Por el señor Snoid
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Totò en
actitud principesca
Hoy aprovechamos la alharaca montada en
torno al aniversario de la muerte de Pasolini para homenajear a uno de los
intérpretes más geniales de su cine: Antonio Griffo Focas Flavio Angelo Ducas
Commeno De Curtis de Bizancio Gagliardi: para abreviar, Antonio De Curtis, y
para el siglo, Totò.
Totò como
Marco Antonio en el supermercado de esclavas
¿Olvidado Totò? Quizá no en Italia,
donde aún ponen en la tele sus innumerables películas, pero en otras partes del
mundo nuestro hombre es prácticamente un desconocido. Y es que la exportación
del talento cómico nacional allende sus fronteras suele ser complicada.
Nosotros aún recordamos cuando de niños nuestros padres y abuelos nos animaban
a ir al cine a ver películas de Cantinflas. Salía uno anonadado por la
gesticulación de aquel señor con un bigote rarísimo y por el extraño idioma en
que se expresaba. O piensen en un Fernandel o en un Louis de Funes: individuos
galos que hacían tantas muecas y aspavientos como el mexicano, y maldita la
gracia que tenían ellos y sus películas. O el gringo Bob Hope, en solitario o
en pareja con Bing Crosby. Este problema del nacionalismo cómico nos ha hecho plantearnos una y otra vez la
misma pregunta: ¿les hará gracia a los húngaros Paco Martínez Soria? Piensen
que los grandes talentos cómicos de los que todos se acuerdan empezaron con el
mudo: Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Max Linder y mil más. Casi todos se
estrellaron con el sonoro, excepto Chaplin, que cuando muy tardíamente –Tiempos modernos no cuenta- se puso a
hablar en El gran dictador, hizo que
el vagabundo se convirtiera en un líder mesiánico antifascista, como un Iñigo
Errejón avant la lettre, y ya no hubo
quien le hiciera callar. Pero la puntilla se la puso él mismo con Monsieur Verdoux, donde el vagabundo se
transforma en un nihilista misántropo que abomina de la sociedad entera.
Hay excepciones a la regla, por
supuesto: los hermanos Marx tenían un genuino talento verbal gracias a Groucho
y, en menor medida, a Chico. O Jacques Tati, quien muy astutamente no abría el
pico y trabajaba ante todo el gag
visual. O Jerry Lewis, a quien más de la mitad de ustedes odia, que debutó en
solitario con El botones, una
película cuyo humor es fundamentalmente visual… como lo son los mejores
momentos de sus films posteriores. En definitiva, todo cómico que triunfara en
los tiempos del sonoro sabía muy bien que en el cine predomina la acción física
y que las palabras son un asunto secundario. Incluso lo sabía un tipo con la labia
y la capacidad imitadora de Peter Sellers, quien para conseguir uno de sus
primeros trabajos llamó por teléfono a un productor haciéndose pasar por
Laurence Olivier, gran amigo de aquél. El “amigo” aceptó la sugerencia de
“Larry” respecto a “ese joven, prometedor y talentoso actor” creyendo que era
la misma persona a la que conocía desde hacía más de veinte años, y Sir
Laurence, cuando tiempo después se enteró de la argucia de Sellers, se puso
hecho un basilisco.
Pero volvamos a Totò. Pese a nacer en
uno de los barrios más pobres de Nápoles, La Sanità, el pequeño Antonio era
hijo ilegítimo de un marqués. Esto no tiene nada de extraño, y en Nápoles menos
aún. Recuerden que ese lugar ha sido invadido por los pueblos más diversos, y
que cada nuevo conquistador, fuera aragonés, francés, moro u hotentote, lo
primero que hacía era repartir títulos nobiliarios como un desaforado para
ganarse al populacho. Así, hoy en día, los napolitanos son el pueblo con más
renta de títulos aristocráticos per cápita, y todo gracias a un centenar de
invasiones.
Totò
echando una ojeada
Totò descubrió su vena cómica gracias a
la Gran Guerra o I Guerra Mundial. Los italianos, tradicionales aliados del
Imperio Austro-húngaro, decidieron hacer una de esas magistrales maniobras estratégicas
que sólo les han proporcionado disgustos: declarar la guerra a Austria. Y un
Totò de 17 primaveras se alista voluntario como un campeón, dado que era joven,
inexperto y aún no se había escrito la novela Sin novedad en el frente. Muy pronto Totò se dio cuenta de que el
ejército y la guerra no se parecían mucho a lo que se veía en las pelis de
Maciste, y decidió alejarse del frente con la excusa de un cúmulo de
enfermedades, todas ellas fingidas: un ataque al corazón, neurastenia, malaria
(¡en la frontera entre Austria e Italia!), disentería, piedras en el riñón y en
la vesícula figuran en la hoja de servicios del recluta Totò, que más parece el
informe de la planta de geriatría de un hospital. Sin embargo, un astuto cabo
sospechaba de Totò y se dispuso a hacerle la vida imposible. De aquí procede
una de las famosas coletillas del cómico: “¿Qué somos, hombres o cabos?”. No
obstante, el bueno de Totò logró permanecer a mucha distancia del frente
durante toda la guerra.
Una vez licenciado con honores, y
sabiendo que tenía talento para la actuación, Totò probó suerte en las tablas,
donde enseguida se hace un nombre en el teatro cómico y de variedades y en 1933
ya es dueño, director e intérprete principal de su propia compañía. En 1937
protagoniza su primera película –haría 96 más- Fermo con le mani, que
fue un pequeño fracaso. Diez años después se convirtió en el actor italiano más
popular y taquillero gracias a I due
orfanelli, y ya su éxito fue imparable (llegó a hacer seis películas en
1954) hasta su muerte en 1967. La película típica de Totò consiste en la
aparición de un personaje excéntrico en torno al que gira una trama
disparatada: cuanto más disparatada, mejor. Así, en Un turco napolitano interpreta a un ladronzuelo evadido de la
cárcel que adopta la identidad de un eunuco turco; en Mi mujer es doctor encarna al detective privado ¡Mike Spillone!, en
La banda degli onesti a un
falsificador de dinero; en La ley es la
ley es un contrabandista que ejerce el oficio en la frontera franco-italiana
y sufre el acoso de un estricto inspector de aduanas francés, hasta que se
entera de que el inspector nació en el lado italiano de la frontera… En
definitiva, Totò se interpretaba a sí mismo a la vez que interpretaba a un
arquetipo que entusiasmaba a los italianos: el poverello que se burla de la ley y acaba triunfando o cambiando su
profesión de pequeño criminal por algo mejor…
Totò en una
delicada situación
Si había algo que le gustara a Totò más
que el cine o el teatro eran los títulos de nobleza y las damas. Si ustedes
pensaban que eso de que los feos con labia triunfan con las mujeres era un
mito, es que no conocen la carrera de conquistador de nuestro héroe. Totò deja
a un feo-oficial-que-adoran-las mujeres
como Serge Gainsbourg a la altura de un grumetillo. En 1928 conoció a una
auténtica femme fatale, Lilliana
Castagnola, un sex-symbol del momento
por la que se habían suicidado varios hombres. En 1930 la que se suicidó fue
ella, debido a las continuas infidelidades de nuestro Casanova. Totò se consoló
de la única forma posible: en brazos de otras mujeres. En 1933 tuvo una hija de
Diana Rogliani, a la que bautizó con el nombre de Lilliana en homenaje a la
bella suicida que encontró la horma de su zapato. Con 54 tacos, y después de
haber folgado con cientos de féminas, Totò decidió sentar cabeza y se casó con
una chiquilla de 21 añitos, Franca Faldini (a su anterior esposa, Diana, la
había conocido –no sabemos si bíblicamente- cuando ella tenía 16). Y dado que
era un personaje público tan importante como el presidente de la república o el
jefe de la Camorra, decidió explicar sus motivos en una carta enviada a todos
los periódicos: "Tengo el sentido de la medida y el sentido del ridículo,
Franca es mucho más joven que yo y no habría soportado los comentarios malignos
del prójimo; el actor Totò debe hacer reír, pero el hombre Totò, o más bien el
príncipe De Curtis, nunca. El príncipe De Curtis es, lo sabemos, una persona
seria".
Un tipo
serio: la película es Arena
e fifa
Y es que, como les decíamos, Totò, una
vez instalado en el estrellato, no sólo acumuló conquistas, sino además una
impresionante colección de títulos nobiliarios. Respiren hondo: alteza
imperial, conde palatino, caballero del Sacro Romano Imperio, exarca de Rávena,
duque de Macedonia y de Iliria, príncipe de Constantinopla, de Sicilia, de
Tessaglia, de Ponte de Moldavia, de Dardania y del Peloponeso, conde de Chipre
y de Epiro, y conde-duque de Drivasto y de Durazzo. Los títulos nobiliarios de
Totò, por supuesto, tenían su origen en alambicadas tramas que hubieran sido
dignas de sus películas. Por ejemplo, en 1938 se hizo adoptar por el marqués Francesco Gagliardi a cambio de
proporcionarle a éste una renta vitalicia y hacerse con el derecho de usar
todos sus títulos. Totò, sin embargo, se tomaba su heráldica condición con
naturalidad. Cuando en un rodaje le presentaban a algún actor o actriz por vez
primera, le decía con inequívoca sorna napolitana: “Puedes llamarme alteza”.
Nosotros, ignoramos por qué, siempre que vemos El Gatopardo, cuando llegamos a la escena en que Burt Lancaster se
va de putas a Palermo, le abre la puerta su entretenida y esta exclama
“Principone mio!”, pensamos en Totò.
A pesar de una actividad tan
vertiginosa, Totò tuvo tiempo para aparecer en un puñado de películas
memorables, como I soliti ignoti
(titulada estúpidamente en España Rufufú)
y El oro de Nápoles.
Desafortunadamente, Dov’è la libertà,
de Rossellini, fue una ocasión desaprovechada. En un principio, Rossellini
estaba entusiasmado ante la posibilidad de trabajar con Totò; además, el punto
de partida argumental era perfecto para ambos: Totò interpretaba a un hombre
que se ha pasado veinte años en la trena por matar a su esposa a causa de los
celos, es puesto en libertad, halla que la sociedad es insoportable y decide
volver a la cárcel. Y aunque la peli posee buenos momentos y el tratamiento del
asunto no es bufo sino extremadamente cruel, la cosa no acaba de funcionar.
Quizá el problema está en que Roberto, como sucedía a menudo, se aburrió enseguida,
rodó poco material, tras dos meses de rodaje le pasó el testigo a Mario
Monicelli (incluso Fellini rodó un par de escenas) y la película tardó más de
dos años en estrenarse. En cierta ocasión, Rossellini llegó al rodaje a las 6
de la tarde mientras que todo el mundo estaba esperándole desde las ocho de la
mañana. Y llegó a los mandos de un bólido, con casco y todo. Se excusó ante la
estrella diciéndole: “Es que he tenido que hacer un importante recado para
[Carlo] Ponti”. Totò puso su mueca más aristocrática y le respondió: “No pasa
nada. Pero ahora el que va a esperar eres tú”. Y se largó dejando a Rossellini
con la boca abierta (algo que parece imposible).
Y es que el príncipe de Curtis odiaba
perder el tiempo, ya que no sólo trabajaba sin tregua y los ratos libres los
dedicaba a ir detrás de las señoras (o delante), sino que también componía
canciones y escribía poesía (era un brillante escritor satírico). Una de sus
obras, La filosofía del cornudo -esa
obsesión que comparten italianos y españoles- es una pequeña obra maestra
olvidada.
Mucho mejor le fueron las cosas con
otro director “artístico”, pero que en persona era mucho menos divo que
Roberto: Pasolini. De hecho lo mejor de la carrera de Totò se halla en su
tardío encuentro con el director boloñés: Uccellacci
e uccellini y los fragmentos dirigidos por Pasolini de Las brujas (La tierra vista
desde la luna) y ¿Qué son las nubes?
del film Capricho a la italiana. Aquí
Totò encarna a Yago durante una representación en la que el público, enfurecido
por la maldad del personaje, arrasa con el escenario y con los actores.
El príncipe
pichabrava y el director gay y comunista se llevaban a las mil maravillas
Totò rodó esta última obra, quizá la
mejor de su filmografía (y de lo mejor también de Pasolini), enfermo y casi
ciego. Aún con pleitos para conseguir más títulos nobiliarios, Totò murió el 17
de abril de 1967 y a su entierro acudieron más de 200.000 personas. Las mismas
que volvieron al cementerio un mes después para dar el último adiós a Nasó el perro, jefe napolitano de la Camorra
en el barrio de la Sanità. Estamos convencidos de que el príncipe De Curtis
habría apreciado la ironía.
Un Yago
poco corriente
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