Por Francisco López Martín
Entre las siete
películas que rodaron juntos Josef von Sternberg y Marlene Dietrich hay dos
obras maestras, como mínimo: El ángel
azul (Der blaue Engel, 1930) y Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934). Aunque esta última, a diferencia de la
primera, fue en su momento un fracaso de público y crítica, Sternberg no se
equivocaba cuando escribió en sus memorias: «Juzgada por los criterios que
imperaban entonces o por los que existen en la actualidad, merecería haber
triunfado». Aquel «implacable ejercicio de estilo», dominado por «mi
irrefrenable tendencia a demostrar que el cine podía ser un arte» y en el que
«no había escena que no llevara mi impronta»,[1]
constituye una de las muestras más brillantes de lo que podríamos denominar «cine
barroco», caracterizado, por seguir la definición que de este adjetivo ofrece
María Moliner, «por la complejidad en la forma y una intensa expresividad en
todas sus manifestaciones», pero también, atendiendo a la definición del
Diccionario de la Real Academia Española, «por la profusión de volutas, roleos
y otros adornos en que predomina la línea curva».
Todas estas
características (complejidad de la forma, expresividad intensa, profusión de
adornos, predominio de lo curvo) se encuentran en Capricho imperial ya desde los títulos de crédito. La sucesión de
encadenados y cortinillas y la continua presencia de elementos dinámicos en las
imágenes que se nos muestran (unas banderas ondeando, una corona que gira[2],
una procesión de estandartes que avanza) va acompañada de una sucesión de
elementos heterogéneos en la banda sonora (un grave ritmo de percusión, el
dramático primer tema de la Cuarta sinfonía de Chaikovski, una jovial música de
marcha…). Movimiento frente a estatismo, sinuosidad frente a linealidad,
plenitud frente a vacío: ésas parecen ser las cartas estilísticas que, desde el
primer momento, la película pone sobre la mesa, y que no dejará de explotar
durante sus casi dos horas de duración:
Acabados los títulos de
crédito, aparece un letrero que sirve como introducción al relato, y que, al
mismo tiempo, lo resume: «Hace dos siglos, en un rincón del Reino de Prusia,
vivía una princesita a la que el destino convirtió en la monarca más grande de
su época: la zarina de todas las Rusias, la infame Mesalina del Norte». En
efecto, la película no es sino la historia de la transformación de la
princesita a la que enseguida veremos en primer plano, de espaldas a la cámara:
en la zarina de todas
las Rusias, la infame Mesalina del Norte, captada en la apoteosis final:
Itinerario biográfico,
pero también moral: del rostro púdicamente vuelto de la niña Sofía, que
enseguida se volverá en escorzo para hacerse visible en toda su belleza inocente,
a la cara de indescriptible goce, registrado en primer plano, de Catalina la
Grande, sobreimpreso, por una parte, con un Cristo triunfante al fondo, y, por
otra, con dos hileras de la caballería que parecen abalanzarse impetuosamente
sobre ella, The Scarlet Empress,
vestida engañosamente, como Sofía al comienzo de la película, de blanco
inmaculado[3].
En una historia cuyo
desenlace conocemos desde el principio, lo importante es la capacidad de
seducción del desarrollo: sus volutas, sus roleos, sus adornos, que Sternberg
explota con intensidad creciente a lo largo de toda la película, pero que ya se
encuentran en el plano inmediatamente posterior a la aparición del cartel, un
plano secuencia de treinta segundos de duración en el que los movimientos
concatenados de los actores en el interior del encuadre se conjugan con un complejo
movimiento de la cámara (retroceso, izquierda, derecha, elevación, avance), y
en el que aparece por vez primera un recurso que Sternberg explotará a fondo
durante toda la película: una puerta que se abre[4].
La naturalidad que desprende la escena, ese carácter orgánico que siempre se
encuentra en el mejor Sternberg, no deben ocultarnos el hecho de que asistimos
a una doble coreografía preparada al milímetro y ejecutada con la máxima
perfección por los cinco intérpretes y la cámara. El sexto permanece inmóvil y
casi invisible debajo de las sábanas, pero a él se le reserva un privilegio que
se niega a los demás: el primer plano que vemos justamente a continuación. Nada
más lógico, puesto que Catalina es la protagonista del relato:
Junto a la complejidad,
la expresividad y la naturalidad, también la ironía: un pliegue, una voluta
metafórica, de las muchas que abundarán en una película en la que lo
melodramático está hábilmente entreverado con lo cómico[5].
Porque, si el cartel nos había dicho que «el destino» era la causa de la
entronización –y la corrupción– de la princesita, esta escena pone rostro y voz
a esa entidad inmaterial: los de la madre que, impetuosa, entra en el cuarto de
la niña enferma y que, antes incluso de interesarse por su salud, amonesta al
ama de llaves: «¿Cuántas veces debo decirte que Sofía no debe seguir jugando
con juguetes? Ya tiene siete años […] Trabajo día y noche para conseguirle un
matrimonio de prestigio y tú lo haces todo mal». El destino: una madre
ambiciosa y tiránica. Tan ambiciosa y tiránica como la emperatriz Isabel, que
hará casarse a Sofía con un idiota, el gran duque Pedro, para conseguir un
heredero varón, y que será la causante última de la transformación de la
Catalina niña en la Catalina mujer, al mostrarle la infidelidad del duque
Alejandro, su amor verdadero. Sofía no podrá jugar con muñecas (aunque
enseguida veremos que, en realidad, esconde una debajo de las sábanas), pero
ella misma será una muñeca –aspecto subrayado durante la primera parte del
largometraje por la admirable interpretación que hace Dietrich del personaje–
en manos de dos madres terribles, un juguete a disposición de los arreglos y
las manipulaciones de sus dueñas sucesivas.
Catalina en la corte: una muñeca engalanada para un idiota |
Si examinamos en toda
su extensión la primera secuencia de la película, veremos que está compuesta
por diez planos. En tres de ellos hay movimientos de cámara; en siete,
movimientos de los actores. Además, Sternberg se resiste a repetir el mismo
encuadre: el cine de la curva implica, por tanto, predominio del movimiento,
pero también de la variedad. Fijémonos, por ejemplo, en la serie de primeros
planos que dedica a Catalina:
El cine de Sternberg
–un cine del deseo, una celebración del eros profundamente antipuritana– es eminentemente
sensual, acariciante, envolvente. La luz no es dura, sino difusa; el claroscuro
modela la materia como si los cuerpos fueran una sustancia infinitamente
plástica. Los volúmenes predominan sobre las líneas; la atmósfera difumina los
contornos. No obstante, todas estas características alcanzan en Capricho imperial no sólo una plenitud
asombrosa, sino también una decantación única. Pues si el cine de Sternberg
puede caracterizarse en general como un cine barroco, el barroquismo de Capricho imperial, en especial desde el
momento en el que Catalina llega a una corte poblada por decorados de fantasía,
alcanza cotas difícilmente superables, sin que, no obstante, el horror vacui que destilan sus imágenes
caiga jamás en un esteticismo huero.
En la escena de la boda
de Catalina y Pedro se dan cita todas las características estilísticas
señaladas hasta ahora. Haciendo abstracción de los movimientos ejecutados por
la cámara, por los actores o por los objetos mismos (incensarios y velas, como
ésa que palpita al ritmo de la respiración de la temblorosa Catalina),
fijémonos en la saturación de algunas de las composiciones, casi extraídas al azar:
De izquierda a derecha,
de arriba abajo, desde el primer término hasta el último de la imagen, e
independientemente de la escala del plano o del número de intérpretes a los que
encuadra, apenas hay espacios vacíos; y, cuando los hay, consisten en sombras
de densidad casi palpable. Sin embargo, lejos de resultar opresiva, la
proliferación de elementos y el uso constante del claroscuro, en combinación
con un montaje pausado que permite paladear lo que se nos muestra, consiguen su
propósito evidente: fascinar la mirada del espectador.
En Capricho imperial, la complejidad de la forma, la intensa
expresividad, la profusión de adornos y el predominio de lo curvo sirven tanto
para retratar el boato de una boda real y el efecto de ésta en la psicología de
los personajes como un acto en apariencia sencillo: la caída de un objeto
lanzado por una ventana. Catalina, despechada al saber que el conde Alejandro
es el amante de la zarina Isabel, arroja por la ventana el camafeo que éste le
ha regalado. Sternberg dedica cinco planos diferenciados a mostrarnos su caída,
amortiguada por las ramas de los árboles:
En la escena anterior,
la zarina pide a Catalina que, antes de abandonar su cuarto, apague las velas.
Hay muchas formas de apagar unas velas y de mostrarlo cinematográficamente,
pero el artista de la curva sabe que, cuanto mayor sea el rodeo (sin desbordar
el movimiento narrativo) y más ameno (es decir, diverso) lo haga, mayor será el
efecto estético. Por eso, Catalina apaga las velas en cinco encuadres
emparentados pero distintos, siempre con un movimiento de entrada en plano:
Con la salvedad de que
no son cinco, sino seis, las velas que apaga, como queda claro cuando, entre el
primero y el segundo de los planos que acabamos de mostrar, Sternberg inserta
un plano del rostro de la zarina, que primero aparece iluminado y después en
sombras, mientras mueve la cabeza para seguir con la mirada a Catalina:
Precisamente en ese
plano, la zarina empieza a dar a Catalina indicaciones sobre el lugar por el
que debe abandonar la estancia, que continúan mientras en el reloj suenan
primero los cuartos y, después, las campanadas –doce– que marcan la hora.
Todavía no lo sabemos, pero estamos ante la escena clave de toda la película,
el punto de inflexión en la psicología de Catalina y en el desarrollo del
relato. Entre la cuarta y la quinta vela que vemos apagar, Sternberg inserta un
primer plano del reloj, que casi de inmediato empieza a dar las campanadas,
mientras el mecanismo hace girar las figuritas:
Las doce: el sueño
romántico de Catalina, prendada del conde Alejandro, toca a su final. Un final
que Sternberg, en sintonía perfecta con la sinuosidad moral de la zarina,
quiere demorado. Pues la estética de la curva es también una estética de la
dilación. Por eso Catalina tarda aún cuatro largos planos, con puertas que se
abren y se cierran y toda una profusión de giros, movimientos y exploraciones
del espacio por su parte para ver al conde subir por las escaleras. Y por eso
Sternberg descompone su reacción en una serie de planos de admirable progresión
dramática[6],
con detalles de puntuación elegantísimos y el apoyo de la música, que hasta ese
momento había estado ausente de la escena. Mientras Alejandro sube por las
escaleras que conducen al aposento de la emperatriz, Catalina lo observa desde
el umbral de la puerta que acaba de franquear,
sube por las escaleras
incapaz de creer lo que ve,
siente tras la puerta
del aposento real la intensidad de la herida que acaba de sufrir mientras cierra
los ojos,
baja aturdida por unas
escaleras que parecen infinitas,
arroja furiosa el camafeo contra el suelo,
lo destroza
pisoteándolo
y, por fin, lo lanza
con gesto aún infantil por la ventana:
En manos de Sternberg,
la utilización de todos los recursos que hemos señalado –en la que la
capacidad de caracterización de los ambientes y la psicología de los personajes por medios puramente visuales, propia de los maestros del cine mudo, se da la mano con
una sensibilidad maravillosa para los efectos logrados con la banda sonora–
parece lo más sencillo del mundo. En realidad, el propio Sternberg no volvería
a superar, por unas razones o por otras, los logros estéticos de esta película.
A nuestro juicio, la demostración de fuerza y originalidad visual –y sonora–
que constituye Capricho imperial
apenas tiene parangón no sólo en la filmografía del propio Sternberg o en la
producción hollywoodiense de los años 30, sino en toda la historia del cine.
Tal es la entidad de una obra de inventiva y belleza extraordinarias.
En el siguiente enlace,
la secuencia con la que hemos concluido nuestro análisis:
[1] Josef von Sternberg, Fun
in a Chinese Laundry, Secker & Warburg, 1966, p. 265. Hay
traducción castellana: Diversión en una
lavandería china, traducción de Natividad Sánchez, Ediciones JC Clementine,
2002.
[2]
El primero de los varios objetos giratorios que Sternberg nos muestra a lo
largo de la película.
[3]
Plano, por otro lado, cuya imaginería visual nada tiene de gratuita, puesto que
tres han sido los pilares del triunfo de Catalina: la alianza con la iglesia,
el apoyo del ejército y la explotación de su capacidad de seducción de los
hombres, contemplada, como en todo el cine de Sternberg, con admiración
absoluta y sin el menor atisbo de condena. Catalina habrá pasado a la historia,
además de como una reina atraída por los ideales de la ilustración y como una
gran mecenas de las artes, también como una mujer licenciosa (es decir, libre
desde un punto de vista sexual); Sternberg la retrata como «una de esas mujeres
extraordinarias que crean sus propias leyes y su propia lógica», por utilizar
las palabras que le dirige hacia el final de la película el conde Alejandro.
[4]
Efectivamente, son numerosos los planos donde aparecen puertas que se abren y
se cierran, por las que salen o entran personajes. El recurso contribuye a
imprimir dinamismo y, en muchas ocasiones, sirve además para explotar en mayor
medida la profundidad de campo, una de las notas esenciales del estilo de
Sternberg.
[5]
Es una de las grandes virtudes de la película, sin la cual, muy probablemente,
el elemento kitsch que forma parte de
la poética de Sternberg se habría adueñado de ella.
[6]
La simple comparación entre el plano en el que baja por primera vez las escaleras,
sin conocer aún la identidad del amante de la zarina, y el plano en el que las
baja por segunda vez, cuando ha comprobado que se trata del conde Alejandro, da
toda la medida del talento y la sensibilidad de Sternberg.
Excelente artículo sobre esta excelente e impactante obra maestra.
ResponderEliminarMuchas gracias por el elogio. En efecto, una obra maestra.
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