Por Francisco López Martín
(https://www.blogger.com/profile/16390775877354915759)
Sin duda, el cineasta
francés Louis Malle fue uno de los narradores más sólidos e interesantes de su
generación. Nacido en 1932, en el seno de una familia de ricos industriales, murió
de forma relativamente temprana, en 1995, con 63 años de edad. A lo largo de su
trayectoria, que abarcó cinco décadas, rodó diecinueve largometrajes de ficción
y siete documentales. Desde el principio hasta el final de su carrera,
encontramos en Malle –hombre culto, refinado e inquieto– un gusto por el
trabajo bien hecho, una querencia por un estilo sobrio que se mueve dentro de
cauces tradicionales y una gran libertad en la elección de los temas. Su obra,
abundante en títulos notables (desde Lacombe
Lucien y Atlantic City hasta Adiós, muchachos o Herida, por no hablar de la excelente El fuego fatuo), le valió numerosos reconocimientos dentro y
fuera de su país, pero también le hizo cargar con cierta reputación
escandalosa y cierta sensación de aislamiento, e incluso de desprecio, por
parte de sectores que le recriminaban –con mayor o menor acierto– desde la
falta de compromiso político de su cine hasta la frialdad emocional que solía
imperar en sus relatos, resultado de una concepción artesanal del oficio en la
que resultaba difícil identificar a un autor digno de ese nombre.
La
pequeña (Pretty Baby, 1977)
se cuenta entre los títulos más interesantes de su filmografía. Uno de los
momentos culminantes de la película se sitúa en su mitad exacta. La pequeña
Violet (Brooke Shields), nacida y criada en un burdel de la Nueva Orleans de
las primeras décadas del siglo XX donde su madre, Hattie (Susan Sarandon),
ejerce la prostitución, ha cumplido doce años, y su virginidad –para alborozo
de todos, empezando por la propia niña– puede venderse al mejor postor. Con ese
fin se organiza una velada especial, para la que Violet, especialmente
maquillada y vestida para la ocasión, es celebrada y presentada a la clientela
más selecta del local –formada en gran medida por las acomodadas autoridades
políticas de la ciudad– en un ambiente festivo.
Después de que Violet haya
acabado de maquillarse ante el espejo, dos empleados la pasean, subida en un
diván y vestida de blanco inmaculado, alrededor de la mesa en la que la
propietaria del local, madame Nell
(Frances Faye), ha organizado una opípara cena reservada a políticos y clientes
acaudalados:
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La breve exhibición es
recibida con aplausos por todos los asistentes, y Violet es conducida
rápidamente a una estancia contigua, en la que sonrientes criadas negras
preparan el siguiente número de la ceremonia, un veloz cambio de vestuario en
el que un niño también de raza negra, Nonny, más pequeño que ella pero
igualmente imbuido del espíritu de celebración que reina en toda la casa, le
entrega una flor:
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Ella se lo agradece, primero
con la mirada y después con un beso, mientras las criadas siguen arreglándole
el vestido. Rápidamente, por corte directo, vemos que unas manos invisibles
depositan a Violet, peinada con tirabuzones, de espaldas a un espejo, cuya
ubicación exacta –el salón de la casa, atestado como nunca lo habíamos visto–
queda establecida por el plano general que viene justo a continuación. Con esos
dos planos, empieza la parte de la escena en la que vamos a centrarnos:
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La escena, que dura cuatro
minutos y medio, resulta admirable por diversos motivos. Tal vez el más
evidente sea la sucesión de planos y contraplanos que la encabezan, y con la
que Malle introduce, sin estrangular su característica fluidez narrativa, una
dimensión en el relato que hasta ese momento había permanecido ausente:
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La elocuencia con la que
esta sencilla sucesión de primeros planos presenta el deseo masculino que
suscita la niña nos parece tanto más encomiable cuanto que el retrato, sin
juzgar ni manipular –es evidente que los rostros de esos adultos deseosos de
comprar el virgo de Violet no son los de unos monstruos–, interpela al
espectador –en razón de la frontalidad de las miradas– como hasta ahora no lo
había hecho el relato y le hace cobrar plena conciencia de la situación. Más
aún: quizá lo más impresionante de la sucesión de los planos 6 y 7 –y, quizá,
lo que explique el efecto perturbador que, por primera vez, el espectador
siente ante la situación, presentada con el distanciamiento y la negativa a
emitir juicios morales que caracterizan el cine de Louis Malle–, es que la
composición de los planos, la angulación de los encuadres, los ejes de miradas,
producen un curioso efecto de identificación y desdoblamiento. Cuando Violet
mira al frente, mira, ciertamente, a la clientela, pero también, sin duda, nos
mira a nosotros, espectadores:
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A la inversa, cuando la
clientela mira al frente, mira, ciertamente, a Violet, pero, sin duda, también
nos mira a nosotros, espectadores:
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A lo largo de la secuencia,
Malle utiliza otro recurso para marcar el cambio de tono, para introducir una
dimensión que hasta ahora se había mantenido camuflada. En la escena
inmediatamente anterior al momento de la película en el que hemos comenzado
nuestro análisis, habíamos visto a Violet compartiendo plano con otros niños y
ensayando, entre bromas y risas, la pantomima que en breve tendrá que
interpretar con un adulto:
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Evidentemente, esa escena
guarda relación directa con el recurso de Malle a un nuevo/contraplano frontal
que sitúa inmediatamente después de que Violet haya sido vendida por cuatrocientos
dólares y que marca la despedida del mundo de la infancia que supone la
inminente desfloración, en ese rito de paso –comunión, en efecto, carnal– que
está a punto de consumarse:
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Material y metafóricamente,
Violet ha dejado de estar en el mismo plano que los niños.
Volvamos ahora a la sucesión de planos/contraplanos entre
Violet y la clientela. Tras mostrarnos los rostros de los desconocidos –ninguno
había aparecido a lo largo de la película– que han ido a pujar por ella, Malle
introduce el de uno de los protagonistas, Bellocq (Keith Carradine), un
fotógrafo que corteja a la madre de la niña y del que Violet está enamorada. La
sucesión de planos sigue y concluye de este modo:
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Lo que diferencia la
enigmática mirada de Bellocq de la del resto de clientes es la ubicación en la
que la puesta en escena coloca al personaje (a la izquierda de Violet, en lugar
de frente a ella), el ángulo en que la cámara lo filma y el saludo que le
dirige la niña. Todo ello ratifica una frase que Bellocq dirá a Violet en un
momento posterior: «Algunos hombres son distintos. Yo soy distinto». Bellocq no
es uno más, ni ve a Violet como los demás (incluso literalmente: si la
clientela la ve de frente –plano 8a–, él la ve de perfil –plano 18b–) y por
eso, cuando Violet haya sido vendida al mejor postor y éste se lleve a la niña
escaleras arriba para consumar el acto, el montaje concluirá la escena con un
plano en el que Bellocq se queda mirando las escaleras:
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¿Podríamos situar ahí, en la
transición desde la mirada dirigida a la presencia de Violet hasta la mirada
dirigida al hueco de la escalera por el que ha desaparecido en brazos de un
extraño, el comienzo del deseo de Bellocq por Violet, que en la parte final de
la película le llevará a vivir con ella una de las historias de amor más
insólitas del cine americano? No es fácil determinarlo, pero no parece casual
que, cuando la venta se ha efectuado definitivamente, y la dueña del local dice
“Vendida al caballero por cuatrocientos dólares en efectivo”, se inserte, sobre
las últimas palabras, un plano de Bellocq, en el que, rápidamente, vuelve la
vista desde madame Nell hasta el
lugar donde está Violet:
Y, sin embargo, en toda esa
escena hay una presencia todavía más enigmática que la de Bellocq: la del
pianista del local, un personaje secundario al que todos llaman, simplemente,
el Profesor (Antonio Fargas).
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En la escena, el Profesor no
está sentado ante el piano, como lo hemos visto casi siempre hasta ese momento:
para una ocasión tan especial, se ha invitado a un pequeño grupo de músicos. En
el breve plano general en el que habíamos visto la sala atestada, el Profesor
aparecía de pie, detrás del mostrador ante el que se exhibe a Violet, posición
en la que volveremos a encontrarlo más adelante y que, como en el caso de
Bellocq, hace también de él un hombre distinto. Lo que llama
extraordinariamente la atención es la inesperada prominencia que, al poco de
iniciada la subasta, le concede el relato: a él le dedica el plano más largo –y
con mucho: casi treinta segundos de duración– de toda la secuencia. El más
largo, y también, el más enigmático, no sólo por la duración del plano en sí,
sino por la dificultad de leer en el rictus del personaje, de penetrar en su
mirada.
Lo fascinante del caso es
que la insistencia del plano nos obliga a reflexionar sobre él, sin que el
relato nos brinde, ni en ese momento ni en ningún otro, una respuesta completa
al enigma que plantea. En un cineasta con tanto dominio de su oficio como
Malle, y en una secuencia donde no hay corte, angulación o movimiento de cámara
que dé puntada sin hilo, parece claro que el narrador ha introducido ahí una
apuesta fuerte. Una cosa es innegable: Malle corta al primer plano del Profesor
justo después de que la intervención en la puja de un cliente con problemas de
sordera haya provocado las risas del auditorio. Pero el Profesor no se ríe. Al
contrario: mientras oímos que la madame
glosa las delicias de la niña y las pujas se suceden, parece que su gesto se
vaya endureciendo. ¿Desprecio, entonces? Tal vez, pero no sólo, pues, hacia
mitad del plano, el rictus empieza a evolucionar: sin razón aparente, la
mirada, hasta entonces perdida en el vacío, se dirige brevemente al público;
después, los labios parecen esbozar una levísima sonrisa, los ojos se relajan,
y en todo el rostro empieza a dibujarse algo así como un gesto de aceptación
irónica. Pero, de nuevo, ¿aceptación de qué?
El origen de todas nuestras
dificultades interpretativas arranca de la radicalidad del gesto que consiste
en situar al espectador ante algo tan difícil de ver en el cine para el gran
público –una categoría a la que, con todos los matices que podamos aducir,
pertenece La pequeña y la mayor parte
de la producción de Malle– como lo es un personaje sumido en sus pensamientos,
sin que la mano de un narrador benévolo los descifre para saciar nuestro deseo
de saberlo todo, de dominar completamente lo que la pantalla ofrece a nuestra
mirada, y, además, de lograrlo sin esfuerzo. Ahora bien, precisamente la
inserción de ese plano, la radicalidad de ese gesto, adensan el relato hasta
lograr que el contrastado oficio narrativo de Malle alcance esa dimensión más
compleja y sutil en la que se mueven los momentos más inspirados de su
filmografía. Gesto admirable, entre otras cosas, porque, a nuestro juicio, la
senda estilística del realismo, por la que discurre esta película y muchas de
las obras más notables del director, tiene una de sus mayores cartas de nobleza
en la renuncia, siquiera ocasional, a construir un relato perfectamente
transparente. Si de lo que se trata es de ofrecer la impresión de que la cámara
se limita a registrar la realidad de lo que tiene ante sí de modo que el
espectador sea testigo de lo que sucede, nada más real que el rostro del
Profesor, abstraído en medio de la multitud, impenetrable a nuestros intentos
de leer en su rictus lo que ocupa su pensamiento, ni nada más coherente con las
apuestas éticas y estéticas del cine de Malle en general y de La pequeña en particular. Un realismo
completamente transparente es un realismo aguado, sin ninguna ambición de
verdad; el mejor realismo es el que nos entrega una imagen de la realidad en la
que ésta no nos resulta ni entera ni inmediatamente comprensible, y el que, por
tanto, exige de nosotros, como espectadores, un esfuerzo interpretativo, un
esfuerzo de sensibilidad y pensamiento, aquello precisamente que, dentro y
fuera de la sala de cine, nos constituye como sujetos.
Sólo podemos hacer
suposiciones, tratar de responder a la apuesta de Malle con otra apuesta. El
Profesor es un personaje al que vemos en contadas ocasiones; el camino de
rastrear en el resto de sus apariciones algún motivo psicológico que explique
la inserción de ese plano nos llevaría a una vía muerta. Es verdad que a Malle
le gusta demorarse en ocasiones, más que en los personajes secundarios, apenas
esbozados, simplemente en su rostro, en su presencia, sin ninguna justificación
dramática o narrativa. En La pequeña aparecen
algunos ejemplos de este recurso técnico, planos más o menos sostenidos de
rostros impenetrables:
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Sin embargo, ninguno de esos
planos tiene una duración comparable a la del que se concede al Profesor.
Evidentemente, podríamos pensar que a ese buen cineasta que fue Malle se le ha
ido la mano, puesto que ni siquiera una obra de la enjundia de El fuego fatuo –por referirnos sólo a la
película del director que a nuestro juicio más se acerca a la condición de obra
maestra– está exenta de alguna que otra imperfección. Si nuestra reflexión va a
optar por la caridad interpretativa, no es por afán de defender a ultranza a un
realizador en el que los aciertos suelen convivir con las limitaciones.
Por
tanto, una vez descartadas algunas vías interpretativas, tal vez convendría
situar el plano y el personaje del Profesor en el contexto de toda la película
y de la Nueva Orleans de 1917 en la que la historia se desarrolla. Pues, en ese
universo de moral inmensamente laxa que es el burdel, la propietaria, madame Nell, sólo castigará a Violet por
una cosa: el intento de tomar como “amante” a Nonny, el niño negro al que
habíamos visto ofrecerle una flor. «Violet, eres muy descarada –le dice, al
sorprender a los pequeños, la madre del niño, una de las sirvientas de la
casa–. Tal y como te has criado, no sabes nada del mundo real. Las personas
blancas y las de color no se mezclan en eso […] ¿Ves hombres de color arriba
para hacer eso? No, Violet». Una visión de la realidad sancionada por madame Nell, que al instante manda
azotar a la pequeña.
Responder
a la apuesta con otra apuesta, decíamos antes. Pues, bien, ahí va la nuestra:
lo que quizá suma al Profesor en sus pensamientos, y la nota que tal vez quiera
introducir Malle al mostrar tanta insistencia en el plano, bien podría ser el
eco que la subasta de un ser humano, cuyos encantos glosa el vendedor para que
los posibles compradores suban las pujas, trajera a la mente de un hombre negro
en los Estados Unidos de 1917: la memoria familiar y racial de la esclavitud,
cuyas consecuencias sociales y psicológicas –como demuestra la escena posterior
del castigo de Violet– no se agotaron tras su abolición legal en 1863. Una
interpretación que, por otro lado, cuadra bien con un cine como el de Malle,
que, si ciertamente se abstiene de juzgar a los personajes o las situaciones
que presenta, suele ofrecer, bajo su aparente asepsia, un retrato poco
favorecedor del poder y del dinero, desde su primera película, Ascensor para el cadalso, hasta títulos
tardíos como Adiós, muchachos o Herida, pasando por El fuego fatuo, Lacombe
Lucien o Calcuta.
En resumidas cuentas, quizá no estaría
injustificado concluir que, si con la sucesión de planos/contraplanos entre
Violet y la clientela que analizamos al comienzo de nuestra reflexión se
introducía en el relato la dimensión del
deseo, y con la colocación estratégica de los planos de Bellocq se
introducía la dimensión del amor, lo
que introduce el plano del Profesor es la
dimensión de la explotación que, sin duda, reviste la venta de la niña, en
dos tiempos: primero, una reacción de rabia controlada, como si al personaje se
le hubiera caído esa máscara alegre y un tanto distanciada que luce en el resto
de la película; después, una reacción de divertida sorpresa ante el progresivo
incremento de las pujas, como si la máscara volviera a cubrir el rostro. En la
discreción y la eficacia con la que todo eso se nos brinda tenemos un ejemplo
magnífico de la inteligencia y la calidad de Louis Malle como narrador. Para
terminar, veamos la escena completa:
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