Por Juan Gorostidi
“La educación es la base de la ley y el orden”, se lee en el
aula improvisada donde Ransom Stoddard instruye a sus pupilos en El hombre que mató a Liberty Valance. Y
es la educación, junto con los valores que Stoddard entiende como fundamentos
de la ley y el orden lo que proporciona al triángulo Stoddard-Valance-Tom
Doniphon una enjundia especial, más allá de la tradicional oposición
civilización/barbarie que parece deleitar a algunos críticos y que se ha
atribuido con frecuencia a la película de Ford.
Desde el comienzo del
film, la letra impresa va a poseer un valor primordial: Stoddard se ve
importunado por los periodistas del Shinbone Star para que relate su historia
(que, como sabemos, nunca llegará a ser impresa). En el comienzo del flash-back que constituye el grueso de
la narración, asistimos al asalto de
Valance y sus hombres a la diligencia donde viaja Stoddard; antes de ser
azotado por Valance, éste se complace, con una teatralidad exagerada, en destrozar
sus preciados libros de leyes (“¡Leyes! Yo te enseñaré la ley del Oeste!”). Más
tarde, Valance hará tragar –literalmente- al editor del Shinbone Star, Dutton
Peabody, un ejemplar del periódico que contiene un artículo bastante
desfavorable a los intereses de los rancheros para los que Valance trabaja y,
finalmente, destroza a balazos el letrero de madera con el que Stoddard ofrece
sus servicios como “Licenciado en Derecho”. Tanto Doniphon como Stoddard y
Valance son conscientes, de manera distinta, del valor que tienen las palabras
escritas, como si éstas reflejaran una verdad incuestionable. La escueta
explicación de Doniphon, el personaje más trágico del relato, de por qué mató a
traición a Valance -y de ese modo provocó que a Stoddard se le considerara un
héroe, abriendo las puertas de su carrera política y del corazón de Hallie-, es
reveladora: “Tú le enseñaste a leer y escribir. Ahora dale algo para que pueda
leer”. Resulta llamativo que en una comunidad mayoritariamente analfabeta (la
madre de Hallie, emocionada ante la perspectiva de que Stoddard enseñe a leer a
su hija, llega a exclamar que ni siquiera sabe el alfabeto en su lengua nativa,
el sueco) los tres protagonistas masculinos (un abogado recién llegado del
este, un pistolero y un ranchero) sepan leer y escribir. Y es igualmente
curioso el énfasis (como siempre en Ford, hábilmente disimulado) que se le da
al valor de libros y periódicos en El
hombre que mató a Liberty Valance. Si Doniphon, como decía, es el personaje
trágico por excelencia de esta narración, Stoddard no se queda atrás, a pesar
de su aparente triunfo final. No sólo porque consiga sus objetivos a través de
una mentira que se convertirá en leyenda, sino por la brutal y dramática
distancia entre sus aspiraciones y
sus logros, entre su idealismo y su fracaso final. En ese aula de la que
hablaba al principio, compuesta por niños mestizos, vaqueros y peones, donde se
imparten materias tan diversas como el alfabeto, las reglas del buen gobierno y
los puntos más relevantes de la constitución americana, Ford trata de ofrecer
una impresión similar a la que causaba la clase de catequesis que aparece al
comienzo de Siete mujeres: el de la
incomprensión total por parte del profesor hacia el medio que le rodea, su
voluntad de imponer su propia realidad a los demás. En la escena citada, cuando
Stoddard ayuda a Pompey, el criado negro de Doniphon, a recitar “que todos los
hombres han sido creados iguales” y acaba remachando, ante las obvias
dificultades de su alumno, que “mucha gente suele olvidar eso”, la intención de
Ford está lejos de ser irónica. Simplemente nos ilustra acerca de la
incapacidad de Stoddard para amoldarse a la comunidad que pretende transformar.
Y es que Stoddard es el reverso del
héroe fordiano: está mucho más cerca del coronel Thursday de Fort Apache que del joven Lincoln. La
comparación con éste último no es ociosa: ambos son jóvenes abogados que, al
comienzo de sus respectivas historias, llegan a una pequeña localidad para
ejercer su profesión. Ambos profesan veneración por las leyes. Pero el
descubrimiento que hace el joven Lincoln de lo que es verdaderamente la ley se
produce en un momento mágico: recostado al pie de un árbol junto a un río,
leyendo los libros que unos pioneros le han entregado como pago, musita: “La
diferencia entre el bien y el mal…así que se reduce a esto” y entonces, como
una aparición milagrosa, surge Ann Rutledge, la mujer que cambiará el destino
de Lincoln[1].
Stoddard insiste, con testarudez, en
aplicar la letra de la ley, como si éste fuera su único recurso, pero parece
incapaz de conocer a los hombres. Lincoln, por el contrario, conoce la ley,
pero también conoce a los hombres (por ejemplo, cuando salva a los inocentes del linchamiento). Y lo que
catapulta su carrera de abogado (y su posterior carrera política), lo que hace
que descubra al verdadero culpable del asesinato y exculpe a los dos hermanos
Clay es, precisamente, un libro. Pero no un volumen de leyes: es el Almanaque del granjero, que demuestra
que la noche del crimen no había luna llena, resolviendo así, irónicamente, un
caso que todos creían perdido.
Lincoln, al igual que Stoddard, es un
solitario: le contemplamos en todos los ambientes de Springfield, bailando en
compañía de la buena sociedad, participando en los juegos de las celebraciones
del 4 de julio, y aferrándose a la compañía de los Clay… pero, pese a la
cordialidad de su conducta, la expresión de su rostro denota que no encaja en
ningún lugar: demasiado superior a los granjeros, demasiado humilde para la
aristocracia lugareña, su soledad es irremediable y el personaje es consciente
de ello. Stoddard, en cambio, reclama la aceptación que Lincoln consigue con
naturalidad. Su pretensión es cambiar el lugar que le acoge mediante la ley.
Cuando Doniphon le explica cómo resuelven los hombres sus diferencias en el
territorio (Ford muestra un plano próximo de la mano de Wayne empuñando un
revolver, con el rostro atónito de Stewart en segundo término), el abogado
comienza a tomar la decisión de transformar las costumbres de Shinbone. Y el
que al principio aparece como un personaje aislado, incomprendido por todos,
acabará siendo aclamado como el héroe salvador. El problema es que la salvación
implica la destrucción de Doniphon, la progresiva abyección del propio Stoddard
y la amargura de Hallie. Stoddard es incapaz de entender por qué Doniphon le
defiende ante Valance (“Ése era mi bistec, Valance”) o por qué mata a Valance
escondido en el callejón: si Stoddard se atiene al código de las leyes,
Doniphon se atiene al código del honor y respeta al hombre al que llama
“pionero” y que declara orgulloso que “Nadie libra mis batallas”. El amor por
Hallie y su apego a una conducta que Stoddard es incapaz de entender provocará
la autodestrucción de Tom Doniphon.
Los objetos en la obra de Ford tienen
una importancia capital, a pesar de que el director haga todo lo posible por
escamotear esa relevancia. En Centauros
del desierto, la locura vengativa que se apodera de Ethan Edwards corre
paralela a su degradación como soldado “que sólo una vez ha prestado
juramento”. Ford, en una declaración sorprendente, denominaba esta película
como “una obra épica psicológica”. Si consideramos una de las definiciones más
exactas de la épica, aquella que reza que el género constituye, en esencia, “la
búsqueda del honor perdido”, hemos de fijarnos en los atributos externos de
Ethan como soldado, como guerrero: su medalla, su sable y su capote militar.
Cada objeto será entregado a uno de sus sobrinos; la medalla, a Debbie, el
sable a Ben, y con su capote (el mismo capote que Martha dobla con exquisito
cuidado en presencia –pero con su mirada hacia el vacío- del reverendo capitán
Samuel Clayton, testigo mudo del amor entre ambos personajes) envolverá el
cadáver mutilado de Lucy. Ford refuerza este elemento iconográfico cuando, en
la tienda de Scar, éste muestra a Ethan la medalla que ahora pende de su
cuello, subrayando el efecto con un breve acercamiento de la cámara. Al final,
Ethan toma en sus brazos a Debbie, recuperando, en parte, ese “honor perdido”.
Objetos que no sólo sirven para
definir a los personajes, como el atavío del sheriff Guthrie McCabe al comienzo
de Dos cabalgan juntos. Recostado en
un porche, dormitando, el plano parece un eco del Wyatt Earp de Pasión de los fuertes. El recuerdo se
hace más vívido cuando, ante la llegada de un par de jugadores, McCabe muestra
su estrella y les obliga a abandonar el pueblo, tal y como hiciera Earp con el
jugador en el film de 1946 después de decidir que, de cualquier forma, “para
eso me pagan”. Aunque, por supuesto, entre las dos secuencias el tono es muy
distinto: con aire de farsa en Dos
cabalgan juntos, con sequedad en Pasión
de los fuertes[2]. El aspecto del sheriff
McCabe en la primera secuencia (sombrero blanco, impoluto traje azul, botas
brillantes) es casi idéntico al del sheriff corrupto de Tres hombres malos, un western que Ford había rodado treinta y
cinco años antes que Dos cabalgan juntos,
y similar también al que luce el Wyatt Earp que aparece brevemente en El gran combate, tan distinto del Earp
que Fonda encarnó en Pasión de los fuertes.
Esos objetos muestran también el pasado
y los sentimientos de los personajes de Ford, aunque esos personajes sean
meramente episódicos. Uno de los momentos más conmovedores de Dos cabalgan juntos se produce cuando el
joven comanche que va a ser linchado por asesinar a su “madre adoptiva” escucha
el sonido de la cajita de música, y entonces, a punto de ser ahorcado por la
enfurecida turba, pronuncia sus primeras frases
en inglés (“¡Es mía, es mía!”) recordando que era un niño blanco, ante
la desolación de su hermana y del teniente Gary, impotentes frente a la
tragedia. En otras situaciones, es la gestualidad del personaje lo que nos
permite descifrar algo que va más allá de las palabras.
En otros filmes, los objetos poseen
la función de estructurar el relato y apuntalar un guión que quizá no estuviera
demasiado pulido. Tal es el caso de la cadenita que proporciona al teniente
Cantrell la pista para salvar a Braxton Rutledge en El sargento negro[3],
o el broche que le es arrebatado al menor de los Earp al comienzo de Pasión de los fuertes, lo que hará que
finalmente Wyatt Earp descubra a los auténticos asesinos de su hermano.
“Antes era un desierto, ahora es un vergel, ¿no estás
orgulloso?”, le pregunta Hallie a Ramson cuando abandonan Shinbone de regreso
al este. La pregunta se vincula con un momento que sucedió muchos años atrás en
la narración: cuando Tom Doniphon le
regala a la muchacha una flor de cactus que Pompey planta en el patio trasero
del restaurante. Al ensalzar la muchacha la belleza del cactus, Stoddard le
pregunta a Hallie si alguna vez ha visto una rosa auténtica. De alguna forma,
Hallie ha hecho su elección: al escoger a Stoddard ha optado por la educación y
por las rosas auténticas. Sin embargo, algo ha quedado marchito a lo largo de
los años. La rosa de cactus descansa ahora sobre el ataúd de Tom Doniphon. Ford
nos cuenta que el cambio, la transición, exigen sacrificios: el héroe verdadero
es ignorado, los actuales habitantes de Shinbone ni siquiera le recuerdan, su
cadáver está despojado de su cinturón, de su revólver y de sus botas. Hallie ha
sacrificado su felicidad, y adivinamos en su expresión que nunca ha logrado
olvidar el amor que sentía por Tom. Stoddard ha acabado descubriendo que sus
ideales se han corrompido. Esto no significa que Ford condene la idea de
progreso o de cambio. Tan sólo nos expone que esos cambios suponen amargura y
dolor para aquellos que los protagonizan. ¿Qué resulta, en definitiva, más
importante, un libro o una rosa de cactus?
[1]
Posiblemente Ford incluyó en El hombre
que mató a Liberty Valance el tema musical de Ann Rutledge, compuesto por
Alfred Newman para El joven Lincoln,
para reforzar el contraste entre personajes y situaciones en ambas películas.
En El hombre que mató a Liberty Valance
se escucha en varios momentos, todos ellos asociados con Hallie: cuando visita
la arruinada casa de Tom Doniphon, al preguntar a Stoddard si podrá enseñarle a
leer y escribir, cuando se queda sola en el aula donde Stoddard ha improvisado
la escuela…
[2]
Las semejanzas entre los dos filmes, por supuesto, no acaban ahí. Cuando
Stewart se identifica como Guthrie McCabe ante los jugadores, suena un fuerte
acorde de guitarra en la banda sonora y observamos el contraplano de los
asustados jugadores. En Pasión de los
fuertes, cuando Fonda les dice a los Clanton que su nombre es “Earp, Wyatt Earp”, Ford no realiza
el menor énfasis (los primeros planos de todos los personajes que intervienen
en la escena se producen antes de esa revelación) y la escena concluye con un
plano de Fonda alejándose por el porche mientras la lluvia cae sobre Tombstone.
[3]
Curiosamente, este aspecto del guión –la resolución de la intriga criminal
mediante el descubrimiento de una cadena que lleva en el cuello una muchacha y
la estructura narrativa en flash-backs con distintos puntos de vista sobre los
mismos hechos- aparece en una película de Clint Eastwood, Ejecución inminente (True Crime, 1999).
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