película. En El ejército de las sombras, quizá la
obra maestra de Melville, el personaje de Mathilde sirve para apuntalar, con su
muerte al final del film, lo que la narración ha establecido desde su comienzo:
que el heroísmo y la abnegación de los miembros de la resistencia se debe a su
implacabilidad. Mathilde comete un error que puede poner en peligro a la
organización: Matilde ha de ser eliminada por sus propios compañeros. Un código
de conducta que, como bien señala Montero, emparenta El ejército de las sombras con las películas “negras” de Melville.
Delon debía
estar en muy buena forma para acarrear con semejante llavero
Comenta Montero que en los films de
Melville la puesta en escena aprovecha los rituales y los aspectos míticos de
los géneros que aborda, renovándolos y vigorizándolos. Muy cierto. Pero el
mundo de los gángsters de Melville es totalmente creíble en sí mismo, tanto en Bob le flambeur como en la fallida Crónica negra. A veces, cuando se ven
películas “negras” contemporáneas, uno tiene la sensación de que más que a una
narración, está asistiendo a un ensayo-representación que ha cogido retales de
películas antiguas. Ello no ocurre jamás en Melville. El rigor con que muestra
a los personajes en sus ambientes es excepcional, digno de un Balzac o del
mejor Visconti. El efecto de “extrañeza” se debe quizá a que a Melville le da
pánico el sentimentalismo (por ello, cuando las emociones suben a la superficie
en sus películas suelen producir escenas memorables) y a que al espectador se
le da un mínimo de información (el director exige que los espectadores
participen en la creación del film). Por otro lado, bien poco nos interesa si
el retrato del hampa en Francia durante los años 50 y 60 es fidedigno o no.
Desde luego, no era ése el tipo de realismo que buscaba el director. Si
comparamos El ejército de las sombras
con otras películas contemporáneas sobre “la resistencia”, tipo El tren (The Train, John Frankenheimer, 1965) o ¿Arde París? (Paris brûle-t
il?, René Clément, 1966), nos damos cuenta del rigor y de la grandeza de
Melville.
Posiblemente, el capítulo más difícil
es el que concierne a “herencia Melville”. Difícil resulta establecer la
influencia del director en el cine que se hizo tras su prematura muerte. Es
evidente su huella en el Driver de
Walter Hill, en cierto cine negro “de denuncia” italiano, en los policíacos de
Alain Corneau e incluso en un cineasta tan aparentemente alejado de Melville
como Maurice Pialat. Nosotros pensamos que más allá de un John Woo o un
Tarantino (cuyo cine reconocemos que nos interesa bien poco) un posible
heredero directo del francés es Aki Kaurismaki, director que no desdeña
alternar guiones propios con adaptaciones ajenas, es tan lacónico y sobrio como
Melville y tiene también un soterrado y socarrón sentido del humor.
El volumen posee, sin embargo, algunos
fallos: hay un número de erratas bastante elevado, algún que otro lapsus (“el
Dick Martin de Rio Bravo”), algunos
defectos de estilo (Montero emplea el horrible e inexistente verbo
“complejizar” en un par de ocasiones), algunas coletillas se repiten en exceso
(“algo que veremos más tarde”)… fallos que pueden atribuirse a una posible
premura en las últimas fases de la edición. Y lo que echamos en falta, dada la
cantidad de referencias que emplea Montero –por lo habitual, muy acertadas—, es
un índice onomástico y de títulos. Defectos que deseamos sinceramente se
enmienden en una segunda edición. Por lo demás, Crónicas de un samurái es un libro espléndido.
Genial reseña, enhorabuena!
ResponderEliminarEstoy entre adquirir este y otro de Carlos Aguilar. ¿lo has leído o tienes referencias? Por lo que he encontrado en internet, parece que este profundiza más, pero no lo sé...
Un saludo!
Gracias por los inmerecidos elogios. Nosotros creemos que este es mejor que el de Carlos Aguilar... Pese a los buenos ratos que nos hizo pasar Carlos con su "Guía del video-cine", ese volumen que le convirtió en multimillonario. No se le puede negar apasionamiento y ciertos apuntes muy acertados, pero... Es que en general la colección de "Directores" de Cátedra nos da un poco de pereza: o bien son absolutamente atroces (como el de John Ford) o son resúmenes de tesis doctorales (decenas) o ya directamente encargos que se escriben en un mes o dos. Hay excepciones, claro, como el de Eisenstein de Requena, los de Ozu y Mizoguchi de Santos y alguno más...pero, vaya, que a pesar de que Carlos Aguilar nos cae bien (pese a su pasión por Sergio Leone) nos quedamos con este...
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