por el señor Snoid
Siempre nos ha sorprendido que habitualmente se califique la época victoriana como un periodo de “moral hipócrita”. ¿Quiere esto decir que bajo la exaltación de una virtud “ceremonial” se escondían el vicio y el desenfreno? Pues la verdad es que tan escondidos no estaban, pues en el barrio de Haymarket en Londres —el centro del mundo entonces— había decenas de burdeles con centenares de prostitutas, Jack el Destripador despanzurraba a unas cuantas pobrecillas a su antojo, la reina Victoria, ya viuda y casi una anciana, tenía un rollo con un sirviente indio y los “excesos” (como en toda sociedad opulenta de cualquier época) campaban a sus anchas. Consideremos los testimonios que nos proporciona la ficción: Vanity Fair es la historia de una joven que se sale con la suya, pese a quien pese, en medio de una sociedad podrida. Stevenson, cuya obra fue catalogada por Nabokov y Burgess como “libros para chavales”, nos muestra en The Strange Case of Doctor Jekyll & Mr. Hyde una historia que dista bastante de la tradicional interpretación de “el mal (Hyde) que aflora en un hombre intrínsecamente bueno (Jekyll)”. El autor nos deja entrever que el buen doctor, filántropo en sus ratos libres mientras no preparaba excéntricas pócimas, no era precisamente un dechado de virtudes (putero que llevaba en secreto eso que llaman vida disipada). O el reverso de la moneda: nos hallamos en una época dilatada en el tiempo en la que se producen numerosos y trascendentales cambios. El triunfo de una burguesía adinerada. Una nobleza urbana y también rural que, a diferencia de la española, no era ociosa. Y un proletariado urbano que sufre de lo lindo. Y a la vez surgen amplios movimientos reformistas (religiosos y laicos) que intentan mejorar la vida de la plebe y, entre otras cosas, despertar la conciencia de las mujeres para que posean un papel activo en el mundo (de los hombres). Feministas y sufragistas herederas de mujeres de generaciones anteriores (como la mamá de Mary Shelley, cuya obra está directamente emparentada con Pobres criaturas).
Pobres criaturas es una fábula cuyo trasfondo en clave de fantasía es esta época victoriana. Y la ficción que nos ofrece se puede interpretar como “una defensa de la pedofilia y de la prostitución” o “una defensa del empoderamiento y triunfo de una mujer”. Es decir, conclusiones tan simples como la etiqueta que se le pone a la época victoriana sin el menor empacho. También podríamos considerarla como la historia de una curación —al igual que el Vertigo de Hitchcock, pero sin su apasionante y desmedido romanticismo, claro está—: la que experimenta Bella tras su suicidio mediante el transplante del cerebro de su bebé. Una mujer que resucita para convertirse en alguien mejor, casi perfecto.
Semejante narración requería un tratamiento cómico y estrambótico, y en este sentido, Pobres criaturas pasa fluidamente de los equívocos y retruécanos del habla (Bella al principio habla como una niña de dos años para acabar expresándose con una divertida pedantería: “Me complace en extremo nuestro arreglo matrimonial” le dice a su prometido, el doctor McCandles, en su paseo a la orilla del río, una de las mejores escenas de la película) al retrato esperpéntico mediante el slapstick (momentos en los que la víctima es representada por la figura del seductor profesional que encarna Mark Ruffalo con brillantez) o la muy desinhibida conducta de la protagonista: no olvidemos que es una niña salvaje enfrentada a lo desconocido. En cuanto a esta característica, el relato emplea la extrema libertad con que Bella afronta sus relaciones con los otros personajes para recalcar lo absurdo que es el mundo en que vivimos y para dar cuenta de que Pobres criaturas es asimismo una historia de aprendizaje. El que Bella se haga adicta a “las furiosas acometidas” es parte del proceso. Pronto la chica utilizará el sexo como arma y no como mero instrumento de placer (y las escenas de sexo, abundantes, no dejan de ser una hiperbólica bufonada: otro aditamento cómico a la historia).
El director Yorgos Lanthimos abandona el tono solemne de La favorita (algo que la hacía un tanto insoportable) y también reduce el uso y abuso del gran angular a la primera parte del film, ese Londres victoriano en blanco y negro. Un diseño de producción realmente maravilloso. Unos intérpretes en estado de gracia (una espléndida Emma Stone que pasa de trastabillarse como un bebé torpón a llevar con suma elegancia vestidos de finales del XIX y, entre medias, unos conjuntos extraordinariamente bizarros: en cuanto a esto, regresemos a la realidad “histórica”: en 1854 el Banco de Inglaterra tuvo que prohibir a sus empleados que llevaran chalecos con “estampados excesivamente llamativos”: modas más o menos frikis las ha habido en todas partes y en todo momento —incluso en la Inglaterra victoriana). Y, por una vez, una banda sonora estupenda (cortesía de Jerskin Fendrix) que casa perfectamente con las imágenes.
En conclusión, casi, casi, una obra maestra. Y de quien menos nos lo esperábamos. Y que esta película haya provocado tanta controversia nos sorprende tanto como lo de la “moral hipócrita” de la era victoriana. ¿O deberíamos asumir que aún no hemos salido de ella?
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