por el señor Snoid
Franco como cineasta
Dada la pasión que sentía el Caudillo por el séptimo arte, no resulta nada extraño que hiciera sus pinitos cinematográficos. ¿Y qué mejor contexto para hacer unas prácticas que el de una de las múltiples guerras entre España y los insurgentes rifeños? A finales de 1924 el teniente coronel Franco filmó con una pathé baby de 9,5 mm. la retirada de la Legión de la plaza de Xauen, el clásico desastre militar donde perdieron la vida 2000 soldados españoles, gracias a la espectacular visión estratégica de los mandos, el hostigamiento de los salvajes nativos y que Franco, en vez de dar las pertinentes órdenes a sus subordinados, no paraba de juguetear con su tomavistas. Su excepcional labor como cámara le valió el ascenso a coronel, puesto que por aquellos tiempos las estrepitosas derrotas se disfrazaban con medallas y promociones, y una hecatombe bélica se entendía con el eufemístico sintagma “reagrupamiento estratégico”.
Por desgracia, nada queda de esas filmaciones, que imaginamos apasionantes. Sin embargo, no perdemos la esperanza: ahora que nuestro actual gobierno progresista-bolivariano se ha incautado del pazo de Meirás, es posible que, tras el preceptivo saqueo de los objetos valiosos por parte de los herederos del dictador a plena luz del día y escoltados por la Guardia Civil, se encuentren unos enmohecidos rollos de película entre las antiguallas que no hayan sido debidamente tasadas…
No obstante, el Caudillo sí llegó a ejercer la crítica durante sus años en el poder. Solía comentar las pelis que le proyectaban en El Pardo —le gustaban los westerns y los films de James Bond, aunque esto último nos choca: no porque el protagonista fuera un funcionario de la pérfida Albión, sino por su descocada conducta, acostándose con azafatas, espías rusas, camareras o todo lo que llevara faldas.
También se hacía proyectar películas escandalosas que, por un motivo u otro, le tocaran de cerca. Este fue el caso de Viridiana, film que representó a España en el festival de Cannes y que se llevó la Palma de Oro. La delegación patria estaba contentísima y auguraba un recibimiento triunfal a su vuelta a España, como los que se le rendían al Real Madrid de las cinco copas de Europa. Por desgracia, un artículo publicado en L’Osservatore Romano, diario de El Vaticano, puso las cosas en su sitio y denunció que la película de Buñuel era "una serie inqualificabile di elementi blasfemi ed erotici e un problematicismo ateo che riesce solo a disgustare". Sabias palabras que picaron la curiosidad de Franco, quien se interesó por el caso, vio la película en un pase privado y concluyó: “¡Pero si son sólo unos chistes baturros!” Admiren ustedes la perspicacia y capacidad de síntesis que poseía el Caudillo.
Franco como personaje
Hay que reconocer que la figura de Franco no ha tenido el éxito fílmico de un Hitler o un Stalin, ni siquiera el de un Nixon o un Bush jr. Pese a todo, el cine nacional ha producido unas cuantas películas que tomaban al dictador como figura central, en ocasiones interpretado por actores competentes —Ramon Fontserè (¡Adiós, Excelencia!, Albert Boadella, 2003), o argentinos —Pepe Soriano en Espérame en el cielo, Antonio Mercero, 1988—. Sin embargo, dos se llevan la palma al Paquito más convincente. Uno es Juan Diego en Dragón Rapide (Jaime Camino, 1986). Diego siempre ha brillado extraordinariamente haciendo papeles de hijodeputa o de personajes torturados (como el San Juan de la Cruz que encarnó en el film de Saura La noche oscura, película que merecería una revisión), pero la película de Camino no pasa de ser una mediocridad bienintencionada.
El Franco más convincente es sin duda el que encarnó Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro, 1993). El hoy injustamente olvidado Regueiro es probablemente el único director español que logrado crear unos excelentes esperpentos cinematográficos—por lo menos en sus últimos films, Padre Nuestro, Diario de invierno—, esperpentos según la idea de Valle-Inclán: ridiculización y deformación grotesca de los personajes y crítica feroz a todo y a todos. Y en el resto de su filmografía hay otras obras nada desdeñables, como su magnífico primer largometraje, El buen amor (1963).
Una escena de la citada Madregilda en la que el Caudillo juega una reñida partida de mus con un trasunto de Millán Astray (Juan Luis Galiardo), un capellán castrense (Antonio Gamero) y la cara de acelga de José Sacristán:
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