por el señor Snoid
Una paradoja: lo mejor y lo peor de El hombre del norte poseen idéntico origen: la voluntad de los responsables del film de plasmar un notable esfuerzo de documentación sobre cómo eran los escandinavos del siglo IX. Ello da como resultado momentos espléndidos: los vikingos traficaban con esclavos, una de sus mayores fuentes de ingresos; el héroe, Amleth, una vez que de niño huye de las garras de su tío, el usurpador del trono, se convierte con el paso de los años en un berserker, la élite de los guerreros vikingos, que atacaban al enemigo en estado de trance y con enorme ferocidad; el paganismo y el honor de blandir una espada, la crueldad en el pillaje, que no respetaba niños, mujeres y ancianos (aunque hay que decir que los monjes irlandeses y británicos eran muy generosos a la hora de pagar tributos para conservar la vida) y una mentalidad muy alejada del cristianismo que, poco tiempo después, también se impondría como una plaga por Escandinavia. No obstante, esta cuidadosa recreación quizá sea un tanto morosa en cuanto a la exhibición de los rituales nórdicos: ceremonias religiosas, protocolos nobiliarios y consultas a hechiceras varias no carecen de interés, pero tienen la desventaja de ralentizar un tanto el curso del relato. El que los personajes hablen como si protagonizaran una saga o Edda islandesa nos parece, sin embargo, una decisión atrevida y acertada.
En cierto modo, El hombre del norte tiene bastantes semejanzas con el primer film de Robert Eggers, La bruja (2016). Si en esta película se nos narraba, con fuerza y veracidad, un drama de fanatismo religioso que desembocaba en tragedia en la Nueva Inglaterra del siglo XVIII, esta saga vikinga presenta también unos personajes que actúan y piensan como hijos de su tiempo y de su cultura —lo que, en ambos casos, puede provocar un sentimiento de extrañeza en el espectador.
En esencia, la narración es sencilla: una historia de venganza que se desarrolla a lo largo de varios años. El comienzo del relato es un tanto trivial: el rey legítimo, Aurvandil (Ethan Hawke) es asesinado por su hermano Fjölrnir (Claes Bang) y el pequeño heredero al trono Amleth tendrá que emprender una desesperada huída, jurando venganza. Ya adulto y convertido en un luchador implacable (encarnado por Alexander Skarsgard), Amleth, que carece de las dudas que asaltaban al Hamlet de Shakespeare, se entera de que su tío ha sido desposeído del trono noruego, ha tenido que fundar un misérrimo reino en Islandia y ha desposado a su cuñada (Gudrun: Nicole Kidman), quien le ha dado un heredero. Amleth se hace pasar por un esclavo destinado a la última Thule. Y aquí comienza la mejor parte del film: la elaborada venganza que ansía el joven príncipe, venganza que no carecerá de sorpresas.
Abundan en el film espléndidas escenas: así, la obtención de la espada “mágica” en la cavidad subterránea y el combate entre Amleth y el custodio del arma; la breve escena en la que la Seeress (Björk) predice los acontecimientos futuros de manera críptica; la progresiva amenaza que se cierne sobre el reino islandés (los cadáveres desnudos y desmembrados que Amleth ha colocado en el tejado de una choza y que aterrorizarán a los hombres de Fjölrnir) o los momentos que describen el enamoramiento de Amleth con su única aliada, la esclava Olga (Anya Taylor-Joy), todos ellos filmados por Eggers con vehemencia y convicción.
Algunos han achacado al film un exceso de violencia (la señora Snoid tuvo que retirar la vista de la pantalla en varios momentos del film), pero hay que considerar que los vikingos no eran precisamente hermanitas de la caridad. Y asimismo se ha criticado la interpretación de Skarsgard como demasiado inexpresiva o estólida. La verdad es que de su actuación se podría decir aquello que Godard manifestaba sobre Anna Karina: “Tenía un estilo de actriz nórdica: interpretaba con todo su cuerpo”. Y Skarsgard interpreta felizmente su fingido papel de esclavo (hombros caídos, mirada extraviada), o se convierte en un animal enfurecido y sangriento cuando su disfraz es innecesario. No es el único que destaca, sin embargo: Willem Dafoe hace una espléndida aparición como bufón (demasiado breve para nuestro gusto), Claes Bang compone un villano que dista de ser unidimensional y Nicole Kidman hace un convincente ejercicio de fingimiento que corre paralelo al de su hijo Amleth.
El hombre del norte es una apreciable película épica... ¿Y qué es, en definitiva, la épica? La mejor definición la dio el gran historiador inglés C. W. Bowra: “la recuperación del honor perdido”. Y aunque el final del film, con un duelo que cruza la frontera de lo sublime a lo grotesco, resulte un tanto decepcionante, ello no empaña las virtudes de la película. Y también nos indica que Robert Eggers es un cineasta al que no le asusta asumir riesgos.
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