jueves, 15 de mayo de 2014

UN PLANO QUE ENCIERRA UNA PELÍCULA –Y UNA NOVELA («EL GATOPARDO»/«IL GATTOPARDO», LUCHINO VISCONTI, 1963)

Por Juan Gorostidi


Es frecuente citar el caso de El Gatopardo (Il gattopardo, Luchino Visconti, 1963) como ejemplo de una excelente adaptación cinematográfica de una notable novela. Incluso  en ocasiones se la considera una “excepción”, una especie de rara avis dentro de lo que, en el campo de relaciones entre cine y literatura[1], sería un hecho infrecuente: la creación de una película excepcional, surgida de una magnífica novela, que, sin embargo, mantiene una “fidelidad” absoluta respecto a su fuente original.

No obstante, ¿en que consiste tal “fidelidad”[2]? ¿En que la película abarque todos los elementos argumentales de la novela? ¿En que el guión adopte, sin apenas cambios, diálogos enteros de la obra original? ¿En que la ambientación –trajes, decorados, exteriores– sea un reflejo aparentemente exacto de la que se muestra en el texto literario? ¿En que el “espíritu” de la obra de Di Lampedusa –sea éste cual sea– se halle presente en la película de Visconti? Podríamos responder afirmativamente –con matices– a todas estas preguntas y a otras similares. No obstante, si la película El gatopardo fuera únicamente esa suma de fidelidades quizás carecería de valor como obra cinematográfica autónoma.

Lo que me propongo aquí es demostrar cómo Visconti y sus colaboradores logran, mediante la puesta en escena, aportar elementos puramente cinematográficos a partir de un texto que no “vulneran”, texto al que no son “infieles”, pero que no se limitan a seguir servilmente al pie de la letra. Para ello, examinaremos una breve escena, la llegada del príncipe de Salina, su familia y su séquito, a su residencia veraniega de Donnafugata. La primera parada se realiza en la plaza del pueblo, muy cerca de la iglesia, donde los nobles reciben la bienvenida formal de las autoridades y de la población. Se apean de sus carruajes y da comienzo un ritual que se repite todos los años –aunque éste sea un año especial: el de la unificación de Italia–, la recepción ofrecida por el pueblo y el acto de acción de gracias que tendrá lugar en el interior de la iglesia. Así lo narra Di Lampedusa:

Los coches con la servidumbre, los niños y «Bendicò» se dirigieron al palacio. Pero, como exigía el antiquísimo rito, los demás, antes de poner los pies en la casa, tenían que escuchar un Te Deum en la iglesia. Por lo demás ésta se hallaba a dos pasos, y se dirigieron a ella en cortejo, polvorientos pero imponentes los recién llegados y resplandecientes pero humildes las autoridades. Iba delante don Ciccio Ginestra que, con el prestigio del uniforme, abría el paso a los demás. Detrás iba el príncipe dando el brazo a la princesa y parecía un león satisfecho y manso. Tras él, Tancredi llevando a su derecha a Concetta en quien aquella ida a una iglesia al lado de su primo le producía una gran turbación y un dulcísimo deseo de llorar, estado de ánimo que no fue precisamente aliviado por una fuerte presión que el diligente jovencito ejercía en su brazo, con la sola intención, claro está, de evitarle los baches y las mondas que constelaban el camino. Tras ellos iban en desorden los demás. El organista había salido escapado para tener tiempo de depositar a «Teresina» en casa y encontrarse luego en su resonante puesto en el momento en que los demás entraran en la iglesia. Las campanas no dejaban de alborotar, y en las paredes de las casas las frases de «¡Viva Garibaldi!», «¡Viva el rey Vittorio!» y «¡Muera el rey borbón!», que una brocha inexperta había escrito dos meses antes, se descolorían y parecían querer penetrar en la pared. Estallaban los cohetes mientras ellos subían la escalinata, y cuando el cortejuelo entró en la iglesia, don Ciccio Tumeo, que había llegado perdiendo el resuello, pero a punto, atacó con ímpetu la pieza Quiéreme, Alfredo.

La nave estaba abarrotada de gente curiosa entre sus toscas columnas de mármol rojo. La familia Salina se sentó en el coro y durante la breve ceremonia don Fabrizio se exhibió a la multitud, magnífico. La princesa estaba a punto de desmayarse a causa del calor y el cansancio, y Tancredi, con el pretexto de espantar las moscas, rozó más de una vez la rubia cabeza de Concetta. Todo estaba en orden y, después del sermoncito de monseñor Trottolino, todos se inclinaron ante el altar, se dirigieron hacia la puerta y salieron a la plaza, sobre la que caía un sol de justicia.[3]

Y en efecto, la comitiva se dirige a la iglesia entre los acordes, un tanto irónicos, del arreglo musical de Nino Rota (1).
1

El polvo, sacudido por el cálido viento siciliano (2), tendrá una importancia fundamental al término de la secuencia.


2

La música de la banda municipal da paso al no menos irónico –dada la situación– Quiéreme, Alfredo verdiano interpretado por al órgano don Ciccio (3); el aria dará paso al más solemne Te Deum, que viene a simbolizar la bienaventuranza de la llegada de los señores a sus dominios.

3

La imagen del altar: la cámara desciende hasta que nos muestra al grupo de sacerdotes y monaguillos (4). Tanto este plano como el siguiente son una preparación para el plano con el que ha de culminar la secuencia.


4

A continuación, un plano de la familia justo antes de sentarse en las sillas del coro (5). Los príncipes ocupan el lugar central; en primer término se halla el hijo mayor, Francesco; a su izquierda, Concetta, Tancredo y otra de las hijas de los príncipes; los dos niños se hallan al lado de los príncipes; el cuadro familiar se cierra, en el extremo del cuadro, con el trío formado por la institutriz de los hijos pequeños, el preceptor y el niño que aquélla sostiene sentado en sus rodillas.

5
Después de un breve diálogo entre el príncipe y su esposa sobre la conveniencia de a quién invitar a una recepción en su palacio, lo que viene a continuación y cierra la secuencia es un añadido puramente cinematográfico: un lento travelling lateral que nos muestra pausadamente a toda la familia Salina sentada en el coro. Veamos la secuencia completa:


¿Cuál es el sentido de este movimiento de cámara que nos muestra a la familia Salina? El plano (6) (infra) aprovecha magníficamente los momentos previos –hemos visto a los personajes cubiertos de polvo tras descender de sus carruajes; el viento esparcía el polvo por la plaza del pueblo– para conseguir un efecto determinado merced a la presencia, nada forzada, de unos pocos elementos: los representantes de la nobleza, protagonistas del relato, sentados en las sillas del coro cubiertos de polvo. Y sin embargo, hay algo en el plano que trasciende el mero significado de lo aparente. ¿Qué son esos personajes? Su inmovilidad, su hieratismo, la expresión de los rostros, cansada a la par que inexpresiva, y esa pátina que cubre atavíos y caras nos dan la sensación de que nos hallamos ante figuras fantasmagóricas, seres inanimados como las esculturas que se nos mostraban en el plano que se iniciaba desde lo alto del altar y que concluía con la visión de sacerdotes y monaguillos de espaldas a los feligreses. En efecto: la familia Salina está compuesta de “muertos”. Son fantasmas del pasado. Una idea que novela y película reiteran es la extinción de su clase social. La nobleza ya no tiene sentido en estos nuevos tiempos y está condenada a desaparecer, dejando su poder e influencia en manos de los burgueses –y de ahí el matrimonio concertado entre Tancredi, representante de una clase social que, pese a todo, quiere sobrevivir, y Angélica, la hija del burgués próspero –pero falto de elegancia y educación– que incluso tiene ambiciones políticas.

Hacia el final tanto de la novela como de la película, el príncipe de Salina exclama desalentado: “Nosotros fuimos los Gatopardos, los leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”[4]. Este movimiento de cámara muestra, de una manera bella y elegante, sin palabras y con un aprovechamiento ejemplar de un momento episódico perfectamente integrado en la narración, una de las ideas principales que se halla en El Gatopardo: la desaparición de una clase social.
6












[1] La bibliografía acerca de las relaciones entre cine y literatura es, por supuesto, copiosa. A modo de introducción, el curioso lector puede acercarse al volumen de Pere Gimferrer, Cine y literatura, Austral, Madrid, 2012 (versión puesta al día y ampliada del original editado en 1985); asimismo son útiles los textos de Jorge Urrutia,  Imago Litterae: Cine, literatura, Alfar, Sevilla, 1984, José María Latorre, Los sueños de la palabra, Laertes, Barcelona, 1992 y José Luis Sánchez Noriega, De la literatura al cine: teoría y análisis de la adaptación. Barcelona, Paidós, 2000. También resulta provechoso, sin alejarnos de los autores patrios, el estudio de Juan Miguel Company, El trazo de la letra en la imagen, Cátedra, Madrid, 1987. El número especial de la revista Archipiélago, El cine: de la barraca de feria al audiovisual, 22 (1995) contiene interesantes artículos, así como el volumen editado por Barry Keith Grant, Film Genre Reader, University of Texas, Austin, 1988. Un excelente estudio lo proporciona un libro hoy olvidado: Frank D. McConnell, El cine y la imaginación romántica, trad. de Ramón Font, Gustavo Gili, Barcelona, 1977. No conviene olvidar el estudio de André Bazin, Teatro y cine, presente en ¿Qué es el cine?, trad. de José Luis López Muñoz, Rialp, Madrid, 1999, pp. 151–202. Son también numerosos los textos de los creadores; desde el famoso artículo de Sergei M. Eisenstein, “Dickens, Griffith y el filme de hoy”, en Teoría y técnica cinematográficas, trad. de María de Quadras, Rialp, Madrid, 1989, pp. 249–309, a las reflexiones de Alexander Mackendrick, On Film–making, Faber and Faber, Nueva York, 2004 (en especial el segmento titulado “Dramatic Construction”), pasando por los ocasionales escritos de Carl Th. Dreyer, Sobre el cine, Semana Internacional de Cine de Valladolid, Valladolid, 1995, entre otros muchos. La lista aquí ofrecida no pretende ser exhaustiva ni es un muestrario de los gustos de quien esto escribe: se trata de una apretada selección de textos para el lector interesado o poco avezado en estas cuestiones.


[2] Un concepto difícil de definir en lo que respecta a las relaciones entre un texto literario y su correspondiente versión fílmica. Nada extraño si tenemos en cuenta que conceptos tales como “género cinematográfico” o “el modelo narrativo clásico de Hollywood”, por poner un par de ejemplos bien conocidos, siguen siendo hoy objeto de apasionadas disputas en cuanto a sus características concretas y cabal definición.


[3] Cito por la edición de Raffaelle Pinto, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo, trad. de Fernando Gutiérrez, Cátedra, Madrid, 1995.



[4] El Gatopardo, ed. cit., p. 204.

1 comentario:

  1. Como el sinsustancia que soy, en estos casos siempre cito el viejo chiste de las dos cabras. Una, después de haber destrozado la carcasa de un viejo cartucho de vídeo, se está comiendo la cinta. La otra cabra le pregunta si le gusta, a lo que la primera responde: “Me gustó más el libro”.

    Eso me suele pasar a mí, pero este es uno de esos casos en los que el libro y la película me han encantado. Cada uno en su género, mantienen la tesis central, que tú has subrayado, pero el placer de verlo, de ver a esos fantasmas cubiertos de polvo, con esa música del exterior y la del interior, tan de pueblo (qué gran acierto que la música en directo suene así de pueblerina y de mal).

    En fin, nos has hecho un relato maravilloso. Pocas veces sucede esto y creo que es porque no se trata de una adaptación, sino de una creación.

    Gracias de nuevo

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