Por Ildefonso Larrañaga
Volvamos a Fellini. Por un momento me ha tentado la posibilidad de
escribir este artículo con el tono zalamero-místico que José Luis de Villalonga
utiliza en Julieta de los espíritus;
mas lo que me ha hecho darme cuenta de lo inapropiado del intento ha sido el
gran número de mis desconocimientos: no recito a Lorca, no suelo hacer sangría,
no toco la guitarra, y cuando mis amigos me invitan a cenar, no es probable que
utilice el mantel como muleta.
Puesto en sintonía con mis propias faltas (¡Dios
bendito! ¡Que el laberinto de la tauromaquia me pierda para siempre!), me
propongo advertir de un par de cuestiones a tener en cuenta por los fidedignos
que improbablemente lean esta nota: toda la morralla que suelte a continuación,
irá dirigida en su mayor parte al pijo español por excelencia; en efecto,
Villalonga. En segundo lugar (y aquí es cuando los cinéfilos agarran las
almohadillas con intenciones no precisamente olímpicas), no he terminado de ver
Julieta de los espíritus.
Hay razones bien fundadas, o fundidas, para este tipo
de absurdas declaraciones de guerra santa.
Entremos de lleno en la primera, penetremos en la
gomina. Ciertamente, me sorprendió captarlo (no verlo, porque en los títulos de
crédito uno capta los nombres, no los ve), en los comienzos rotianos del filme. Dada mi vasta
ignorancia, lo tomé como una excentricidad, un juego, incluso un guiño rápido
del director a un eminente conocido de la gauche
divine de la época. Pero cuál fue mi sorpresa al encontrarme al pollo en
cuestión durante más de quince minutos de refritos patrios y bochornosa
interpretación del misterioso señorito andaluz. No vaya a creer el lector que
mi desfachatez al abandonar la película se debió a este encontronazo con la
trivialidad. No, puesto que trivialidad hay a espuertas en esta cinta, y está
llena de rincones obtusos donde frecuentarla con tranquilidad bobalicona.
Más bien fue por empatía. Me explico. Son demasiados
los nervios artísticos que admiro en Fellini como para que, de pronto, la mano
regidora donde iban a parar se ponga a hacer contorsiones de niñato enrabietado
con el buen gusto.
Pero apuntemos, por el momento, más abajo y entre las
piernas, a aquel abultado pensamiento de José, el atildado personaje español de
la película.
Un repugnante mago-vidente-redentor le ha pronosticado
a Giulietta Masina, mujer molto
dotada paranormalmente, que esa concreta noche algo inesperado y hermoso le
ocurrirá para su soponcio y regocijo femenino. Y qué hay, me pregunto yo, más
inesperado y más hermosso (me apetecen esas dos eses para el zangolotino) que
José Luis de Villalonga en tu jardín. La estupefacción de Giulietta es de débil
mineralización, si atendemos a lo que está contemplando. Un estirado gentleman embutido en uno de esos trajes
dérmicos que emulaban las apreturas de los coches europeos de la época. Fumando
como Aristóteles o Avicena (si hubieran fumado mientras se devanaban las
categorías). En una actitud melancólica parecida a la que adoptan los niños
cuando intentan aparentar que piensan una respuesta a preguntas de matemática
elemental o del tipo ¿te parece bonito lo
que has hecho? Al igual que le ocurriera a Donald Sutherland en su Casanova, la voz robada y reemplazada
por una italiana trabaja en franco favor de la ridiculez y la comicidad. El
tono no es aterciopelado, sino afelpado, como de hule. Se advierte, en el
rictus forense del rostro de Villalonga, la utilización de gran cantidad de
potingues de camerino, quizá intentando modelar su perfil para que se asemejara
al de Manolete o el del Cordobés. Las escenas subsiguientes, en las que
cacharrea alquímicamente con una simple sangría, tratándola de "bebida del
olvido" (redundancia donde las haya), y en las que se lanza a desenrollar
el pergamino goteante y carcomido de los tópicos andaluces, son risibles, si no
directamente pésimas.
El marido díscolo de Giulietta nos ofrece más
información: tiene un castillo en Castilla. Como se puede ver, los guionistas
iban buscando arduos pareados geográficos, y los encontraban no sin esfuerzo.
Por supuesto, es dueño de varias ganaderías, a lo que José, esencia del
señoritismo ibérico, no le da la más mínima importancia. Es más, cambia de tema
educadamente, puesto que, en ese caso, en España no es estrictamente una
conversación de negocios, sino de voluntad divina, y de eso no hay más que
hablar.
Es entonces, durante la cena, cuando la espita se abre
y el gas hediondo de los lugares comunes anega todas y cada una de las lecturas
estratificadas. La vaga teodicea sobre el toreo nos aburre y nos recuerda que
el franquismo estaba muy interesado en pergeñar teorías chuscas sobre cualquier
rama del árbol racial, para regocijo imbeciloide de las masas turísticas. Pero
lo que colma el vaso de la sangría es la imitación de torero convaleciente que
nos regala el señor Villalonga, trufada de ¡Toro!
¡Mira, mira! ¡Torito bonito! y demás profundidades de campo.
Si a esto le sumamos que el tal José declama a Lorca
en la misma postura que utilizaría un lobo moribundo pidiéndole clemencia a la
luna, entonces lo grotesco deja de ser marca de la casa para convertirse en la
marca comercial más sobada.
Algunos me reprocharán este ajusticiamiento, fuera de
lugar, y sobre todo de una época con las venganzas estéticas ya inactivas, pero
les aconsejo que antes de emitir veredicto, contemplen el horror engominado
(que se autoexcluyan sin pudor los ganaderos, los taurinos, los conservadores
de todos los pelajes y en general todos aquellos que persisten en el cliché que
nos adjudicaron, debido a una mortal pereza antropológica y a un narcisismo tan
a medida que sus neuronas abandonaron la electricidad y se pasaron al espejo
parabólico).
En cuanto a aquella segunda parte que anunciaba
descuartizable, me temo que ha bastado la carnicería con una única res. Sin embargo,
certifico mi pronto abandono del visionado por razones no sólo de orden
estético, sino también temporales o narcolépticas. Prefería dormir a contemplar
semejante bodrio. Aunque reconozco que al dormirme, soñé con una escenografía
sorprendentemente exacta a las que suele crear el demiurgo Fellini. Y esto es
imposible negarlo: el histrionismo está ahí, en cada escena, dosificado por las
silenciosas tomas; cierto destilado surrealista funcionando como disolvente, de
tan cuidada y costosa extracción, que con una sola gota de él se podría
disolver la grasa de mil platos Cocteau; la poderosa imaginería, tan bien
encuadrada que dan ganas de hacer un pause
largo y rotundo. En general todo lo que hizo de Fellini lo que fue. Pero que en
este caso se amontona depravadamente, como las células mal intencionadas que
dan lugar a las monstruosidades de la ciencia.
Al feto le crecieron uñas en la espalda, pelo en las
córneas, dedos en la frente, y todo debido al coito nefando de Fellini con su
vanidad.
Aquí podemos ver la secuencia completa:
¿Dónde vive usted, Sr. Larrañaga, para tener acceso al vídeo? Me he quedado con las ganas de ver la escena después de leer el post. Un pijo español en acción debe ser mucho más gratificante que las fotografías, que de por sí son inmejorables.
ResponderEliminarLas absurdas reclamaciones presentadas en YouTube por parte de una empresa gestora de derechos de autor - pero ¿qué beneficio extraemos nosotros o qué perjuicio se causa a los derechohabientes ofreciendo un extracto de seis minutos en una página de acceso gratuito y difusión cultural como ésta?- impiden ver el vídeo en algunos países. Acabo de subirlo directamente al blog: espero que ahora pueda deleitarse no sólo con las sandeces endilgadas por el guión a Villaronga, sino con la brillantez de la puesta en escena y del trabajo de cámara.
ResponderEliminarAhora mismo voy a verlo. Tiene razón. Soy un defensor de los derechos de autor como necesidad de que este mercado de las pelis y los libros den dinero, porque si no tendrán que cerrar y será peor. Pero cuando se llega a estas menudencias inmundas me dan ganas de hacerme de Partido Pirata (no confundir con otro que tiene las mismas siglas).
ResponderEliminarSr. Larrañaga, se me olvidó expresar mi bienvenida calurosa a su fresca presencia, que convierte este trío en los cuatro jinetes del apocalipsis.
Vista la escena, se entiende hasta la penúltima palabra que escribe Ildefonso. Resulta vomitivo el español, que más que un pijo es una combinación plena de dinero heredado y movimientos y palabras que dan vergüenza ajena. ¿Buen trabajo actoral, siguiendo a Fellini? Le doy el beneficio de la duda.
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