por el señor Snoid
¿Cómo resistirse? Si
los anteriores volúmenes de cotilleos de Biskind, Sexo, mentiras
y Hollywood y Moteros rabiosos, Toros tranquilos (¿o era
al revés?) nos habían proporcionado momentos de regocijo y
diversión (el cotilla que llevamos dentro) nos apresuramos a
adquirir su último best-seller, antes incluso que algún esforzado/a
traductor/a o alguna IA se apresuraran a traducirlo.
Dayneris ha de sufrir peligrosas asechanzas en Juego de tronos
En Pandora's Box
lo que nos cuenta Biskind es el auge y (previsible) caída de unas
cadenas de TV que empezaron su andadura de forma más o menos cutre
(Netflix como un servicio de venta y alquiler de DVDs, HBO como un
canal de cable que emitía películas de mierda) hasta lograr la
supremacía mundial en esto de la distribución mundial de productos
audiovisuales. No obstante, el autor se muestra bastante cauto a la
hora de soltar salvajadas: no en vano los ejecutivos de estas
plataformas siguen vivitos y coleando y no le van a poner demandas
por contar (como en su primer volumen de libelos) lo muy degenerado
que era un Dennis Hopper —un hombre que dejaría, en cuanto a
excesos, a todo un Errol Flynn a la altura de un grumetillo. Algo
así pasaba en su siguiente volumen-escándalo: Harvey Weinstein era
un monstruo, sí. Pero no un monstruo depredador de mujeres, sino un
cabronazo que escatimaba beneficios (caso paradigmático: el
auténtico productor de El paciente inglés, Saul Zaentz,
todavía no ha visto un duro de los beneficios de la película) o
cómo destruía vidas y profesiones enteras. Mira Sorvino se opuso —con un par
de ovarios— a que despidieran a Guillermo del Toro de Mimic:
y esto le costó su carrera. Recuerden: Mira acababa de ganar un
Óscar por Poderosa Afrodita (Woody Allen, 1995), se le
ocurrió hacer una película con Miramax —Guillermo del Toro era
una joven promesa entonces: aún no había hecho Pacific Rim y
demás basuras—, era la novia de Tarantino (Harvey le amaba y
Quentin le amaba: ¿qué dijo Tarantino cuando salieron a la luz
todos los abusos de Harvey? Pues se mostró Dazed and Confused,
como la canción de Led Zeppelin). En fin: todos los que trabajaban en
Miramax sabían bien cómo se las gastaba Harvey en cuanto a sus
apetitos sexuales (y, sin duda, Biskind también), pero en aquella
época nadie dijo ni pío. Que si Harvey Manostijeras, que si
Harvey el negociador implacable, etc.
Como Decca con los Beatles, HBO rechazó Breaking Bad. Aún lo están lamentando.
El volumen en cuestión
cuenta cómo el streaming ha llegado a dominar la exhibición
cinematográfica y televisiva actual gracias a un poderoso márketing,
a las fusiones de varias empresas lideradas por criminales de cuello
y guante blancos y a la venta (y compras) a granel de productos
básicamente mierdosos. Hay excepciones, por supuesto. HBO pasó de
ser una cadena de retales gracias al éxito apocalíptico de Los
Soprano (aún estamos en la era de la tele por cable, no del
streaming). Los programadores de estos canales despreciaban
las normas de las cadenas generalistas (en unas tablas de Moisés
apropiadamente denominadas Standards and Practices). Las
normas incluían, por descontado, que no podrían incluirse en los
diálogos de las series palabras malsonantes que superaran un Damn!
o un ¡Recórcholis! Y estipulaciones más divertidas aún.
Por ejemplo, era impensable que se matara a un perro. Como lo oyen.
Cualquier negro puede ser detenido, esposado y estrangulado por la
poli antes de que le lean los derechos, pero eso de cargarse a un
can... Pues bien, en un episodio de Los Soprano, el sobrino
(político) de Tony, Chris, un tanto intoxicado, se repantiga en el
sofá, y sin advertirlo, aplasta al perro yorkshire de su novia.
Herejía. Sacrilegio. Cadenas rotas. Y éxito ante el pasmado público
que no había visto nada semejante ni en Colombo ni en Canción
triste de Hill Street.
El Presidente y la Presidenta de los EEUU
Biskind se detiene con
cierta exhaustividad en las series de mayor éxito, como la citada
Los Soprano— y también en los creadores y guionistas de
tales series: para él, David Chase es un genio, el hombre que
cambió el rumbo de la tele, pese a ser maníaco-depresivo,
intransigente en cuanto a que alteraran una línea de sus diálogos
y, por lo que cuenta, un loco de atar. Una de sus colaboradoras
elogiaba así a Chase: “Un día entró, se tumbó en el sofá y
exclamó: 'Me siento tan deprimido'”. Que era un ser humano,
descubrió la guionista con alborozo, y su lado tierno compensaba cuánto
machacaba a guionistas, actores y directores. Para que vean qué
clase de colgados lo soportan todo con tal de aferrarse a un curro.
Otro que le merece atención es David Milch, el creador de Deadwood.
Como el bueno de David sufre de alzheimer, Biskind puede decir todas
las necedades que le pide el cuerpo sobre uno de nuestros héroes: que si
despreciaba a los directores, que si los guiones se alteraban cinco
minutos antes de que las cámaras empezaran a funcionar —algo que a
actores como Ian MacShane o Paula Malcomson les daba igual— o que
se negara a aceptar la oferta de HBO a reducir una hipotética cuarta
temporada a seis capítulos. Es de justicia subrayar que Milch era un
tipo en extremo generoso: repartía sus beneficios entre actores y
equipo, rechazó la súplica de John Milius (en la bancarrota entonces,
e incapaz de pagar los estudios universitarios de su hijo) para
figurar como guionista en la serie: pagó de su bolsillo los créditos
del hijo de Milius, alegando que “un guionista y director de tu
talla no va a sentarse en una sala llena de guionistas tarados”.
Sin embargo, Biskind insiste en que su errática conducta se debió a
la benéfica influencia de su papá, quien le introdujo en el mundo de
las apuestas y las timbas a la tierna edad de cinco añitos. Y, según
Biskind, Milch llegó a declarar: “Me siento afortunado de tener un
empleo, porque si supieran lo que se me pasa por la cabeza, no sólo
no tendría un trabajo, sino que estaría recluido en una
institución psiquiátrica”. No obstante, todos los actores de
Deadwood adoraban a Milch: y es que el hombre escribía los
diálogos en pentámetro yámbico (el tipo de verso que usaba en ocasiones
Shakespeare —pero sin tanto fuck y derivados, claro). El
caso es que Deadwood tuvo críticas magníficas, pero una
relativamente pobre acogida del público, y ello, sumado al coste de
cada episodio, precipitó el fin de la serie (aunque Biskind no
parece haber ahondado en las auténticas razones de su cancelación).
Swaerengen confesándose con la cabeza del jefe indio Netflix: de la
venta y alquiler por correo al streaming
Si bien Netflix comenzó
su andadura como una empresa bastante cutre, pronto se dio cuenta de
las posibilidades de la tele por Internet. No en vano fueron los
pioneros del algoritmo (entonces, simple base de datos): a todo
quisqui a quien le alquilaran o vendieran un DVD le sacaban todos los
datos personales posibles (hábitos gastronómicos, talla de
calzoncillos, mascotas predilectas, cuán “blanco” se les
antojaba que era Will Smith, etc.). Netflix se alzó como la primera
plataforma en aprovechar lo de la tele por Internet y descubrió
posteriormente su Nirvana con el mantra de “Talento y contenido”.
Así, el pelotazo que supuso House of Cards fue su bendición
definitiva: no sólo desafiaba los estrictos cánones de la tele
“normal” (su protagonista era un auténtico hijo de puta, como,
por otra parte, todos los demás personajes de la serie que tuvieran
tres o cuatro líneas de diálogo). Curiosamente, Biskind no hace
mucha sangre con lo que le ocurrió a Kevin Spacey (debe ser que le
cae bien: como a nosotros), sino que destaca el fichaje espectacular de un
director como David Fincher, quien obtuvo un contrato multimillonario
para producir series como Mindhunter y realizar films como
Perdida o Mank. Pero nos da la sensación, gracias a la
última boñiga que Fincher lanzó mediante Netflix, The Killer,
que tanto la empresa como el director se están agotando en cuanto a
su (otrora) fructífera colaboración.
Tony y su terapeuta: una tensión sexual no resuelta
Nos cuenta Biskind que
Netflix aprovechó su primacía en esto del streaming por
llegar primero y contar con el apoyo de Wall Street. El resultado
obvio es que la plataforma se endeudó hasta las cejas (compras,
compras y más compras) y que su objetivo inicial (un billón de
suscriptores) se ha quedado, de momento, en unas magras cifras de 244
millones (¿Se quejarían ustedes, dada la mierda que ofrecen?
Nosotros no).
Llega la
competencia
Netflix era un mundo
feliz hasta que llegaron otras empresas que decidieron que eso de la
tele por Internet era el futuro. Desgraciadamente, estas empresas
tenían pasta para dar y tomar —algo que Netflix, presuntamente,
no tuvo en cuenta—. Si Disney ya había comprado a Miramax en una
galaxia muy, muy lejana, no le dolieron prendas a la hora de adquirir
Marvel y otras compañías que ofrecían productos para
un público juvenil o con ligero retraso mental. Y antes se habían
hecho con el catálogo de Lucasfilm Ltd., encaminada a una audiencia
similar. El único problemilla con que se encontró la empresa
fundada por el tío Walt es que su antiguo catálogo no respondía a
los nuevos tiempos: películas como Dumbo, Bambi, El
libro de la selva (¡Esos orangutanes malos!) e incluso Tod y
Toby no correspondían bien con los tiempos de hoy (racismo,
sexismo, clasismo y cualquier otro ismo alejado de vanguardismo). Por
tanto, decidieron ponerse al día e hicieron, por ejemplo, que La
princesita tenía que ser negra, que el Dumbo de Tim
Burton esquivara, los, ejem, racistas apuntes de la versión canónica
y que la saga Star Wars fuera aún más gilipollas e infantil
que la creada originalmente por George Lucas (tarea difícil, pero no
imposible). Incluso se las han arreglado para que The Mandalorian
muestre a Pedro Pascal como héroe de acción (¡asombroso!). Lo de Marvel no tenía
demasiado arreglo, ya que, si el primer Iron Man se inspiraba
en un empresario modélico como Elon Musk, ¿para qué cambiar? Por
desgracia, parece que las series y películas Marvel andan de capa
caída hoy en día. Pero tal y como andan las cosas estamos (casi)
convencidos de que resucitarán.
El multimillonario con
vocación de astronauta (o de Hal 9000), Jeff Bezos, se apuntó
también al carro. Amazon ha vertido inmundicias sin fin hasta que
dio con la clave con The Boys, descarnada burla de los
superhéroes Marvel. Porque la basura que produjo previamente, como
The Man in the High Castle, no sólo deprimió a los que nos gusta
la novela de Philip K. Dick, sino a todos aquellos degenerados que desearían que
el III Reich y Japón hubieran ganado la II Guerra Mundial.
Y queda Apple TV. Una
empresa que gasta lo que haya que gastar para tener su parte del
pastel. No es de extrañar: sus mayores ingresos provienen de esos
Iphone 25 o Ipad 37 que fabrican en talleres de Tailandia o Indonesia
críos malnutridos por menos del salario mínimo de Albania. Y no
crean: todos somos culpables. Escribimos esto en un Mac fabricado en
2019 y que, en comparación con otros cacharros Apple que hemos
tenido, es una basura (no crean que es un comentario racista: lo de
“beneficio a cualquier precio”, añadiendo el adjetivo “mínimo” junto a “precio” es un síntoma de los tiempos).
Omar Little: nuestro superhéroe favorito
Compras, ventas, Joint Ventures y demás canalladas
Estas filantrópicas
empresas se han dado cuenta de que la unión hace la fuerza. Así que
ATT se hizo con Warner, engulló HBO, esta se convirtió en HBO+ o
Max o + (¿Más? ¿Plus?) a secas y todo así. Lo cierto es que Biskind dedica un
espacio excesivo a narrar quién entra y quién sale de todas estas
compañías —para usted y para mí, un auténtico coñazo—, dado
que los ejecutivos de la cosa esta del streaming suelen ser
graduados en Business&Administration de Yale, Harvard, Notre Dame
o cualquier otra universidad de la Ivy League; en cristiano: gente
que de eso de los programas de la tele o de las películas no sabe
gran cosa o directamente no tiene ni puta idea... Y es sorprendente
(y asimismo aburridísimo) que Biskind dedique tanto tiempo y espacio
a estas luchas intestinas dentro de estas ejemplares empresas.
Consideraciones
intempestivas
Biskind deja las
conclusiones apocalípticas para el final. Como estas corporaciones
se han endeudado tanto (y tanto) él cree (o lo finge) que alguna va
a estallar por los aires. Bobadas. Las últimas veces que hemos
acudido a una sala de cine en nuestra aldea (Perfect Days, Hasta el fin del mundo, el
western superchungo que realizó Viggo Mortensen —pero Viggo sigue
siendo uno de nuestros ídolos: si a Cervantes “Dios no le dio la
gracia de ser poeta”, según confesión propia, a Viggo no le ha
dado la de ser director—, Furiosa u Horizon) hemos advertido, gracias a los cuatro o cinco aficionados que nos acompañaban en cada función, que ya no
hay nada qué hacer.
Acierta Biskind en que
los actores/actrices ya no atraen a la plebe a la hora de ver una
película (da igual quién interprete a Batman o al Capitán América)
y que las estrellas que aún mantienen cierto gancho taquillero están
para echar azúcar a los bollos (Brad Pitt y poco más; porque,
¿quién distingue a Chris Pine de Chris Hemworth o a Chris Pratt de
Jesucristo García?).
Lo que no advierte
Biskind es que estas plataformas han creado algo similar al
oligopolio que, durante “los años dorados de Hollywood” constituían
la Fox, Metro, RKO, Paramount, con sus estudios de producción, sus
distribuidoras y cadenas de cines (cines que no tenían ni Columbia
ni Universal). Por tanto, no creemos que nada ni nadie pueda
frenarlas. ¿Las leyes antitrust de los Estados Unidos de América?
Ay, ¡pero qué inocentes son ustedes!