miércoles, 30 de julio de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN? (SEGUNDA PARTE)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

 
No te asustes del pasado: ese monstruo no vendrá




Aunque nos duela reconocerlo, hemos de admitir que para escribir esta serie nos hemos documentado a conciencia. Y es que de este asunto de las series sabíamos bien poco hace escasos meses, si exceptuamos Los Simpsons y las que ve la señora Snoid para conciliar el sueño, en vez de tomarse un somnífero como hacen los seres humanos normales y corrientes. No: ella me castiga con cosas como CSI: Las Vegas, Castle, NCIS o cualquier mierda policíaca que pongan. Pero hemos descubierto que la tele abunda en series que son auténticas obras maestras y que además poseen sus exegetas. Así, en el último número de SoFilm, el poeta neoclásico Luis Alberto de Cuenca aseguraba que Juego de tronos es como “Shakespeare y Tolkien juntos” (aunque también dejaba entrever que Garci y él son amigos); la portada del número veraniego de Caimán está dedicada a tal serie (aunque sospechamos que es un intento desesperado por vender cuatro o cinco ejemplares más y evitar que entonemos aquello de “Se va el caimán, se va el caimán…”). Y lo más importante es que nos hemos topado con una nueva secta religiosa que se hace llamar a sí misma “seriéfilos”. Los integrantes de este culto son unos hiperpajeros adictos a las series que, como en toda religión, poseen sus escisiones, dogmas, sectas subsidiarias y herejías. Igual que el cristianismo con los católicos, mormones, anabaptistas, anglicanos, luteranos y demás. Así, unos adoran la comedia española (serían los equivalentes a los anglicanos); los más, todo lo que venga de HBO (católicos ortodoxos y casi integristas); otros, las antiguallas (prefieren la misa en latín) y otros, muy estrictos y tradicionales, se decantan por series “de calidad” tipo Downton Abbey (son como los Amish). El medio de expresión favorito de estos seres es Internet, donde hay miles de blogs y revistillas dedicadas a profundos análisis de, por ejemplo, si “¿Es Tony Soprano el paradigma de las contradicciones del varón heterosexual contemporáneo?”. Algunas, por supuesto, son más ligeras. Nuestra página güeb favorita en estos momentos es vertele.com, donde te informan de que Tele5 invita a sus miembros a un preestreno exclusivo de esa cosa de polis, moros, terrorismo islámico y Romeo y Julieta en clave hispana y cañí, El príncipe. Y además les dan a los pajilleros asistentes un ágape con tortilla y jamón ibérico marca DÍA bajo la atenta mirada del capo Vasile. Esto tanto podría llamarse reconocimiento como adulación o incluso soborno. Ni siquiera los gringos hacen tales cosas en los sneak previews de, digamos, El amanecer del planeta de los simios. Hemos de concluir, por tanto, que los seriéfilos gozan de una enorme influencia y que los vaivenes del share de tal o cual serie dependen en gran medida de si estos devotos alzan o bajan el pulgar. Y si no nos creen, les dejamos el enlace:







S. E. el anterior Jefe del Estado a punto de pulsar el botón nuclear. En realidad, está dando vía libre al UHF en Motriko (Guipúzcoa). A su lado, un embelesado Manuel Fraga recién llegado de Palomares



Aunque no nos crean, a nosotros el éxito sin precedentes de Juego de tronos nos alegra. A pesar de que consideremos que es una mierda. Y es que sería muy fácil despachar este producto como una mezcla bizarra de Dallas y El señor de los anillos (recuerden que ésta es la novela favorita de los socios del Opus Dei, secta más antigua que la de los seriéfilos), o, como decía aquel, de Shakespeare y Tolkien. Pero creemos que no van por ahí los tiros. Juego de tronos es, ni más ni menos, una hija bastarda de un género literario que hizo furor durante siglos, la novela de caballerías: sí, esas novelas que trastornaron a Don Quijote. Como es indudable que ustedes no han leído ninguna, se harán una serie de preguntas. ¿Había tanto sexo en aquellas cosas? A mansalva. Sepan ustedes que incluso Don Quijote, muy a su pesar, admitía que “de Don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que extremadamente rijoso” (Quijote, Segunda parte, II). Y tanto, pues nada más salvar a una doncella en peligro, exigía una recompensa en especie. Y si la mujer se negaba, la violaba y proseguía con sus aventuras. Sexo a espuertas lo hay también en la mejor de todas, Tirant lo Blanc, o en cualquier otra de las malas, que son mayoría. ¿Y qué hay de la violencia? Lo que se ve en Juego de tronos es tan violento como jugar al Call of Duty comparado con las salvajadas que aparecen en estas novelitas. Pero, ¿y la religión? Porque no hay cristianismo en Juego de Tronos, dirán ustedes. Pues tampoco en las novelas de caballerías, a no ser que sea bufo, como en el Tirant; la única en que el peso del cristianismo es agotador es en la primera novela de caballerías hispana de la que se tiene noticia, El libro del caballero Çifar, donde el prota incluso se hace acompañar de su santa esposa y prole, quienes a pesar de estar hartos de los rigores de la caballería andante (concepto que no hemos entendido jamás) se aguantan. Y es que es una cosa muy medieval (principios del XIV) y, claro, eso marca. Por lo demás, Juego de tronos sigue fielmente los dictados HBO: escena de sexo –penetración posterior a ser posible– en el minuto 15, secuencia violenta en el 27, el que parece que va ser el prota (Sean Bean) palma en el último capítulo de la primera temporada, etc. Ya sabrán ustedes el chascarrillo del productor de la HBO que se acerca al director mientras se disponen a rodar una escena de sexo: “Pero hombre, mete un desnudo frontal, que esto es tele por cable”.

  



Pero no es nuestra intención poner a caldo a la cadena que revolucionó la tele tal y como la entendemos hoy en día. De hecho, si cancelaron una de nuestras series favoritas, Deadwood, es porque no tenía público, por mucho que la crítica la pusiera por las nubes. Como ven, HBO se rige por principios exclusivamente artísticos. Y es que Deadwood era un western y ya se sabe que los westerns, hoy en día, dan alergia. Nosotros, que debemos buena parte de nuestra educación a la ingesta masiva de pelis del oeste, saltamos de júbilo cuando anuncian de quinquenio en quinquenio que van a poner una, aunque sea La doctora Quinn. Deadwood era, además, una serie que supo corregir su equivocado rumbo a tiempo. En principio, el prota iba a ser el sheriff retirado Seth Bullock. La primera secuencia nos lo muestra en su oficina antes de ponerse en marcha a Deadwood para montar una ferretería con su amigo y socio judío Sol Starr (bisabuelo de Ringo). Bullock tiene un preso cuatrero y viene una turba con la sana intención de ahorcarlo. Como Bullock tiene prisa, ni corto ni perezoso él mismo aplica la ley de Lynch al desgraciado delante de la horrorizada plebe. Dado que el personaje era tan antipático (¡un sheriff que pone una ferretería!) y el actor tan lamentable (Timothy Olyphant), los creadores de la serie rápidamente desviaron el punto de vista hacia el presunto villano de la función, Al Swarengen (Ian McShane en el papel de su vida), propietario de The Gem, un local inmundo que aunaba bar, casa de juego y prostíbulo; un hombre que no duda en afirmar que sus aspiraciones en la vida son sencillas: “Simplemente, sacar un pequeño beneficio y correrme en la boca de alguien cada noche”. Épico fue el momento en que Al, presa de un ataque de estrés, exclama: “¡Necesito follarme algo!” y llama a Trixie a gritos: “¡Y sube la puta botella!”. Puede que Al hiciera cosas moralmente reprobables, pero cuando llega al pueblo al final de la segunda temporada el auténtico capitalista, George Hearst, el papá del famoso ciudadano Kane, vemos al malvado más satánico de los últimos tiempos. La serie contaba además con un reparto excelente y unos personajes secundarios que por sí solos hubieran podido protagonizar una serie propia (o spin-off, como llaman los seriéfilos a este momento de la liturgia), como el doctor Cochran (Brad Dourif), Jewel (la tullida que trabaja para Al barriendo el Gem), Trixie (la puta favorita de Al) o E. B. Farnum, propietario del hotel, una mezcla imposible de Yago y Falstaff, en cuanto a su falsedad y carácter truhanesco. Y por si esto fuera poco, Deadwood presentaba un Oeste tan cochambroso que ni se lo hubieran imaginado Peckinpah o Leone en sus peores pesadillas.




Pero, ¿quién dijo que los ingleses no se saben vestir?



La serie que prefiere el seriéfilo tradicional está hoy representada por Downton Abbey. Y es que en esto de las series ambientadas en el mundo victoriano o eduardiano hasta los felices años veinte, los británicos no tienen rival posible. Porque muebles, tapices, alfombras y porcelana son de un gusto exquisito, los actores son buenos y los argumentos soporíferos. De vez en cuando los ingleses nos endilgan una de estas que gana todos los premios y parabienes, como lo hizo en su día Retorno a Brideshead. Son un poco como las pelis de Ivory-Merchant-Jhabvala, tipo Lo que queda del día (a esta la madre de la señora Snoid la llama The Butler; a aquella con Elizabeth Taylor de niña amazona, National Velvet, Elizabeth Taylor y el caballito: y no, no es por el alzheimer) o al revés: tanto da. Un aburrimiento sin fin. Lujoso, eso sí.




La programación de antaño era tan buena como la de hoy. Y entonces no existía la HBO



El seriéfilo hereje opta, como era de esperar, por el paganismo más crudo. Series salvajemente gays como Spartacus, con esas depilaciones, esos trabajados músculos bien en el gimnasio, bien en la post-producción digital y esa convivencia masculina cuartelaria prácticamente en pelotas hacen las delicias del seriéfilo sodomita, condenado por todas las sectas. Mariconadas aparte, la serie es una basura y cualquier peplum italiano, por infame que sea, parece casi bueno a su lado. Muy distinta era Roma, serie producida por John Milius, nuestro anarco-fascista favorito, y que mostraba el momento de cambio de república a imperio con cuidadoso detallismo. Ojo que no nos referimos al atrezzo: pensábamos en “aspectos de la vida cotidiana” como prácticas religiosas, culinarias o de trabajo y ocio. Porque, que sepamos, la sodomía nos ha acompañado desde que el mundo es mundo y los dildos siempre han estado presentes en todas las civilizaciones…




Dildos: clasicismo y modernidad

  
El futuro ya no es lo que era. O quizá sí. Incluimos aquí las series ambientadas en el futuro porque no dejan de ser “obras de época”. Piensen que grandes pelis “de anticipación” como 2001 mostraban con gran detalle la moda según el Vogue de 1968. Y qué decir de los años setenta: ese Rollerball de Norman Jewison con unos pantalonazos de campana que hacían que James Caan pareciera Shaft en blanco. En fin, dejando aparte Futurama (buena, pero no a la excelsa altura de Los Simpsons: es lástima que Matt Groening sea tan vago; en cambio, gentes como Ridley Scott no paran) poco hay que contar. Como toda mierda del pasado tiene que tener su remake en el presente, por eso de la nostalgia y hacer caja, ha poco nos deleitaron con Battlestar: Galactica y con V. Humanos del futuro enfrentados a peligrosos extraterrestres comunistas. Y hemos de confesar, con lágrimas en los ojos, que nunca hemos sido trekkies. A nosotros lo de la nave Enterprise y los Klingorn nunca nos interesó mucho, ni en su versión primitiva, ni en las pelis, ni en la serie de TV posterior ni en las que hace ahora J. J. Abrams. Quizá se deba a que el capitán Kirk original iba a ser nuestro adorado Jeffrey Hunter, pero como el pobre se cayó por las escaleras de su casa y se rompió la nuca, el papel fue para el sosainas William Shatner. Otra cosa en la que también mete mano J. J. Abrams es Revolution, una birria que tiene su gracia. La gracia está en su protagonista, Tracy Spidorakos (nos tememos que con ese nombre no llegará nunca al estrellato), una joven bellísima, actriz aceptable, y que, en la serie al menos, mata a la gente disparando flechas. En fin, que nos quedamos con la muy extraña Persiguiendo a Jane Austen, que va de una jovenzuela obsesionada con las obras de la escritora, y que de la noche a la mañana se encuentra en la Inglaterra del XVIII en la piel de un personaje de la novelista.




Nosotros vivimos en la última chabola a la derecha



Pensarán ustedes que no vemos series españolas. Pues se equivocan. Hace unos meses vimos algo que los críticos a sueldo denominan una “arriesgada apuesta” o una “apuesta arriesgada”, un remake del western Caravana de mujeres (William A. Wellman, 1951) ambientada en la América española del siglo XVI y titulada poéticamente El corazón del océano. Y la vimos porque Ingrid Rubio y Víctor Clavijo siempre han sido santos de nuestra devoción (sobre todo Ingrid). Lástima que el argumento (en su totalidad: premisa, diálogos, desarrollo…) y la realización fueran tan penosos. Conste que hemos escrito realización, pues, por lo habitual, no hay forma de averiguar si un episodio de Los Soprano lo dirigió Dick Van Patten o el vecino de su adosado, ya que estos productos se hacen siempre según el patrón del episodio piloto. Que era una mierda, vamos, pero una mierda con personalidad, que es lo que sorprende.



En la próxima entrega hablaremos de las de polis. El retraso se debe al número de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado en los USA y sus respectivas jurisdicciones. Ayer nos enteramos, por ejemplo, de que los rangers de Texas son ahora una cosa como testimonial, pues la policía estatal y la patrulla fronteriza son las que se encargan de ejecutar a los espaldas mojadas. Triste que tan mítico cuerpo haya acabado así. Y no hemos encontrado ninguna serie española (o catalana) que nos muestre la brutalidad policial de los célebres Mossos (o Bèsties d’Esquadra). Pero no vayan torciendo el morro: incluso hemos visto la serie criptocatólica True Detective y nos ha molado…





No nos duelen prendas a la hora de introducir publicidad de bebidas de alta graduación. Ni que los modelos se hallen totalmente ebrios. Así era la España de 1966.




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