Por Juan Gorostidi
Es frecuente
citar el caso de El Gatopardo (Il gattopardo, Luchino Visconti, 1963)
como ejemplo de una excelente adaptación cinematográfica de una notable novela.
Incluso en ocasiones se la considera una
“excepción”, una especie de rara avis
dentro de lo que, en el campo de relaciones entre cine y literatura[1],
sería un hecho infrecuente: la creación de una película excepcional, surgida de
una magnífica novela, que, sin embargo, mantiene una “fidelidad” absoluta
respecto a su fuente original.
No obstante, ¿en
que consiste tal “fidelidad”[2]?
¿En que la película abarque todos los elementos argumentales de la novela? ¿En
que el guión adopte, sin apenas cambios, diálogos enteros de la obra original?
¿En que la ambientación –trajes, decorados, exteriores– sea un reflejo
aparentemente exacto de la que se muestra en el texto literario? ¿En que el
“espíritu” de la obra de Di Lampedusa –sea éste cual sea– se halle presente en
la película de Visconti? Podríamos responder afirmativamente –con matices– a
todas estas preguntas y a otras similares. No obstante, si la película El gatopardo fuera únicamente esa suma
de fidelidades quizás carecería de valor como obra cinematográfica autónoma.
Lo que me
propongo aquí es demostrar cómo Visconti y sus colaboradores logran, mediante
la puesta en escena, aportar elementos puramente cinematográficos a partir de
un texto que no “vulneran”, texto al que no son “infieles”, pero que no se
limitan a seguir servilmente al pie de la letra. Para ello, examinaremos una
breve escena, la llegada del príncipe de Salina, su familia y su séquito, a su
residencia veraniega de Donnafugata. La primera parada se realiza en la plaza
del pueblo, muy cerca de la iglesia, donde los nobles reciben la bienvenida
formal de las autoridades y de la población. Se apean de sus carruajes y da
comienzo un ritual que se repite todos los años –aunque éste sea un año
especial: el de la unificación de Italia–, la recepción ofrecida por el pueblo
y el acto de acción de gracias que tendrá lugar en el interior de la iglesia.
Así lo narra Di Lampedusa:
Los coches con la servidumbre, los niños
y «Bendicò» se dirigieron al palacio. Pero, como exigía el antiquísimo rito,
los demás, antes de poner los pies en la casa, tenían que escuchar un Te Deum
en la iglesia. Por lo demás ésta se hallaba a dos pasos, y se dirigieron a ella
en cortejo, polvorientos pero imponentes los recién llegados y resplandecientes
pero humildes las autoridades. Iba delante don Ciccio Ginestra que, con el
prestigio del uniforme, abría el paso a los demás. Detrás iba el príncipe dando
el brazo a la princesa y parecía un león satisfecho y manso. Tras él, Tancredi
llevando a su derecha a Concetta en quien aquella ida a una iglesia al lado de
su primo le producía una gran turbación y un dulcísimo deseo de llorar, estado
de ánimo que no fue precisamente aliviado por una fuerte presión que el
diligente jovencito ejercía en su brazo, con la sola intención, claro está, de
evitarle los baches y las mondas que constelaban el camino. Tras ellos iban en
desorden los demás. El organista había salido escapado para tener tiempo de
depositar a «Teresina» en casa y encontrarse luego en su resonante puesto en el
momento en que los demás entraran en la iglesia. Las campanas no dejaban de
alborotar, y en las paredes de las casas las frases de «¡Viva Garibaldi!»,
«¡Viva el rey Vittorio!» y «¡Muera el rey borbón!», que una brocha inexperta
había escrito dos meses antes, se descolorían y parecían querer penetrar en la
pared. Estallaban los cohetes mientras ellos subían la escalinata, y cuando el cortejuelo
entró en la iglesia, don Ciccio Tumeo, que había llegado perdiendo el resuello,
pero a punto, atacó con ímpetu la pieza Quiéreme,
Alfredo.
La nave estaba abarrotada de gente
curiosa entre sus toscas columnas de mármol rojo. La familia Salina se sentó en
el coro y durante la breve ceremonia don Fabrizio se exhibió a la multitud,
magnífico. La princesa estaba a punto de desmayarse a causa del calor y el
cansancio, y Tancredi, con el pretexto de espantar las moscas, rozó más de una
vez la rubia cabeza de Concetta. Todo estaba en orden y, después del sermoncito
de monseñor Trottolino, todos se inclinaron ante el altar, se dirigieron hacia
la puerta y salieron a la plaza, sobre la que caía un sol de justicia.[3]
Y
en efecto, la comitiva se dirige a la iglesia entre los acordes, un tanto
irónicos, del arreglo musical de Nino Rota (1).
1 |
El polvo,
sacudido por el cálido viento siciliano (2),
tendrá una importancia fundamental al término de la secuencia.
2 |
La música de la
banda municipal da paso al no menos irónico –dada la situación– Quiéreme, Alfredo verdiano interpretado
por al órgano don Ciccio (3); el
aria dará paso al más solemne Te Deum, que viene a simbolizar la
bienaventuranza de la llegada de los señores a sus dominios.
3 |
La imagen del
altar: la cámara desciende hasta que nos muestra al grupo de sacerdotes y
monaguillos (4). Tanto este plano
como el siguiente son una preparación para el plano con el que ha de culminar
la secuencia.
4 |
A continuación,
un plano de la familia justo antes de sentarse en las sillas del coro (5). Los príncipes ocupan el lugar
central; en primer término se halla el hijo mayor, Francesco; a su izquierda,
Concetta, Tancredo y otra de las hijas de los príncipes; los dos niños se
hallan al lado de los príncipes; el cuadro familiar se cierra, en el extremo
del cuadro, con el trío formado por la institutriz de los hijos pequeños, el
preceptor y el niño que aquélla sostiene sentado en sus rodillas.
5 |
Después de un
breve diálogo entre el príncipe y su esposa sobre la conveniencia de a quién
invitar a una recepción en su palacio, lo que viene a continuación y cierra la
secuencia es un añadido puramente cinematográfico: un lento travelling lateral que nos muestra
pausadamente a toda la familia Salina sentada en el coro. Veamos la secuencia
completa:
¿Cuál es el
sentido de este movimiento de cámara que nos muestra a la familia Salina? El
plano (6) (infra) aprovecha magníficamente
los momentos previos –hemos visto a los personajes cubiertos de polvo tras
descender de sus carruajes; el viento esparcía el polvo por la plaza del pueblo–
para conseguir un efecto determinado merced a la presencia, nada forzada, de
unos pocos elementos: los representantes de la nobleza, protagonistas del relato,
sentados en las sillas del coro cubiertos de polvo. Y sin embargo, hay algo en
el plano que trasciende el mero significado de lo aparente. ¿Qué son esos
personajes? Su inmovilidad, su hieratismo, la expresión de los rostros, cansada
a la par que inexpresiva, y esa pátina que cubre atavíos y caras nos dan la
sensación de que nos hallamos ante figuras fantasmagóricas, seres inanimados
como las esculturas que se nos mostraban en el plano que se iniciaba desde lo
alto del altar y que concluía con la visión de sacerdotes y monaguillos de
espaldas a los feligreses. En efecto: la familia Salina está compuesta de
“muertos”. Son fantasmas del pasado. Una idea que novela y película reiteran es
la extinción de su clase social. La nobleza ya no tiene sentido en estos nuevos
tiempos y está condenada a desaparecer, dejando su poder e influencia en manos
de los burgueses –y de ahí el matrimonio concertado entre Tancredi,
representante de una clase social que, pese a todo, quiere sobrevivir, y
Angélica, la hija del burgués próspero –pero falto de elegancia y educación–
que incluso tiene ambiciones políticas.
Hacia el final
tanto de la novela como de la película, el príncipe de Salina exclama
desalentado: “Nosotros fuimos los Gatopardos, los leones. Quienes nos
sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas,
continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”[4].
Este movimiento de cámara muestra, de una manera bella y elegante, sin palabras
y con un aprovechamiento ejemplar de un momento episódico perfectamente
integrado en la narración, una de las ideas principales que se halla en El Gatopardo: la desaparición de una
clase social.
6 |
[1] La bibliografía acerca de las
relaciones entre cine y literatura es, por supuesto, copiosa. A modo de
introducción, el curioso lector puede acercarse al volumen de Pere Gimferrer, Cine y literatura, Austral, Madrid, 2012
(versión puesta al día y ampliada del original editado en 1985); asimismo son
útiles los textos de Jorge Urrutia, Imago Litterae: Cine, literatura, Alfar,
Sevilla, 1984, José María Latorre, Los
sueños de la palabra, Laertes, Barcelona, 1992 y José Luis Sánchez Noriega,
De la literatura al cine: teoría y
análisis de la adaptación. Barcelona, Paidós, 2000. También resulta
provechoso, sin alejarnos de los autores patrios, el estudio de Juan Miguel
Company, El trazo de la letra en la
imagen, Cátedra, Madrid, 1987. El número especial de la revista Archipiélago, El cine: de la barraca de feria al audiovisual, 22 (1995) contiene
interesantes artículos, así como el volumen editado por Barry Keith Grant, Film Genre Reader, University of Texas,
Austin, 1988. Un excelente estudio lo proporciona un libro hoy olvidado: Frank
D. McConnell, El cine y la imaginación
romántica, trad. de Ramón Font, Gustavo Gili, Barcelona, 1977. No conviene
olvidar el estudio de André Bazin, Teatro
y cine, presente en ¿Qué es el cine?,
trad. de José Luis López Muñoz, Rialp, Madrid, 1999, pp. 151–202. Son también
numerosos los textos de los creadores; desde el famoso artículo de Sergei M.
Eisenstein, “Dickens, Griffith y el filme de hoy”, en Teoría y técnica cinematográficas, trad. de María de Quadras,
Rialp, Madrid, 1989, pp. 249–309, a las reflexiones de Alexander Mackendrick, On Film–making, Faber and Faber, Nueva
York, 2004 (en especial el segmento titulado “Dramatic Construction”), pasando
por los ocasionales escritos de Carl Th. Dreyer, Sobre el cine, Semana Internacional de Cine de Valladolid,
Valladolid, 1995, entre otros muchos. La lista aquí ofrecida no pretende ser
exhaustiva ni es un muestrario de los gustos de quien esto escribe: se trata de
una apretada selección de textos para el lector interesado o poco avezado en
estas cuestiones.
[2] Un
concepto difícil de definir en lo que respecta a las relaciones entre un texto
literario y su correspondiente versión fílmica. Nada extraño si tenemos en
cuenta que conceptos tales como “género cinematográfico” o “el modelo narrativo
clásico de Hollywood”, por poner un par de ejemplos bien conocidos, siguen
siendo hoy objeto de apasionadas disputas en cuanto a sus características
concretas y cabal definición.
[3] Cito
por la edición de Raffaelle Pinto, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo, trad. de Fernando
Gutiérrez, Cátedra, Madrid, 1995.
Como el sinsustancia que soy, en estos casos siempre cito el viejo chiste de las dos cabras. Una, después de haber destrozado la carcasa de un viejo cartucho de vídeo, se está comiendo la cinta. La otra cabra le pregunta si le gusta, a lo que la primera responde: “Me gustó más el libro”.
ResponderEliminarEso me suele pasar a mí, pero este es uno de esos casos en los que el libro y la película me han encantado. Cada uno en su género, mantienen la tesis central, que tú has subrayado, pero el placer de verlo, de ver a esos fantasmas cubiertos de polvo, con esa música del exterior y la del interior, tan de pueblo (qué gran acierto que la música en directo suene así de pueblerina y de mal).
En fin, nos has hecho un relato maravilloso. Pocas veces sucede esto y creo que es porque no se trata de una adaptación, sino de una creación.
Gracias de nuevo