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He de reconocer que le
estoy agradecido a Patricia Highsmith. Verán, cuando uno está de un humor
melancólico por un exceso de bilis negra o atrabilis, o siente que el peso del
mundo (o el peso de la paja, parafraseando al llorado Terenci Moix) es
excesivo, los libros se le caen literalmente de las manos. Da igual que sea
Schopenhauer, Bembo, Wilde, Joyce, Gabriel Miró o Ildefonso Falcones: no hay
manera. Este estado de postración suele durar un mes y ocurre, mes arriba, mes
abajo, cada dos años. ¿Cuál es la solución? Después de hacer pruebas en
diversos campos del entretenimiento (sexo, minigolf, llamar a los amigos
haciéndome pasar por un decano de Harvard ofreciéndoles trabajo, más sexo,
futbolín, etc.) llegué al punto de partida, o como dice castizamente la madre
de la señora Snoid, “un clavo se saca con otro clavo”. Es decir, en leer está
la cura. Lo que ocurre es que uno no está entonces para leer cualquier cosa.
Hay que empezar con cosas ligeras, pero con un mínimo de calidad. Un autor como
Mario Vargas Llosa queda así descartado. Por lo de la calidad, obviamente. La
solución está en la novela policíaca de toda la vida. Pero no con un Raymond
Chandler o un Simenon, que son buenos escritores a pesar de que sus respectivos
personajes sean un tanto inverosímiles, sobre todo Philip Marlowe. Cuando
descubrí los libros de la Highsmith, hallé la cura necesaria, pues son
totalmente cretinos, si bien muy entretenidos. Vamos, que uno se lee Ripley en peligro de una sentada, lo
arroja a la basura y ya está listo para enfrentarse a las asechanzas de este
mundo o a leer a algún autor incomprensible e insoportable. Hegel, por ejemplo.
Aunque ella quizá no
estuviera de acuerdo, Patricia fue una mujer de suerte. Porque en el mundo de
hoy no se permitiría la publicación de unos libros tan misóginos y machistas
como los suyos. Y es que a veces se nos antoja que la Highsmith es la versión
lesbiana y tejana de Mickey Spillane, el autor de Mike Hammer, ese detective
oligofrénico que inmortalizaron Robert Aldrich y Ralph Meeker. Claro que lo de
Patricia es otra cosa: amistades viriles chungas, mujeres bobas, psicología de
jardín de infancia, presunto amoralismo (que esconde una extrema visión
reaccionaria del mundo) y una prosa que no es precisamente como para tirar
cohetes. Ni siquiera gana traducida.
También fue afortunada Pat
en cuanto a vender sus obras para el cine. Con 21 añitos publicó Extraños en un tren y Hitchcock compró
los derechos a través de un intermediario por diez mil pavos. Cuando Patricia
se enteró de que Alfred y la Warner andaban detrás de la operación, se cabreó
como una mona. Pero a partir de ahí, las adaptaciones de sus obras se
sucedieron ininterrumpidamente. Hasta Liliana Cavani (otra facha: ignoramos si
también lesbiana) hizo una; por no hablar de las de Minghella, Wenders o
incluso de una versión femenina y para la tele titulada adecuadamente Extrañas en un tren, con Jacqueline
Bisset y Theresa Russell. A nosotros nos gusta la mencionada de Hitchcock –que
tiene sus defectos, sobre todo gracias a la pareja Ruth Roman-Fairley Granger–,
con un inmenso Robert Walker. Incluso la hija de Hitchcock, Barbara, desempeña
muy bien (sin coñas) el papel de hermana-poco-agraciada-pero-lista.
Y Hitchcock la dirigió con bastante convicción, eliminando lo peor del texto
original: su psicologismo necio y las relaciones contra natura entre Guy Haines
y Bruno Anthony (sí: en la novela se enrollan; y a Guy le gusta, además). La
segunda de la lista sería A pleno sol.
El único pero quizá esté en ver a Alain Delon, Maurice Ronet y Marie Laforêt
interpretando personajes gringos. Una vez superado esto, lo cierto es que Delon
es un Ripley magnífico –este actor tenía, además de una belleza sin par, un
enorme talento de joven: vean Rocco y sus
hermanos, ésa que calcó Coppola para hacer El padrino–, Maurice Ronet es un Dickie Greenleaf tan idiota y
desagradable como el original y Marie Laforêt es tan boba como su personaje y
Patricia exigían, pero qué boba tan decorativa… Y por otro lado, está tan bien
realizada que aún dudamos de que la dirigiera René Clément… De las demás, nos
quedamos con que a Bruno Ganz le gustaban los Kinks en El amigo americano y que Dennis Hopper canturreaba “The Ballad of
Easy Rider” al contemplar el río Elba desde su mansión en Hamburgo. Las
habituales gilipolleces de Wim Wenders, claro.
La tercera la acaban de
estrenar: Las dos caras de enero,
con guión y dirección del iraní (pero occidentalizado, no se crean que es un
Kiarostami en el exilio) Hossein Amini. Y, sin llegar a ser una gran película,
es una excelente opera prima. Veamos
por qué.
El arranque es magnífico.
Dos turistas norteamericanos, Chester (Viggo Mortensen) y su esposa Colette
(Kirsten Dunst) están visitando la Acrópolis. Chester comenta que en el ruinoso
edificio “No hay una sola línea recta. Todo es apariencia”. Al poco de arrancar
el relato, las palabras de Chester definirán a los tres protagonistas. El
tercero es un joven norteamericano, Rydal (Oscar Isaac), que se dedica a ejercer
de guía turístico y de timador en pequeña escala. Lo que ignora Rydal es que él
es un aficionado en comparación con Chester y su –aparentemente– ingenua
esposa. Pues Chester ha estafado una suma enorme a una mafia del juego gringa
por medio de unos pozos de petróleo inexistentes. Y la noche en que la pareja
intima con Rydal, ambos reciben la visita de un amenazador detective privado
que exige la devolución del dinero. En una escena seca, breve y violenta
(cualquier otro director nos hubiera regalado una pelea interminable a lo Jason
Bourne). Chester le mata y tiene que emprender la huida con su mujer,
auxiliados por un todavía inocente Rydal.
Y éste es el interesante
punto de partida, en el que las bondades del guión y la dirección se suman a
una labor interpretativa estupenda. No es una sorpresa que Mortensen e Isaac
estén muy bien en sus papeles, pero sí que Kirten Dunst, muy lejos de las
repolludas interpretaciones que hiciera en las muy pijas películas de la muy
pija hija de Coppola, esté también aquí en estado de gracia. De hecho, un
interesante derrotero que podría haber tomado el relato es que ella fuera el
personaje central: una joven astuta, pero soñadora, de origen humilde, que se
casa con Chester por todo lo que éste le puede ofrecer (y porque Viggo es un
pedazo de hombre, no lo vamos a negar) y que poco a poco –pero bastante
frenéticamente– se va dando cuenta de que su marido es un monstruo y además se
siente atraída por Rydal. Sin embargo, Hossein prefiere mantenerse fiel a la
esencia argumental de Highsmith y el juego principal es, naturalmente,
masculino. Y no carece de interés ni mucho menos la relación que se establece
entre ambos: uno, Chester, celoso de la juventud y de la “buena cuna” del otro;
Rydal prendado de la camaradería y fortaleza que muestra Chester, al que
considera una figura paterna. Lástima que en ocasiones esto vaya demasiado
lejos. Por ejemplo, en el momento en que Chester registra la habitación de
Rydal cuando éste ha salido a recorrer la ciudad con su mujer. La escena comienza
de una forma excelente (Chester se dirige a la cama, la examina e incluso la
olfatea –puede parecer chusco, pero la interpretación de Mortensen impide que
sea un momento risible; es más, resulta angustioso) y termina de forma atroz:
descubre una foto de Rydal con su padre. Detrás de ellos, en la fotografía, una
marquesina luminosa anunciando Testigo de
cargo (Witness for the Prosecution,
Billy Wilder, 1958). La pincelada fina y el brochazo se dan la mano con
frecuencia en esta película, sí, pero procuremos quedarnos con lo bueno o
meramente satisfactorio, que es mayoritario.
Ya
no solemos ver turistas tan bien vestidos: ¿será por la moda o por la crisis?
Hossein, quizá mejor
guionista que director, le da al relato una adecuada progresión dramática. Y
veloz. Porque es raro ver hoy una peli norteamericana que cuente tantas cosas
en 97 minutos, sobre todo en una época en la que la duración media de un bodrio
cualquiera es de 130-150 minutos, que es lo que les cuesta a los gringos narrar
cuatro sandeces mal hilvanadas en estos tiempos.
Oscar
Isaac poniendo cara de actor del “método”. Del método Smirnoff
Hay una secuencia que nos
indica que Hossein puede llegar a ser un buen director. Transcurre en unas
ruinas cretenses, involucra a los tres personajes y es como una versión breve y
maligna de la historia de Teseo y el Minotauro. A pesar de que a ustedes les
suene que Teseo era un héroe y el Minotauro un bicho horrible a lo Alien al que había que exterminar, lo
cierto es que si leen cualquier versión antigua del mito se darán cuenta de que
Teseo es un desalmado, un miserable y un aprovechado, el Minotauro un pobre
desgraciado que se aburre mortalmente en el laberinto, y Ariadna una virgencita
inocente que esconde a una cabrona vengativa. Pues bien, en la escena de
marras, Chester es el Minotauro y Rydal es Teseo. Sólo que aquí el que triunfa
–momentáneamente– es el Minotauro y las esperanzas de Ariadna/Colette quedan
violenta y drásticamente arruinadas –como en el desenlace del mito. Tensa,
rodada en semipenumbra y con un montaje excelente que acentúa la incertidumbre,
es quizá la mejor escena del film.
No todo es una maravilla,
sin embargo. En el debe de la película está su horrible final, idéntico al de Extraños en un tren (la peli, no la
novela) pero donde Viggo, por desgracia, no se muestra tan obcecado –ni fiel a
sí mismo- como Robert Walker, y la un tanto absurda atracción paterno-filial
que sienten los dos protagonistas masculinos (por lo menos, en contra de los
deseos de Patricia, no son gays), herencia de esas burdas caracterizaciones de
la Highsmith que Hossein no ha podido o querido soslayar. Otro defecto, muy común en toda película
americana de los últimos tiempos (desde que comenzó el sonoro, poco más o
menos), es que hay mucha música. Toneladas de mala música, cortesía del muy
–incomprensiblemente para nosotros– alabado Alberto Iglesias. Me dirán ustedes
que es que Bernard Herrmann está muerto. Pues sí. Pero invocamos el nombre del
compositor porque la otra noche vimos de nuevo El cuarto mandamiento (The
Magnificent Ambersons, Orson Welles, 1942) y pasmados quedamos de lo
escasa, bella y apropiada que era la banda sonora. No es de extrañar que
Herrmann se enfadara y exigiera que quitaran su nombre de los créditos… Pero no
vemos qué razón hay para meter esa musiquilla en el 70% del metraje de Las dos caras de enero. De todas formas,
es un placer ver una película norteamericana medio decente que no considera que
el hipotético espectador es un retrasado mental…
Bruno
Anthony engatusando al tenista playboy
Guy Haines
Notas
intrascendentes:
-Si es usted fumador,
consuma medio paquete antes de entrar al cine. Tanto Viggo como Oscar fuman
como unos condenados durante todo el metraje. Kirsten un poco menos. Como la
peli atrajo nuestro interés, logramos soportar el mono de estar 97 minutos sin
fumar viendo cómo otros encendían el cigarrillo con la colilla del anterior.
-Si quiere considerar a
esta película como una de las mejores del año, abandone la sala en el minuto
90, justo cuando acaba la escena del aeropuerto. Le quedará un gran sabor de
boca y se ahorrará los 7 minutos finales, que casi, casi, consiguen arruinar
todo lo bueno –que es mucho– del metraje anterior.
-El misterio del título:
burro que es uno, me preguntaba yo por qué demonios se titula así esta peli. La
señora Snoid, consumada lingüista, me lo aclaró: título original, The Two Sides of January. Y el enero
inglés procede de Jano, el de las dos caras. No hay como ir al cine con una
experta en etimología. Se lo recomiendo: búsquense una. Y si encima sabe
cocinar…
Patricia
consideraba que Tom Ripley era un tipo elegante y refinado, aunque su
extracción social fuera humilde. Sin duda, por ello Wenders escogió a Dennis
Hopper para el papel. Bruno Ganz con la bufanda del Hamburgo F. C.
Un
trío bellísimo. Y francés. Ronet, Laforêt y Delon en A pleno sol
Por los cielos, hay que verla (incluidos los 7 minutos finales)
ResponderEliminarYo no sabía nada del tal Hossein... Luego me enteré de que era el guionista de Drive y de otras cosas sin duda bellísimas como "Blancanieves y la leyenda del cazador". Si lo llego a saber, no voy a verla. Así de estrecho es uno...
ResponderEliminarTambién es cierto que la señora Snoid tenía mono de ir al cine. No lo confiesa, pero creo que quedó agotada por una extraña aventura en un karaoke de una amiga suya. Una historia como de Nabokov, pero en el cutre contexto de un discopaf inglés...