martes, 22 de octubre de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "LA SUSTANCIA" (The Substance, Coralie Fargeat, 2024)

 


 por el señor Snoid

No nos extraña demasiado que el libreto de La sustancia ganara el premio al mejor guión en el último Festival de Cannes. Ni que la publicidad y la crítica (a veces es difícil distinguir la una de la otra) lo hayan alabado con desmedido frenesí, pues el relato es un híbrido —y el film se convierte en el tramo final en otro híbrido— de El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde y de La trágica historia del Doctor Fausto (versión de Christopher Marlowe: en la Inglaterra isabelina apreciaban mucho el gore; piensen en el Titus Andronicus de Shakespeare o en The Spanish Tragedy de Thomas Kidd).

La sustancia representa la culminación y asentamiento de un nuevo género cinematográfico que tuvo con Barbie: The Movie su muestra más blandengue y tontorrona y que en la película de Coralie Fargeat adopta su versión más (aparentemente) cruda, sangrienta y provocadora. Tal género podría denominarse femiexploitation (un apaño o acuñación de feminist más exploitation). Digamos que la película podría hacer reflexionar al espectador sobre la presión que sufre la mujer a la hora de aparentar juventud y belleza y la maldición que implica el envejecimiento. Un propósito muy loable (sin ironías) que queda desvirtuado en La sustancia por el tratamiento de la historia y sus personajes y por las decisiones estéticas de la puesta en escena de su directora. Veamos.

Elizabeth (Demi Moore) es una antigua estrella de cine que presenta un programa matutino de aerobic (hoy se diría fitness), como aquellos tipo En forma con Jane Fonda o el célebre de Eva Nasarre, que tantos ardores provocaba a los españoles más rijosos. El día que cumple 50 tacos, el director de la cadena (grotesco Dennis Quaid) le comunica su despido. Elizabeth ya está hecha un vejestorio, según los directivos de la compañía (que, por supuesto, sí que son unos auténticos vejestorios). La depresión que experimenta la protagonista se ve aliviada por obra y gracia de un pacto con el diablo (lacónico esta vez y nada locuaz como el viejo Mefistófeles), quien le ofrece una suerte de eterna juventud en forma de la joven y bella Sue (Margaret Qualley). Sin embargo, como en todo pacto con el diablo, el resultado será trágico y aquí no hay Margarita ni Margarito que salve a la protagonista.

El problema es que La sustancia es un film efectista en extremo, algo que hace añicos sus (presuntas) buenas intenciones. Fargeat usa tanto primerísimo primer plano (las arrugas de Moore en torno a los ojos, en la comisura de los labios, en todo su rostro) y los planos de detalle son tan abundantes (inyecciones, órganos que entran y salen, la boca de Quaid devorando gambas como un puerco) que el truco cansa enseguida. Otra cuestión es que se nos presente a Elizabeth como una auténtica descerebrada —alguien que tiene en el saloncito de 20 metros cuadrados de su hogar un póster de sí misma en todo su esplendor no sólo ha de ser un poco vanidosa, sino directamente gilipollas— , aunque justo es reconocer que los primeros compases del cuento se ven con interés. Su otro yo joven, Sue, por desdicha es aún más idiota que Elizabeth (debido a su juventud desenfrenada, imaginamos), aunque no hay que desdeñar su habilidad respecto a la albañilería y los alicatados: la puerta del cuarto oculto en el baño le queda niquelada. Por otro lado, todo hombre que aparece en la película es más o menos impresentable: Dennis Quaid más parece una versión hetero de Liberace que un director hijo de puta de canal de TV; el vecino de al lado es un imbécil que, como todo hombre, piensa con la polla; los responsables de casting del programa televisivo son unos babosos y el antiguo admirador de Elizabeth del instituto es un pobrecillo (pero que siente una nostalgia infinita por el deseo que le provocaba la protagonista cuando ambos eran jóvenes).

Una ironía, quizá involuntaria, es que las dos actrices se han sometido en la realidad a procesos de rejuvenecimiento y recauchutado (esto daría para un estudio ridículo de intertextualidad), pues resulta evidente que Moore está multioperada —admitimos que luce espléndida, algo que desdice un tanto la premisa de que es una mujer envejecida que ha perdido su atractivo, pilar dramático del relato— y las tetas de Margaret no son las auténticas tetas de Margaret: al parecer, sus pechos no eran lo bastante espectaculares y se le hizo poner unas prótesis que resaltaran la perfección de su cuerpo. De la crítica a la explotación del cuerpo de la mujer pasamos velozmente a la explotación sin ambages.

Otra cuestión son las numerosas referencias cinéfilas: de Cronenberg a Carrie. Claro que si los efectos especiales de, pongamos, Cromosoma 3 (The Brood, 1979) tuvieran la calidad de un film de 2024 su asquerosidad dejaría a La sustancia como un film Disney (o, mejor, Dreamworks). Y hemos de admitir que cuando sonaron los compases de la banda sonora de Vertigo no pudimos evitar la carcajada (en efecto: un film en el que un hombre trata de modelar a una mujer según su capricho y deseo; la cuestión es, ¿representa el chiflado de Scotty de Vertigo a todos los hombres? Quizá a un obseso sexual como Sir Alfred Hitchcock sí, pero, ¿todos son así?). Confesamos que no sabemos a qué venía la inclusión del Así habló Zaratustra de Richard Strauss (¿un nuevo paso en la evolución de... la mujer? Demasiado ridículo incluso para La sustancia; aunque como burla/parodia al 2001 de Kubrick podría tener su gracia).

Por supuesto, no todo es negativo: hay muy buenas ideas de puesta en escena (la estrella en el Paseo de la Fama que aparece al principio y en el cierre de la película), secuencias donde el efectismo está justificado y el resultado es vibrante (el accidente de coche: de nuevo Cronenberg: Crash) y detalles de guión que son excelentes (por ejemplo, cada vez que acudimos a la aséptica estancia que alberga las consignas de la sustancia se advierte que hay menos depósitos o armaritos).

Y por último, un detalle que nos causó perverso regocijo: hacía tiempo que no veíamos a la peña salir con rictus de “¡Qué asco!” de la sala en mitad de la proyección (Qué difícil es ser un dios o La Mort de Louis XIV no cuentan: la gente huía por hartazgo: allá ellos). Quizá desde el Querelle (1982) de Fassbinder. Aunque en aquella época nos dio la impresión de que no era por momentos como el de Brad Davis siendo enculado por un robusto negrazo, sino por oír a Jeanne Moreau decir cosas como “Últimamente, he estado pensando mucho en tu polla”. Así que, por lo menos, La sustancia causa desasosiego, aunque sea a costa de hacer trampa continuamente. Se diría que el público de hoy no ha visto La matanza de Texas ni Un perro andaluz...




 


 

jueves, 25 de julio de 2024

LIBROS DE OCASIÓN: Peter Biskind, " Pandora's Box. The Greed, Lust and Lies that Broke Television" (Allen Lane, 2023)

 

 

por el señor Snoid


 

¿Cómo resistirse? Si los anteriores volúmenes de cotilleos de Biskind, Sexo, mentiras y Hollywood y Moteros rabiosos, Toros tranquilos (¿o era al revés?) nos habían proporcionado momentos de regocijo y diversión (el cotilla que llevamos dentro) nos apresuramos a adquirir su último best-seller, antes incluso que algún esforzado/a traductor/a o alguna IA se apresuraran a traducirlo.

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En Pandora's Box lo que nos cuenta Biskind es el auge y (previsible) caída de unas cadenas de TV que empezaron su andadura de forma más o menos cutre (Netflix como un servicio de venta y alquiler de DVDs, HBO como un canal de cable que emitía películas de mierda) hasta lograr la supremacía mundial en esto de la distribución mundial de productos audiovisuales. No obstante, el autor se muestra bastante cauto a la hora de soltar salvajadas: no en vano los ejecutivos de estas plataformas siguen vivitos y coleando y no le van a poner demandas por contar (como en su primer volumen de libelos) lo muy degenerado que era un Dennis Hopper —un hombre que dejaría, en cuanto a excesos, a todo un Errol Flynn a la altura de un grumetillo. Algo así pasaba en su siguiente volumen-escándalo: Harvey Weinstein era un monstruo, sí. Pero no un monstruo depredador de mujeres, sino un cabronazo que escatimaba beneficios (caso paradigmático: el auténtico productor de El paciente inglés, Saul Zaentz, todavía no ha visto un duro de los beneficios de la película) o cómo destruía vidas y profesiones enteras. Mira Sorvino se opuso —con un par de ovarios— a que despidieran a Guillermo del Toro de Mimic: y esto le costó su carrera. Recuerden: Mira acababa de ganar un Óscar por Poderosa Afrodita (Woody Allen, 1995), se le ocurrió hacer una película con Miramax —Guillermo del Toro era una joven promesa entonces: aún no había hecho Pacific Rim y demás basuras—, era la novia de Tarantino (Harvey le amaba y Quentin le amaba: ¿qué dijo Tarantino cuando salieron a la luz todos los abusos de Harvey? Pues se mostró Dazed and Confused, como la canción de Led Zeppelin). En fin: todos los que trabajaban en Miramax sabían bien cómo se las gastaba Harvey en cuanto a sus apetitos sexuales (y, sin duda, Biskind también), pero en aquella época nadie dijo ni pío. Que si Harvey Manostijeras, que si Harvey el negociador implacable, etc. 

      Como Decca con los Beatles, HBO rechazó Breaking Bad. Aún lo están lamentando.

 

El volumen en cuestión cuenta cómo el streaming ha llegado a dominar la exhibición cinematográfica y televisiva actual gracias a un poderoso márketing, a las fusiones de varias empresas lideradas por criminales de cuello y guante blancos y a la venta (y compras) a granel de productos básicamente mierdosos. Hay excepciones, por supuesto. HBO pasó de ser una cadena de retales gracias al éxito apocalíptico de Los Soprano (aún estamos en la era de la tele por cable, no del streaming). Los programadores de estos canales despreciaban las normas de las cadenas generalistas (en unas tablas de Moisés apropiadamente denominadas Standards and Practices). Las normas incluían, por descontado, que no podrían incluirse en los diálogos de las series palabras malsonantes que superaran un Damn! o un ¡Recórcholis! Y estipulaciones más divertidas aún. Por ejemplo, era impensable que se matara a un perro. Como lo oyen. Cualquier negro puede ser detenido, esposado y estrangulado por la poli antes de que le lean los derechos, pero eso de cargarse a un can... Pues bien, en un episodio de Los Soprano, el sobrino (político) de Tony, Chris, un tanto intoxicado, se repantiga en el sofá, y sin advertirlo, aplasta al perro yorkshire de su novia. Herejía. Sacrilegio. Cadenas rotas. Y éxito ante el pasmado público que no había visto nada semejante ni en Colombo ni en Canción triste de Hill Street.

                           El Presidente y la Presidenta de los EEUU

Biskind se detiene con cierta exhaustividad en las series de mayor éxito, como la citada Los Soprano— y también en los creadores y guionistas de tales series: para él, David Chase es un genio, el hombre que cambió el rumbo de la tele, pese a ser maníaco-depresivo, intransigente en cuanto a que alteraran una línea de sus diálogos y, por lo que cuenta, un loco de atar. Una de sus colaboradoras elogiaba así a Chase: “Un día entró, se tumbó en el sofá y exclamó: 'Me siento tan deprimido'”. Que era un ser humano, descubrió la guionista con alborozo, y su lado tierno compensaba cuánto machacaba a guionistas, actores y directores. Para que vean qué clase de colgados lo soportan todo con tal de aferrarse a un curro. Otro que le merece atención es David Milch, el creador de Deadwood. Como el bueno de David sufre de alzheimer, Biskind puede decir todas las necedades que le pide el cuerpo sobre uno de nuestros héroes: que si despreciaba a los directores, que si los guiones se alteraban cinco minutos antes de que las cámaras empezaran a funcionar —algo que a actores como Ian MacShane o Paula Malcomson les daba igual— o que se negara a aceptar la oferta de HBO a reducir una hipotética cuarta temporada a seis capítulos. Es de justicia subrayar que Milch era un tipo en extremo generoso: repartía sus beneficios entre actores y equipo, rechazó la súplica de John Milius (en la bancarrota entonces, e incapaz de pagar los estudios universitarios de su hijo) para figurar como guionista en la serie: pagó de su bolsillo los créditos del hijo de Milius, alegando que “un guionista y director de tu talla no va a sentarse en una sala llena de guionistas tarados”. Sin embargo, Biskind insiste en que su errática conducta se debió a la benéfica influencia de su papá, quien le introdujo en el mundo de las apuestas y las timbas a la tierna edad de cinco añitos. Y, según Biskind, Milch llegó a declarar: “Me siento afortunado de tener un empleo, porque si supieran lo que se me pasa por la cabeza, no sólo no tendría un trabajo, sino que estaría recluido en una institución psiquiátrica”. No obstante, todos los actores de Deadwood adoraban a Milch: y es que el hombre escribía los diálogos en pentámetro yámbico (el tipo de verso que usaba en ocasiones Shakespeare —pero sin tanto fuck y derivados, claro). El caso es que Deadwood tuvo críticas magníficas, pero una relativamente pobre acogida del público, y ello, sumado al coste de cada episodio, precipitó el fin de la serie (aunque Biskind no parece haber ahondado en las auténticas razones de su cancelación).

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Netflix: de la venta y alquiler por correo al streaming

Si bien Netflix comenzó su andadura como una empresa bastante cutre, pronto se dio cuenta de las posibilidades de la tele por Internet. No en vano fueron los pioneros del algoritmo (entonces, simple base de datos): a todo quisqui a quien le alquilaran o vendieran un DVD le sacaban todos los datos personales posibles (hábitos gastronómicos, talla de calzoncillos, mascotas predilectas, cuán “blanco” se les antojaba que era Will Smith, etc.). Netflix se alzó como la primera plataforma en aprovechar lo de la tele por Internet y descubrió posteriormente su Nirvana con el mantra de “Talento y contenido”. Así, el pelotazo que supuso House of Cards fue su bendición definitiva: no sólo desafiaba los estrictos cánones de la tele “normal” (su protagonista era un auténtico hijo de puta, como, por otra parte, todos los demás personajes de la serie que tuvieran tres o cuatro líneas de diálogo). Curiosamente, Biskind no hace mucha sangre con lo que le ocurrió a Kevin Spacey (debe ser que le cae bien: como a nosotros), sino que destaca el fichaje espectacular de un director como David Fincher, quien obtuvo un contrato multimillonario para producir series como Mindhunter y realizar films como Perdida o Mank. Pero nos da la sensación, gracias a la última boñiga que Fincher lanzó mediante Netflix, The Killer, que tanto la empresa como el director se están agotando en cuanto a su (otrora) fructífera colaboración.

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Nos cuenta Biskind que Netflix aprovechó su primacía en esto del streaming por llegar primero y contar con el apoyo de Wall Street. El resultado obvio es que la plataforma se endeudó hasta las cejas (compras, compras y más compras) y que su objetivo inicial (un billón de suscriptores) se ha quedado, de momento, en unas magras cifras de 244 millones (¿Se quejarían ustedes, dada la mierda que ofrecen? Nosotros no).

Llega la competencia

Netflix era un mundo feliz hasta que llegaron otras empresas que decidieron que eso de la tele por Internet era el futuro. Desgraciadamente, estas empresas tenían pasta para dar y tomar —algo que Netflix, presuntamente, no tuvo en cuenta—. Si Disney ya había comprado a Miramax en una galaxia muy, muy lejana, no le dolieron prendas a la hora de adquirir Marvel y otras compañías que ofrecían productos para un público juvenil o con ligero retraso mental. Y antes se habían hecho con el catálogo de Lucasfilm Ltd., encaminada a una audiencia similar. El único problemilla con que se encontró la empresa fundada por el tío Walt es que su antiguo catálogo no respondía a los nuevos tiempos: películas como Dumbo, Bambi, El libro de la selva (¡Esos orangutanes malos!) e incluso Tod y Toby no correspondían bien con los tiempos de hoy (racismo, sexismo, clasismo y cualquier otro ismo alejado de vanguardismo). Por tanto, decidieron ponerse al día e hicieron, por ejemplo, que La princesita tenía que ser negra, que el Dumbo de Tim Burton esquivara, los, ejem, racistas apuntes de la versión canónica y que la saga Star Wars fuera aún más gilipollas e infantil que la creada originalmente por George Lucas (tarea difícil, pero no imposible). Incluso se las han arreglado para que The Mandalorian muestre a Pedro Pascal como héroe de acción (¡asombroso!). Lo de Marvel no tenía demasiado arreglo, ya que, si el primer Iron Man se inspiraba en un empresario modélico como Elon Musk, ¿para qué cambiar? Por desgracia, parece que las series y películas Marvel andan de capa caída hoy en día. Pero tal y como andan las cosas estamos (casi) convencidos de que resucitarán.

El multimillonario con vocación de astronauta (o de Hal 9000), Jeff Bezos, se apuntó también al carro. Amazon ha vertido inmundicias sin fin hasta que dio con la clave con The Boys, descarnada burla de los superhéroes Marvel. Porque la basura que produjo previamente, como The Man in the High Castle, no sólo deprimió a los que nos gusta la novela de Philip K. Dick, sino a todos aquellos degenerados que desearían que el III Reich y Japón hubieran ganado la II Guerra Mundial.

Y queda Apple TV. Una empresa que gasta lo que haya que gastar para tener su parte del pastel. No es de extrañar: sus mayores ingresos provienen de esos Iphone 25 o Ipad 37 que fabrican en talleres de Tailandia o Indonesia críos malnutridos por menos del salario mínimo de Albania. Y no crean: todos somos culpables. Escribimos esto en un Mac fabricado en 2019 y que, en comparación con otros cacharros Apple que hemos tenido, es una basura (no crean que es un comentario racista: lo de “beneficio a cualquier precio”, añadiendo el adjetivo “mínimo” junto a “precio” es un síntoma de los tiempos).

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Compras, ventas, Joint Ventures y demás canalladas

Estas filantrópicas empresas se han dado cuenta de que la unión hace la fuerza. Así que ATT se hizo con Warner, engulló HBO, esta se convirtió en HBO+ o Max o + (¿Más? ¿Plus?) a secas y todo así. Lo cierto es que Biskind dedica un espacio excesivo a narrar quién entra y quién sale de todas estas compañías —para usted y para mí, un auténtico coñazo—, dado que los ejecutivos de la cosa esta del streaming suelen ser graduados en Business&Administration de Yale, Harvard, Notre Dame o cualquier otra universidad de la Ivy League; en cristiano: gente que de eso de los programas de la tele o de las películas no sabe gran cosa o directamente no tiene ni puta idea... Y es sorprendente (y asimismo aburridísimo) que Biskind dedique tanto tiempo y espacio a estas luchas intestinas dentro de estas ejemplares empresas.

Consideraciones intempestivas

Biskind deja las conclusiones apocalípticas para el final. Como estas corporaciones se han endeudado tanto (y tanto) él cree (o lo finge) que alguna va a estallar por los aires. Bobadas. Las últimas veces que hemos acudido a una sala de cine en nuestra aldea (Perfect Days, Hasta el fin del mundo, el western superchungo que realizó Viggo Mortensen —pero Viggo sigue siendo uno de nuestros ídolos: si a Cervantes “Dios no le dio la gracia de ser poeta”, según confesión propia, a Viggo no le ha dado la de ser director—, Furiosa u Horizon) hemos advertido, gracias a los cuatro o cinco aficionados que nos acompañaban en cada función, que ya no hay nada qué hacer.

Acierta Biskind en que los actores/actrices ya no atraen a la plebe a la hora de ver una película (da igual quién interprete a Batman o al Capitán América) y que las estrellas que aún mantienen cierto gancho taquillero están para echar azúcar a los bollos (Brad Pitt y poco más; porque, ¿quién distingue a Chris Pine de Chris Hemworth o a Chris Pratt de Jesucristo García?).

Lo que no advierte Biskind es que estas plataformas han creado algo similar al oligopolio que, durante “los años dorados de Hollywood” constituían la Fox, Metro, RKO, Paramount, con sus estudios de producción, sus distribuidoras y cadenas de cines (cines que no tenían ni Columbia ni Universal). Por tanto, no creemos que nada ni nadie pueda frenarlas. ¿Las leyes antitrust de los Estados Unidos de América? Ay, ¡pero qué inocentes son ustedes!





 




 



lunes, 15 de julio de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "HORIZON" (Horizon: An American Saga, Kevin Costner, 2024)

 

por el señor Snoid

Lo positivo de Horizon es que no es un tostonazo al estilo de Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990), película que contaba (mal) durante 181 minutos lo mismo que Fuller contaba (bien) en Yuma/Run of the Arrow en 86. Y es que la primera película como director de Kevin Costner —un hombre lleno de buenas intenciones— tuvo un éxito espectacular y decenas de Óscars gracias, creemos, a la pegadiza musiquilla de John Barry y a que por aquella época hacía tiempo que no se estrenaba un western con cierto marchamo de seriedad. Tampoco es Horizon un espanto sin paliativos como Mensajero del futuro (The Postman, 1997), 177 minutos de tortura que fue rebautizada por algunos malévolos miembros del equipo de rodaje como Dryworld (en homenaje al disparate previo de Costner —sólo como actor metomentodo esta vez—, Waterworld). Desgraciadamente, tampoco es Horizon una película redonda.

Costner ha pretendido hacer algo así como la saga definitiva del western (en principio, el plan consistía en realizar cuatro largometrajes: parece que la cosa se va a quedar, por fortuna, en dos) y el resultado final es similar al de films como La Conquista del Oeste o Cimarron (versiones de 1930 y 1960): películas que poseen esporádicos buenos momentos, pero que están muy lejos de ser las apasionantes obras épicas que sus productores pretendían. No se le puede negar ambición a Costner. Ni pasión por el género. Pero sí se le puede achacar que en muchas ocasiones sus elecciones artísticas (reparto, guión, planificación, ritmo, música) sean un tanto desacertadas.


En principio, como es habitual en el Costner director, la cosa tiene sobre el papel bastante gracia: un lugar perdido en Nuevo México o Arizona (la localización real del film en Moab, Utah, en los mismos lugares donde Ford rodó Wagonmaster, es un acierto) donde van a converger los personajes de tres historias distintas. La más interesante es la que transcurre en el propio Horizon, donde hay una escena inicial bien rodada que muestra a un topógrafo y a su hijo, vigilados por unos apaches que llegan a la conclusión de que lo que están haciendo en las tierras —clavar estacas, medir distancias, establecer lindes de futuras parcelas— es una especie de “juego”. Y es que en el Este se ha difundido que el lugar es un paraíso terrenal donde los colonos van a tener una vida regalada. Costner hace justicia a la “verdad” histórica: a partir de 1849, muchos se enriquecieron vendiendo carromatos, aperos, cacharros de cocina, mulas, caballos y todo tipo de trastos a los emigrantes recién llegados de Europa y a otros infelices (les parecerá increíble, pero hubo caravanas llenas de tuberculosos que emprendieron el viaje porque se les garantizó que el clima del Oeste les iba a sentar de maravilla). En este segmento de film hay otra escena estupenda: el asedio a una cabaña que recuerda a la última parte de Los que no perdonan (The Unforgiven, John Huston, 1960). 

 

Y a propósito de esto, han surgido voces críticas por parte de la parroquia de santurrones de la Iglesia de Salvemos a los indios una vez que fueron exterminados. No es que los apaches se muestren especialmente sangrientos (nos preguntamos si podría hacerse hoy un film como La venganza de Ulzana/Ulzana's Raid, Robert Aldrich, 1972, donde los apaches se divertían mediante imaginativas torturas), pero no son precisamente las hermanitas de la caridad que parecían los Lakota en la primera película de Costner/director (la gente suele olvidar que en este film sus enemigos Pawnees aparecían como una especie de furiosa banda de punks de la pradera). También conviene recordar que “apache” es una palabra navajo que significa “el enemigo”.


El segundo relato nos muestra a una familia de villanos muy degenerados (son peores que los Clanton de Pasión de los fuertes) que persiguen a una pobre mujer y a su bebé. Ahí es donde interviene Costner, quien siempre se reserva el papel de hombre lacónico que permite que el resto del reparto hable por los codos. Y el bueno de Kevin aparece por un poblacho de Wyoming con la sana intención de tomar unos tragos y quizá echar un polvo, pero no le queda otra que actuar. De camino a la casa donde ha quedado con la joven prostituta que ejerce de canguro, uno de los malvados le da una conversación tan larga, aburrida y enojosa, desvelándole al tiempo sus intenciones, que a Costner no le queda otra que vaciar el tambor de su revólver sobre semejante tarugo. Hay un plano estupendo en este fragmento: una prostituta recostada en la ventana que saluda a Costner mientras fuma un cigarrillo.

La tercera historia, sin duda la más floja, nos presenta una caravana de colonos camino de Horizon. Tiene una obvia inspiración en el Wagonmaster de Ford, pero se queda más bien en Camino de Oregón (The Way West, Andrew V. MacLaglen, 1967), que era una especie de Peyton Place o Falcon Crest con carromatos. El mayor problema de este segmento es que Luke Wilson (el jefe de la caravana) no es precisamente Ben Johnson.

Costner no lo puede evitar: le gustan las palabras. En su mejor película, Open Range, hacía que Robert Duvall y demás personajes hablaran como cotorras, algo que perjudicaba bastante el resultado final. Y si a Wyatt Earp le bastaba un breve diálogo con Clementine Carter para terminar con el bellísimo plano final de la chica vista de espaldas y al fondo el camino interminable flanqueado por las formaciones rocosas de Monument Valley en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946), obvia inspiración de Open Range, Costner se despedía tres veces de Annette Benning (y amenazaba con volver). Y al igual que en Horizon, también en Open Range había alguna que otra escena maravillosa: por ejemplo, la escena previa al duelo final cuando Costner y Duvall, pensando que probablemente van a morir, entran en la tienda del pueblo, Duvall se regala chocolate suizo (“se deshace en la boca”), unos cigarros (“vienen de Cuba”) y Costner consulta un catálogo de juegos de té (pues el muy torpe se había cargado el de Annette Benning en un momento previo). En Horizon sucede algo similar: escenas bien rodadas y con un punto de poesía alternan con otras cuyas posibilidades se arruinan merced a la inclusión de un diálogo explícito y bastante penoso: por ejemplo, la escena, estupenda en cuanto a sus posibilidades, en la que Frances (Sienna Miller) y el capitán Gephart (Sam Worthington) se declaran su amor con una cháchara totalmente prescindible.

No es de extrañar que los westerns predilectos de Costner sean Hombre, una buena película de Martin Ritt en la que todo el reparto —salvo Paul Newman, que interpretaba a un apache blanco— competía para ver quién parloteaba más, e Incidente en Ox-Bow, western con mensaje (el mensaje era: “No está bien eso de linchar a la gente, porque igual te equivocas y linchas a tres inocentes”). En resumidas cuentas, Horizon no es un film desdeñable, pero la irrefrenable pasión de Costner por la exposición verbal y por los planos de postal cursi dañan sobremanera los buenos momentos de la película. En fin: Costner tendría que haberle cedido la silla de director a Taylor Sheridan (Comancheria, Wind River, Yellowstone y sus decenas de spin-offs), pero como ya no se hablan...


 


lunes, 3 de junio de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "FURIOSA" (Furiosa: A Mad Max Saga, George Miller, 2024)

 

por el señor Snoid

Furiosa tiene un arranque bastante prometedor. La niña Furiosa (excelente Alyla Browne) vive en una especie de comuna hippie en régimen de matriarcado cuando unos degenerados post-apocalipsis la raptan y entregan a su líder Dementus (Chris Hemsworth). Y durante la hora siguiente la película tiene un buen ritmo, algunas soluciones visuales interesantes y las escenas de acción están rodadas y montadas de manera seca y eficaz. Pero a partir de la construcción y posterior ataque al camión blindado (aquel maldito camión blindado), en una escena de pirotecnia que dura un cuarto de hora pero que a nosotros se nos hizo eterna, el film derrapa, cae en picado y no logra retomar el prometedor rumbo inicial: Furiosa se hace tediosa (excepto quizá para los fanáticos del motor, seguidores de Fernando Alonso y las continuas mejoras de su Aston Martin, de todos esos motoristas que cubren de gloria el deporte español y demás artefactos que hacen un estruendo espantoso) y se convierte en un espectáculo parecido a esos Monster Trucks que tanto entusiasman a los gringos.


Furiosa posee varios problemas que el director y co-guionista George Miller no logra solventar. Por una parte, el film tiene una duración excesiva (dos horas y media); el único personaje masculino más o menos decente, el Pretoriano Jack (Tom Burke), aparece cuando la narración se desliza velozmente hacia lo banal y repetitivo. El personaje de Dementus, un líder carismático de la talla de un Trump, un Bolsonaro, una Ayuso o un Netanyahu (su discurso exhortando a los habitantes de la Ciudadela a la rebelión, en plan “Comunismo o Libertad”, “Comunismo o cerveza” o “Gasolina gratis para todos” es uno de los momentos más divertidos del film) termina siendo grotesco en exceso, pero nunca demasiado amenazador. Y, además, demuestra ser un mal gestor —como sus pares antes mencionados: transforma la otrora pujante “Ciudadela del Petróleo” en un caos productivo y financiero: si hubiera tenido dinero público que le sufragara sus derroches...— y la escena final, su enfrentamiento con la Furiosa adulta (AnyaTaylor-Joy), resulta bastante patética (por la horrible interpretación del actor, por su desmesurado metraje y por la cantidad de cháchara intrascendente y bobalicona en un film que, por sus características, exige que el diálogo sea mínimo). Se echa de menos también la presencia de Max Rokatansky (a quien se ve fugazmente en la cima de un risco zampándose una lata de conservas), dado que su sustituto, el mencionado Pretoriano Jack, es un personaje efímero que despierta poco interés. Y el tono del relato deja entrever esa clase de feminismo (impostado) que está en la cabecita creadora de muchos hombres que se han subido alegremente al carro (o al camión, o al coche tuneado, o a moto provista de ametralladora) de los tiempos. Es decir, ese feminismo que se podría resumir en “Las mujeres son capaces de hacer las mismas gilipolleces que los hombres han hecho durante siglos: rebanar pescuezos, desatar guerras, reventarte el cerebro de un balazo o conducir hábilmente un ruidoso trasto de varias toneladas de peso”. Un feminismo un tanto pobre (por no emplear otro adjetivo).

Es inevitable la comparación con la previa Mad Max: Fury Road. Narración mucho más ágil, el CGI se notaba mucho menos y, aunque Max era ya allí un personaje relativamente secundario, la elección de Tom Hardy como Max era muy acertada (gruñía tanto y tan bien como en la serie Taboo). No es que Anya Taylor-Joy haga una interpretación desdeñable, pero quizá la actriz carezca del carisma y de la presencia de Charlize Theron. Y lo cierto es que esta clase de historias no necesitan las prolijas explicaciones que nos proporciona Furiosa (aunque hay detalles interesantes: las mujeres tratadas en la Ciudadela como gallinas ponedoras o como fuente de la deseada “leche materna”; y el momento en que una de ellas da a luz a unos gemelos siameses, provocando la ira de Inmortan Joe y la desesperación de la muchacha, es brillantemente angustioso).

Y no crean que despreciamos el cine de George Miller. El australiano siempre nos ha resultado de lo más simpático. Y varias de sus obras son verdaderamente brillantes. Aunque la trilogía original de Mad Max ha envejecido bastante mal —la primera aún conserva cierta frescura, sin duda por su tono ultraviolento (para la época), la pobreza de la producción (que ayudaba bastante a crear un ambiente cutre y desolador) y su desparpajo narrativo; la segunda, rodada con un presupuesto mucho mayor, resultó ya un poco decepcionante, y la tercera, la de “la cúpula del trueno” era una película con niños y para niños que incluso homenajeaba sin rubor al atroz Spielberg de Indiana Jones y el templo maldito. Sin embargo, Miller fue capaz de realizar el mejor segmento del film The Twilight Zone, hizo la subestimada Las brujas de Eastwick (donde los excesos de Jack Nicholson estaban más que justificados) y dio la campanada con Babe, el cerdito valiente, una maravilla (sí: una maravilla) que contaba con una de las mejores líneas de diálogo del cine infantil: cuando el circunspecto granjero Hoggett alaba al triunfante protagonista: “Bien hecho, cerdo”. Y para la secuela, Miller decidió cambiar por completo de registro con Babe, el cerdito en la ciudad, una película que, de tener que etiquetarla, sólo podríamos adscribirla al género “épico-surrealista”. De hecho, cuando salimos del cine, la hija de la señora Snoid tenía tal rictus de confusión que en vez de haber consumido un refresco y varias chuches a lo largo de la película, más parecía que se hubiera tragado un tripi. Y entre medias, El aceite de la vida (Lorenzo's Oil) es un film notable. Y así como Tres mil años esperándote resultó una pequeña decepción (pese a que el relato era, sobre el papel, sumamente atractivo) es muy posible que una hipotética recuperación del talento de Miller se manifieste en el momento menos esperado. Por tanto, esperamos que el director recupere su buen hacer en la tercera entrega de esta saga. Que muy posiblemente llegará.


 



 

miércoles, 13 de marzo de 2024

LIBROS DE OCASIÓN: Chris Fujiwara, "Jacques Tourneur: el cinema del anochecer" (Providence, 2023)

 


 

 

por el señor Snoid

¿Cómo es posible que un director que contó casi siempre con presupuestos de miseria, a menudo actores inadecuados o mediocres y en ocasiones guiones muy deficientes lograra crear un puñado de obras maestras? Y, ¿por qué tal director no ha entrado en el panteón de directores célebres de la Historia del Cine? El libro de Chris Fujiwara desvela en parte el misterio. Un libro importante, pues, que sepamos, desde el libro que co-editaron Filmoteca española y el Festival de Cine de San Sebastián (1988) y el más reciente y espléndido estudio de Rubén Higueras Flores (Cátedra, 2016) los estudios exhaustivos sobre la obra de Tourneur no son precisamente abundantes.

“...el cine de Tourneur, además de muy poco ruidoso y más bien susurrado, fue siempre más bien lento y desprovisto de aceleraciones vertiginosas, eludió en la medida de la posible la mostración explícita de la violencia y dedicó más tiempo a la reflexión que a la acción, por otra parte casi nunca trepidante Y en eso se apartó decidida y tenazmente del grueso del cine americano clásico...”, escribe Miguel Marías en la “Presentación”. Y añadirá Fujiwara: “El misterio de las películas de Tourneur no solo procede de las complejas y nebulosas tramas que sus protagonistas intentan desenredar, sino también de los motivos no expresados, y los conflictos interiores no resueltos de los propios protagonistas”.

Ese cine susurrado del que acertadamente habla Marías (aspecto en el que también se detiene Fujiwara) se aprecia en la escena del encuentro entre Aldo Ray y Anne Bancroft en la magnífica Nightfall:


La elegancia del estilo de Tourneur se halla presente en todas sus películas, incluso en las fallidas. Y es notable el hecho de que trabajando sobre todo en el cine de género (terror, fantástico, western, cine negro) el director lograra imponer ese estilo de una forma tan coherente y duradera. Recuérdese la célebre escena de La mujer pantera:

 

O esta escena de El hombre leopardo:


La mujer pantera deriva sus situaciones, incluyendo las terroríficas, de las emociones de los protagonistas. Una táctica que la aparta del típico cine de terror de la época. La tensión principal de la película proviene del miedo de Irena hacia su propia sexualidad como algo “malo” —un tema osado para 1942”. Un tema en el que reincidiría Tourneur en varias de sus películas. Cierto es que las pulsiones sexuales son el motor de La mujer pantera —Oliver y el doctor Judd desean a Irena, Irena sufre porque no puede tener relaciones sexuales; sin embargo ello no le impide ser posesiva respecto a Oliver y de ahí su odio hacia su rival Alice—, Yo anduve con un zombie y El hombre leopardo; sin embargo, el deseo desempeña un papel primordial en films como La mujer pirata, Martín el gaucho, Retorno al pasado, Noche en el alma... Y a menudo ese deseo provocará catástrofes: es la violación y muerte de una muchacha india lo que provoca la masacre en Tierra generosa. Pero Tourneur no subraya ninguno de estos aspectos: la contención de su estilo, esa “modestia” pudorosa del director hace que rara vez esta característica  de su cine cobre protagonismo. Algo que detestaba Tourneur era el exceso; los personajes que se entregan a sus deseos rara vez escapan a un destino marcado por la huida y la muerte. Jeff Bailey en Retorno al pasado comete una sola equivocación que devendrá fatal. Pero Tourneur nos ha mostrado en un momento mágico las razones de ese error: la primera visión que Bailey tiene de Kathy:


Acierta Fujiwara al vincular Vertigo con Noche en el alma. Al principio de la narración, tras oír de Cissie parte del misterio que envuelve a los Bederaux y de lo que le cuenta su amigo Clag, el doctor Huntington Bailey se muestra reticente a acudir a la mansión de Allida. Pero una visita a un museo donde se exhibe el retrato de la muchacha hará que cambie de opinión: es ahí donde comienza su enamoramiento de la protagonista de la historia (interpretada por una espléndida Hedy Lamarr):


Sin embargo, Tourneur se las arreglaba siempre para introducir escenas excéntricas y llamativas en sus films, pese a su habitual y voluntaria invisibilidad y discreción. En Tierra generosa, Logan (Dana Andrews) reprocha a su amigo George (Brian Donlevy) la manera escasamente apasionada con que besa a su prometida Lucy (Susan Hayward) y no duda en hacerle una demostración (con el resultado de la llamativa satisfacción de la muchacha) para luego emprender un paseo juntos como si nada hubiera pasado:

 


O la célebre escena del payaso en un film menor, pero que cuenta con logrados momentos, como Berlin Express:


Y este momento maravilloso de Retorno al pasado:


 

Uno de los escasos momentos en que Tourneur se hace notar con ese breve travelling  hacia la puerta y el plano en movimiento del jardín bajo la tormenta. Poesía en el cine negro. Poco le importaban a Tourneur las presuntas convenciones de los géneros en los que trabajaba.

Sobre la curación de la novia del joven médico en Stars in my Crown escribe Fujiwara: “En este círculo de miradas no hay sitio para insertar la mirada de Dios. La escena no pretende reconciliar una interpretación religiosa de los fenómenos con una racionalista, sino que, como las escenas que tratan la enfermedad y recuperación de John, está construida completamente sobre las pautas visuales por los personajes implicados”. ¿Seguro? No hay duda de que Tourneur creía en lo sobrenatural —y no es necesario recurrir a sus films fantásticos o de terror para afirmarlo. Y, al igual que John Ford, Tourneur creía también en la posibilidad de los milagros. Pero siempre dejando la puerta abierta a la posibilidad de que los hechos ocurran (y las soluciones se encuentren) merced a la sugestión. La primera intervención exitosa del doctor Harris (James Mitchell) se debe a un truco (una canción que calma a un chiquillo para extirparle un anzuelo que se ha clavado en su pierna). ¿No es este un método similar al que utiliza con frecuencia el párroco Josiah Gray (Joel McCrea) e incluso el mago feriante “Profesor” Sam Houston Jones? Esta calculada ambigüedad alcanzará su cenit en La noche del demonio. Sin embargo, en Stars in my Crown es el párroco quien sale triunfante. Rara vez Tourneur hará que sus hombres de ley y figuras sacerdotales fracasen. En Wichita volvemos al motivo del exceso —los vaqueros borrachos arman alboroto en el pueblo y un niño pequeño resulta muerto por una bala perdida— (Fujiwara: “También ubica este conflicto en la moral vacilante de los cowboys, mostrándose como hombres normales, capaces de ser generosos y razonables, pero exacerbados por condiciones físicas extremas —la pérdida del sendero, seguida de repente por el acceso al aguardiente y las prostitutas”) y Wyatt Earp (de nuevo Joel McCrea) acepta el cargo de comisario que antes había rechazado (al igual que Fonda en My Darling Clementine: pero los motivos del Earp de Tourneur distan de ser la consecución de una venganza: una escena como la del actor que interpreta el monólogo de Hamlet y que expresa las dudas y la resolución final de Earp no tendría cabida en un film de Tourneur).

Sorprende que un film como Stars in my Crown pasara totalmente desapercibido en su momento. Quizá su adscripción al género Americana (la vida rural en la Norteamérica de finales del XIX y principios del siglo XX) había pasado de moda: ejemplos sobresalientes de este tipo de films los hallamos en Ford, Vidor y en el mejor Henry King (Tol'able David). Por lo demás, tal vez Hollywood nunca haya prestado demasiada atención al mundo rural, a excepción de las posteriores y excelentes incursiones de Elia Kazan (Un rostro en la multitud, Baby Doll, Río salvaje). El film de Tourneur está plagado de hermosos momentos:


En ciertas ocasiones, el enfoque de Fujiwara quizá sea de un psicologismo excesivo. Por ejemplo, sobre Una pistola al amanecer: “Así, como Pentecost se niega a hacer el amor, también se niega a buscar oro; deja que otros lo hagan por él. Luego tiene que matar a Lawford porque ha procreado y encontrado oro a la vez. Este es el intolerable signo de productividad fálica”. En realidad, Pentecost (Robert Stack) mata a Lawford porque descubre que le ha engañado y es el minero quien desenfunda primero. Y quizá el personaje que encarna con mayor exuberancia el deseo sexual insatisfecho y el exceso sea Jumbo (Raymond Burr). Y es que este es uno de los westerns más extraños y sugerentes que se rodaron en los años 50:

 

Fujiwara se detiene con agudeza y detalle en los mejores films de Tourneur, y sus comentarios suelen ser acertados. No podemos estar de acuerdo con las supuestas bondades de The Fearmakers —cuyo punto de partida argumental es interesante, pero la película se ve lastrada por un presupuesto irrisorio y unos actores secundarios realmente incompetentes. O la muy alabada por los admiradores de Tourneur Cita en Honduras, otro film que sufre a causa de un rodaje que combina planos de la jungla en estudio —que parecen rodados en el jardín de la casa del productor— con algunos momentos excelentes. Tampoco nos parece tan horrible The Comedy of Terrors y sí The City in the Sea. La primera es a ratos una sátira inteligente (con escenas, cierto es, un tanto grotescas) y la segunda un auténtico despropósito. Pero es evidente que no era Tourneur un director apropiado para los films de la productora American International. Los momentos de grandeza épica de Martin el gaucho ya quedaban, por desgracia, lejanos.


En resumen, un estudio más que aceptable sobre la obra del realizador, que no sólo incluye el análisis de sus largometrajes, sino su labor como ayudante de dirección, su trabajo como director de cortometrajes y su abundante producción televisiva —de la que, por desgracia, sólo hemos visto los episodios que dirigió para la serie Northwest Passage.

El volumen posee una filmografía exhaustiva de la obra de Tourneur y un útil índice onomástico. Hay que lamentar que el libro tenga abundantes erratas y que en ocasiones la traducción sea un tanto deficiente: se traduce private eye ('detective privado') como “ojo privado”. Esto no es un gran fallo, dado que las variantes de la literatura pulp (y no tan pulp) sobre tal oficio son muy abundantes: que si shamus, que si private op, que si gumshoe... Pero que se traduzca resignation ('dimisión') como resignación... En fin: los problemas habituales de una editorial pequeña. Pero deseamos de corazón que Providence Ediciones siga adelante con éxito en su tarea de publicar esta clase de libros. Libros necesarios y editoriales necesarias.

 

Chris Fujiwara, Jacques Tourneur: el cinema del anochecer. Prólogo de Martin Scorsese. Presentación de Miguel Marías. Epílogo de Jesús Cortés. Traducción de Karin Wascher Ausina. Providence ediciones, Madrid, 2023.


 



 

 

jueves, 7 de marzo de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "POBRES CRIATURAS" (Poor Things, Yorgos Lanthimos, 2023)

 

por el señor Snoid

Siempre nos ha sorprendido que habitualmente se califique la época victoriana como un periodo de “moral hipócrita”. ¿Quiere esto decir que bajo la exaltación de una virtud “ceremonial” se escondían el vicio y el desenfreno? Pues la verdad es que tan escondidos no estaban, pues en el barrio de Haymarket en Londres —el centro del mundo entonces— había decenas de burdeles con centenares de prostitutas, Jack el Destripador despanzurraba a unas cuantas pobrecillas a su antojo, la reina Victoria, ya viuda y casi una anciana, tenía un rollo con un sirviente indio y los “excesos” (como en toda sociedad opulenta de cualquier época) campaban a sus anchas. Consideremos los testimonios que nos proporciona la ficción: Vanity Fair es la historia de una joven que se sale con la suya, pese a quien pese, en medio de una sociedad podrida. Stevenson, cuya obra fue catalogada por Nabokov y Burgess como “libros para chavales”, nos muestra en The Strange Case of Doctor Jekyll & Mr. Hyde una historia que dista bastante de la tradicional interpretación de “el mal (Hyde) que aflora en un hombre intrínsecamente bueno (Jekyll)”. El autor nos deja entrever que el buen doctor, filántropo en sus ratos libres mientras no preparaba excéntricas pócimas, no era precisamente un dechado de virtudes (putero que llevaba en secreto eso que llaman vida disipada). O el reverso de la moneda: nos hallamos en una época dilatada en el tiempo en la que se producen numerosos y trascendentales cambios. El triunfo de una burguesía adinerada. Una nobleza urbana y también rural que, a diferencia de la española, no era ociosa. Y un proletariado urbano que sufre de lo lindo. Y a la vez surgen amplios movimientos reformistas (religiosos y laicos) que intentan mejorar la vida de la plebe y, entre otras cosas, despertar la conciencia de las mujeres para que posean un papel activo en el mundo (de los hombres). Feministas y sufragistas herederas de mujeres de generaciones anteriores (como la mamá de Mary Shelley, cuya obra está directamente emparentada con Pobres criaturas).


Pobres criaturas es una fábula cuyo trasfondo en clave de fantasía es esta época victoriana. Y la ficción que nos ofrece se puede interpretar como “una defensa de la pedofilia y de la prostitución” o “una defensa del empoderamiento y triunfo de una mujer”. Es decir, conclusiones tan simples como la etiqueta que se le pone a la época victoriana sin el menor empacho. También podríamos considerarla como la historia de una curación —al igual que el Vertigo de Hitchcock, pero sin su apasionante y desmedido romanticismo, claro está—: la que experimenta Bella tras su suicidio mediante el transplante del cerebro de su bebé. Una mujer que resucita para convertirse en alguien mejor, casi perfecto.


Semejante narración requería un tratamiento cómico y estrambótico, y en este sentido, Pobres criaturas pasa fluidamente de los equívocos y retruécanos del habla (Bella al principio habla como una niña de dos años para acabar expresándose con una divertida pedantería: “Me complace en extremo nuestro arreglo matrimonial” le dice a su prometido, el doctor McCandles, en su paseo a la orilla del río, una de las mejores escenas de la película) al retrato esperpéntico mediante el slapstick (momentos en los que la víctima es representada por la figura del seductor profesional que encarna Mark Ruffalo con brillantez) o la muy desinhibida conducta de la protagonista: no olvidemos que es una niña salvaje enfrentada a lo desconocido. En cuanto a esta característica, el relato emplea la extrema libertad con que Bella afronta sus relaciones con los otros personajes para recalcar lo absurdo que es el mundo en que vivimos y para dar cuenta de que Pobres criaturas es asimismo una historia de aprendizaje. El que Bella se haga adicta a “las furiosas acometidas” es parte del proceso. Pronto la chica utilizará el sexo como arma y no como mero instrumento de placer (y las escenas de sexo, abundantes, no dejan de ser una hiperbólica bufonada: otro aditamento cómico a la historia).


El director Yorgos Lanthimos abandona el tono solemne de La favorita (algo que la hacía un tanto insoportable) y también reduce el uso y abuso del gran angular a la primera parte del film, ese Londres victoriano en blanco y negro. Un diseño de producción realmente maravilloso. Unos intérpretes en estado de gracia (una espléndida Emma Stone que pasa de trastabillarse como un bebé torpón a llevar con suma elegancia vestidos de finales del XIX y, entre medias, unos conjuntos extraordinariamente bizarros: en cuanto a esto, regresemos a la realidad “histórica”: en 1854 el Banco de Inglaterra tuvo que prohibir a sus empleados que llevaran chalecos con “estampados excesivamente llamativos”: modas más o menos frikis las ha habido en todas partes y en todo momento —incluso en la Inglaterra victoriana). Y, por una vez, una banda sonora estupenda (cortesía de Jerskin Fendrix) que casa perfectamente con las imágenes.

En conclusión, casi, casi, una obra maestra. Y de quien menos nos lo esperábamos. Y que esta película haya provocado tanta controversia nos sorprende tanto como lo de la “moral hipócrita” de la era victoriana. ¿O deberíamos asumir que aún no hemos salido de ella?