A George A. Romero se
lo considera el padre del cine de zombis moderno, surgido a finales de los años
sesenta con La noche de los muertos
vivientes (1968) y distinto del clásico de los treinta. El zombi de Romero es
diverso del de Halperin (White Zombie,
1932) y Tourneur (I Walked with a Zombie,
1943). En los zombis de Halperin, Luis ve ya una metáfora del capitalismo
colonial: trabajadores convertidos en autómatas, en esclavos. Pero en estos
films el zombi va ligado a la cultura de origen africano y al vudú. Y Romero no
sigue esa mitología fantástica, sino que inventa una propia, moderna. Sí que
parte de la ambigua y escalofriante categoría de los zombis, seres humanos que
ya no lo son, carne muerta (A. J. Navarro), pero para recalar no en el cine
fantástico, sino en el de terror.
Pero su cine no se
agota ahí. No es sólo un cine de género, de terror, sino que hay algo más. Como
dice Luis, aunque Romero no hable de zombis, siempre habla de muertos; y,
aunque siempre hable de muertos, no siempre habla de la muerte. Analizar y
mostrar esa visión, esa mirada, ese algo más que un cine de zombis, es el
objeto central del libro de Luis.
La originalidad del
enfoque de Luis acompaña a la originalidad del propio texto de Romero. Se trata
de dos textos que dialogan. El libro es una “aventura de palabras”, como dice Luis
en la dedicatoria, pero de palabras “precisas”, como dice Silvio Rodríguez. No
es un estudio al uso: demuestra una profundidad, una madurez y unos
conocimientos insólitos, o sea, poco frecuentes en nuestros ámbitos, y no ya sólo
entre los jóvenes investigadores. Sobre todo si se tiene en cuenta la escasa y
deficiente atención de la bibliografía y la crítica españolas a la obra de
Romero, como se ve en el Anexo del
libro, cuando Luis comenta una a una todas sus películas. Sólo recientemente, a
partir de la moda de zombis del siglo XXI, por un lado, y de películas como La tierra de los muertos vivientes (2005)
y El diario de los muertos (2007), se
ha valorado a Romero como merece.
La tesis central del libro
es que el cine de Romero es un cine moderno. Su obra, bajo la apariencia de ser
un cine popular, marginal, rudo, desaseado, grotesco, en algunos casos, y de
género, sin embargo presenta no sólo rasgos autorales, sino también una visión
crítica y sociopolítica del capitalismo y del modo de vida americano, del
llamado “sueño americano”, de manera indirecta, implícita o disimulada bajo el
disfraz, la coartada o el pretexto de cine de zombis y otras temáticas. Como
dice el propio Romero, sus zombis son ganchos comerciales. “Son un as de la
manga. Si propusiera un guión sobre un tema sociopolítico, nadie me daría
dinero”. Es la carnaza en la que pican los fans. Por mi parte, señalaré que
este enfoque también corre el riesgo de que su público se quede en eso y no vea
más allá.
Los muertos y los
zombis sirven más como metáfora sociopolítica dentro de un género, el de
terror, que no es el del cine fantástico. En este sentido, cabe destacar el
papel del cómic americano de los años cincuenta (en especial de los productos
de EC, en los que también se inspira Stephen King). Esa estética, más que la
del cine fantástico clásico, es la que influye en las temáticas y la puesta en
escena de Romero, no ya sólo cuando se presenta explícitamente (Creepshow, 1982), sino también en sus
demás obras. O, si acaso, en la forma interior en que se configura el llamado
“gótico americano”, en el que los monstruos viven dentro, no vienen de fuera,
como en el gótico europeo. Luis dice que el gótico americano es realista,
naturalista. Puede ser, y desde luego se trata de cierto tipo de género gótico,
si es que puede llamarse así, pero que se expresa a través del género de
terror, a través de la exteriorización de los terrores interiores del ser
humano, donde anidan el mal y la oscuridad, con enlaces hacia lo fantástico,
como en La mujer pantera (Tourneur,
1942). En todo caso, se produce una sustitución
de la imaginería gótica europea: la casa y la cabaña en lugar del castillo. Luis
ejemplifica ese cambio al señalar que Romero abandona el cementerio en La noche de los muertos vivientes. Los
demás espacios evidentemente no son góticos sino cotidianos, los propios del
cine de terror. El cementerio en esa película no connota ya lo gótico, sino que
lo trata como un espacio cotidiano que súbitamente y por sorpresa se ve
alterado por la presencia de alguien que resulta ser un muerto que anda y ataca
a una pareja de hermanos que ha ido al camposanto, no por la noche a abrir una
tumba, sino por el día y a llevar flores. Destaca también la opción estilística
por el blanco y negro, próximo al cinéma
vérité, al estilo documental, que sirve para reforzar la idea de situar el
horror aquí, no en un ámbito sobrenatural.
Más que la ambigüedad
fantástica del muerto/vivo, en el cine de Romero el sentido se desplaza hacia
la metáfora sociopolítica, no siempre presentada directamente al espectador,
sino a través de imágenes modernas del momento, de la época, de la lucha por
los derechos civiles en los años sesenta; de los “pueblerinos” con sus rifles y
sus perros a la caza de negros en la América profunda, conservadora y
reaccionaria (recordemos el “casual” disparo final contra el negro al que
confunden con un zombie en La noche de
los muertos vivientes); de la guerra del Vietnam, incluso con sus
iconografías (ataques a poblados, cuerpos calcinados, etc.). La idea se
prolonga después del 11 S, con la revuelta contra el sistema americano en la época
de la globalización de los zombis, ahora convertidos en los parias del mundo,
en los excluidos del sistema, en las últimas películas de Romero (La tierra de los muertos, 2005), en las
que se nos habla de la barbarie de la globalización y del capitalismo y su
voracidad, de la dualidad entre opresores (un búnker de magnates) y oprimidos (un
lumpen global). “Cuando un pueblo oprimido sufre profundamente no oyes
palabras, sino gruñidos y gemidos”. Fin de la civilización, vaciado de lo
público, de las instituciones, incluidas las del Welfare State. Los muertos como metáfora del terror y de los
terrores y el terror mayor de los vivos y sus miserias.
Los muertos vivientes,
si bien aparecen al principio como algo siniestro (en el film inaugural, casi invocados
por la pareja de hermanos que visita el cementerio), como el retorno de lo
reprimido, van a ser en la filmografía de Romero un marco, un telón de fondo
sobre el que expresar la no vida de los vivos, los muertos/vivientes y los
vivos/muertos, que, bajo una apariencia de vida, en realidad están muertos sin
saberlo. Los muertos caminan incesantemente como autómatas, sin raciocinio,
como horda, sin dirección; Luis dice que
como masa, aunque se ve más ese carácter cuando tienen un líder, como ocurre en
La tierra de los muertos, una clara
metáfora política.
En todo caso, son como una
nueva especie, que se mueve con “vida”, pero con una vida reducida a un impulso
primario e instintivo (salvo en La tierra
de los muertos vivientes, en la que, sin que sepamos cómo, empiezan a
evolucionar, a observar, a aprender, a pensar y a comunicarse), como alienados
y vacíos. No obstante, a lo largo de la filmografía de Romero hay zombis que
se han hecho ya fuertes, rápidos y más agresivos, conforme se radicaliza la
metáfora sociopolítica y los zombis aparecen como excluidos del mundo de los
vivos, como parias y seres hambrientos en la periferia del sistema. Como dice
León Felipe: “Hay muchos monstruos bajo la capa del cielo y para todos se pide
tolerancia”.
Los vivos vagan errantes
por las ruinas de un mundo abandonado, por barriadas y tiendas (por los bosques
y el campo también, aunque la serie The Walking
Dead presenta un espacio disperso, pese a que los vivos se refugian como
siempre en cárceles o espacios semicerrados, como la pequeña ciudad del
gobernador). ¿Son distintos de los zombis? Aparentemente sí, pues ese es el
punto de vista del director, un relato narrado desde el punto de vista de los
vivos, que debe ser el del espectador. Pero Romero guarda sus distancias
respecto de los vivos. También los ve, si no como una especie aparentemente
nueva, sí en una situación nueva, y, pese a todo, con todos los rasgos actuales,
ya de por sí destructivos, mostrando sin decirlo las causas que han llevado al
apocalipsis. Los espacios cerrados en que se mueven, ya de por sí carcelarios,
a la defensiva (personajes sitiados), o galerías y subterráneos, entran, a mi
juicio, dentro de la tradición americana del western o de películas como Asalto
a la comisaría del distrito 13 (Carpenter, 1976); fantasmas y miedos
arraigados en el inconsciente americano desde la colonización y ahora tumba de
su sueño. En La noche de los muertos
vivientes, a esa idea se le da una vuelta de tuerca, con la muerte del protagonista, que consigue salir vivo de entre
los muertos, pero no de entre los vivos.
Más terrorífica es todavía
la creación de un momento postapocalíptico, sin que sea necesario mostrar las
causas. Se trata de un caso diferente al de las películas en las que llega el
fin del mundo, de manera inminente, inevitable, que lleva a la esperanza de
salvarse de alguna manera con arcas de Noé para ricos, o a sobrevivir tras el
estallido del meteorito de turno, o a la toma de conciencia de que no hay
salvación posible, como en Melancholia
(Von Trier, 2011). Aquí el apocalipsis se ha producido ya, pero no es seguro
que el presente tenga futuro alguno.
En el cine de Romero,
el presente está corrompido, caduco. A través de lo apocalíptico es posible
“revelar”, “mostrar” un presente de estas características, engañando así a la
censura “económica” de la producción cinematográfica. Lo importante es que la
civilización actual ya ha llegado ahí a una fase post-, en la que sin embargo se mantienen nuestras mismas pautas y
valores. Se nos muestra una minoría superviviente que deja mucho que desear, en
un tiempo suspendido, sin pasado y sin futuro, y que sigue moviéndose como un
miembro amputado.
No solo hay “supervivencia”,
precaria e insegura, sino también “pervivencia”
de los valores y miserias del presente: el individualismo; los valores de la
familia, fuente de horror y alienación, pero último refugio al que siempre se
vuelve utópicamente; lo salvaje latente; la violencia; la lucha entre clanes
por el poder, como si estuviéramos en un western,
con su carga de odio y conservadurismo americano, en una especie de hibridación
de géneros; el consumismo. Es decir, lo que criticaba la generación de los años
sesenta, la sociedad de consumo y el modo de vida americano, solo que todavía más
degradados. Los vivos siempre aparecen como individuos egoístas, insolidarios;
raramente se organizan de manera social y colectiva; se rigen por la ley del “sálvese
quien pueda”.
Sin embargo, tal como
muestra el libro de Luis, el cine de Romero no se agota ahí. En él encontramos
también el tema de la escisión y el doble (como en Atracción diabólica, 1988, y La
mitad oscura, 1993), la emergencia de la otra cara monstruosa, reprimida. Y
también el papel de los medios de comunicación, especialmente la televisión, sus
noticieros, y el propio cine. Industria del aislamiento, de la incomunicación,
de la manipulación, de la noticia y los noticiarios como espectáculo. “Toda
cámara es discurso”. La imagen doméstica, una cámara de vídeo, no es garante de
verdad, sino que siempre hay puesta en escena y finalmente lo que muestra, “la
verdad”, deviene espectáculo, ficción, la del film inicial que se está rodando
(El diario de los muertos, 2007). El
documental es “falso”, es también puesta en escena. La cámara de video es un
personaje más. Se muestra así la abolición de las fronteras entre documental y
ficción, quizás por la influencia de los falsos documentales en el cine
americano de esa época.
No el medio (los media) es el
mensaje, sino “el miedo es el mensaje”.
El cine de Romero es una crítica, propia de los años sesenta, de la sociedad de
masas, del consumismo, del belicismo de los militares, de la violencia del
sistema, de la alienación y la despersonalización. En suma, se abordan las
contrapartidas del “sueño americano”, sus costes. De ahí el centro comercial
como lugar simbólico o metafórico del sistema, de la sociedad de consumo, al
que siguen yendo los zombis como un atavismo/recuerdo probablemente del acto
más importante de su vida, de cuando estaban vivos (“zombis consumistas”). Un
orden hipnótico como los símbolos de la modernidad de Baudelaire y W. Benjamin
(“París, capital del siglo XIX”) hablando de las escaparates parisinos,
presente también en la novela de Zola sobre los grandes almacenes (El paraíso de las damas), ya metáfora de
la abundancia frente a la miseria en Tiempos
modernos (Chaplin, 1936), cuando Charlot pasa la noche en unos grandes
almacenes. El sociólogo George Ritzer ha llamado a los centros comerciales
“islas de los muertos vivientes”. Es el fetichismo de la mercancía (Marx, Benjamin),
y el consumidor como autómata que conserva ese instinto de comprar aun
convertido en zombie. Una vanitas barroca.
Aun cuando el mundo toca a su fin, sigue la obsesión de acaparar y consumir. Protagonistas,
bandidos y zombis en lucha por los centros comerciales. La idea se repite en Amanecer de los muertos (2004), de James
Gunn, remake del film homónimo
realizado por Romero en 1976. No obstante, el saqueo de grandes almacenes y
toda su “disponibilidad” causa un efecto ambivalente sobre los espectadores a
causa de la idea de “habitar en un centro comercial”, con todo dispuesto para
ser tomado, sin pagar. Ya el uso de la tarjeta propicia el ensueño del saqueo.
Véanse fenómenos de saqueos en barrios no necesariamente marginales en
Inglaterra recientemente.
La moda actual de los zombis
y el peligro de trasladarlos al ámbito de la comedia juvenil, siguiendo el
ejemplo de Crepúsculo, quizás explique
el distanciamiento y el descreimiento sobre los propios zombis en la última película
de Romero, La resistencia de los muertos (2009),
un western inspirado en Horizontes de grandeza (Wyler, 1958), aunque
sin sus grandes panorámicas ni su grandilocuencia, dice Luis. En ella, Romero
recurre más que en otras obras a un humor cercano al cómic, absurdo, grotesco,
excesivo y hasta infantil en algunos momentos, creando a veces un dibujo
animado sangriento y monigotes a los que reventar de mil maneras. Es decir, una
pura diversión, el simple disfrute de hacer películas de zombis y reírse con
ellas y de ellas. No obstante, el cine de Romero es mucho más, como acredita el
diálogo que con él ha establecido Luis en este libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario