miércoles, 3 de junio de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - LOS OLVIDADOS (V) - TOTÒ


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

Totò en actitud principesca

Hoy aprovechamos la alharaca montada en torno al aniversario de la muerte de Pasolini para homenajear a uno de los intérpretes más geniales de su cine: Antonio Griffo Focas Flavio Angelo Ducas Commeno De Curtis de Bizancio Gagliardi: para abreviar, Antonio De Curtis, y para el siglo, Totò.

Totò como Marco Antonio en el supermercado de esclavas

¿Olvidado Totò? Quizá no en Italia, donde aún ponen en la tele sus innumerables películas, pero en otras partes del mundo nuestro hombre es prácticamente un desconocido. Y es que la exportación del talento cómico nacional allende sus fronteras suele ser complicada. Nosotros aún recordamos cuando de niños nuestros padres y abuelos nos animaban a ir al cine a ver películas de Cantinflas. Salía uno anonadado por la gesticulación de aquel señor con un bigote rarísimo y por el extraño idioma en que se expresaba. O piensen en un Fernandel o en un Louis de Funes: individuos galos que hacían tantas muecas y aspavientos como el mexicano, y maldita la gracia que tenían ellos y sus películas. O el gringo Bob Hope, en solitario o en pareja con Bing Crosby. Este problema del nacionalismo cómico nos ha hecho plantearnos una y otra vez la misma pregunta: ¿les hará gracia a los húngaros Paco Martínez Soria? Piensen que los grandes talentos cómicos de los que todos se acuerdan empezaron con el mudo: Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Max Linder y mil más. Casi todos se estrellaron con el sonoro, excepto Chaplin, que cuando muy tardíamente –Tiempos modernos no cuenta- se puso a hablar en El gran dictador, hizo que el vagabundo se convirtiera en un líder mesiánico antifascista, como un Iñigo Errejón avant la lettre, y ya no hubo quien le hiciera callar. Pero la puntilla se la puso él mismo con Monsieur Verdoux, donde el vagabundo se transforma en un nihilista misántropo que abomina de la sociedad entera.

Hay excepciones a la regla, por supuesto: los hermanos Marx tenían un genuino talento verbal gracias a Groucho y, en menor medida, a Chico. O Jacques Tati, quien muy astutamente no abría el pico y trabajaba ante todo el gag visual. O Jerry Lewis, a quien más de la mitad de ustedes odia, que debutó en solitario con El botones, una película cuyo humor es fundamentalmente visual… como lo son los mejores momentos de sus films posteriores. En definitiva, todo cómico que triunfara en los tiempos del sonoro sabía muy bien que en el cine predomina la acción física y que las palabras son un asunto secundario. Incluso lo sabía un tipo con la labia y la capacidad imitadora de Peter Sellers, quien para conseguir uno de sus primeros trabajos llamó por teléfono a un productor haciéndose pasar por Laurence Olivier, gran amigo de aquél. El “amigo” aceptó la sugerencia de “Larry” respecto a “ese joven, prometedor y talentoso actor” creyendo que era la misma persona a la que conocía desde hacía más de veinte años, y Sir Laurence, cuando tiempo después se enteró de la argucia de Sellers, se puso hecho un basilisco.

Pero volvamos a Totò. Pese a nacer en uno de los barrios más pobres de Nápoles, La Sanità, el pequeño Antonio era hijo ilegítimo de un marqués. Esto no tiene nada de extraño, y en Nápoles menos aún. Recuerden que ese lugar ha sido invadido por los pueblos más diversos, y que cada nuevo conquistador, fuera aragonés, francés, moro u hotentote, lo primero que hacía era repartir títulos nobiliarios como un desaforado para ganarse al populacho. Así, hoy en día, los napolitanos son el pueblo con más renta de títulos aristocráticos per cápita, y todo gracias a un centenar de invasiones.

 Totò echando una ojeada

Totò descubrió su vena cómica gracias a la Gran Guerra o I Guerra Mundial. Los italianos, tradicionales aliados del Imperio Austro-húngaro, decidieron hacer una de esas magistrales maniobras estratégicas que sólo les han proporcionado disgustos: declarar la guerra a Austria. Y un Totò de 17 primaveras se alista voluntario como un campeón, dado que era joven, inexperto y aún no se había escrito la novela Sin novedad en el frente. Muy pronto Totò se dio cuenta de que el ejército y la guerra no se parecían mucho a lo que se veía en las pelis de Maciste, y decidió alejarse del frente con la excusa de un cúmulo de enfermedades, todas ellas fingidas: un ataque al corazón, neurastenia, malaria (¡en la frontera entre Austria e Italia!), disentería, piedras en el riñón y en la vesícula figuran en la hoja de servicios del recluta Totò, que más parece el informe de la planta de geriatría de un hospital. Sin embargo, un astuto cabo sospechaba de Totò y se dispuso a hacerle la vida imposible. De aquí procede una de las famosas coletillas del cómico: “¿Qué somos, hombres o cabos?”. No obstante, el bueno de Totò logró permanecer a mucha distancia del frente durante toda la guerra.

Una vez licenciado con honores, y sabiendo que tenía talento para la actuación, Totò probó suerte en las tablas, donde enseguida se hace un nombre en el teatro cómico y de variedades y en 1933 ya es dueño, director e intérprete principal de su propia compañía. En 1937 protagoniza su primera película –haría 96 más- Fermo con le mani, que fue un pequeño fracaso. Diez años después se convirtió en el actor italiano más popular y taquillero gracias a I due orfanelli, y ya su éxito fue imparable (llegó a hacer seis películas en 1954) hasta su muerte en 1967. La película típica de Totò consiste en la aparición de un personaje excéntrico en torno al que gira una trama disparatada: cuanto más disparatada, mejor. Así, en Un turco napolitano interpreta a un ladronzuelo evadido de la cárcel que adopta la identidad de un eunuco turco; en Mi mujer es doctor encarna al detective privado ¡Mike Spillone!, en La banda degli onesti a un falsificador de dinero; en La ley es la ley es un contrabandista que ejerce el oficio en la frontera franco-italiana y sufre el acoso de un estricto inspector de aduanas francés, hasta que se entera de que el inspector nació en el lado italiano de la frontera… En definitiva, Totò se interpretaba a sí mismo a la vez que interpretaba a un arquetipo que entusiasmaba a los italianos: el poverello que se burla de la ley y acaba triunfando o cambiando su profesión de pequeño criminal por algo mejor…

Totò en una delicada situación

Si había algo que le gustara a Totò más que el cine o el teatro eran los títulos de nobleza y las damas. Si ustedes pensaban que eso de que los feos con labia triunfan con las mujeres era un mito, es que no conocen la carrera de conquistador de nuestro héroe. Totò deja a un feo-oficial-que-adoran-las mujeres como Serge Gainsbourg a la altura de un grumetillo. En 1928 conoció a una auténtica femme fatale, Lilliana Castagnola, un sex-symbol del momento por la que se habían suicidado varios hombres. En 1930 la que se suicidó fue ella, debido a las continuas infidelidades de nuestro Casanova. Totò se consoló de la única forma posible: en brazos de otras mujeres. En 1933 tuvo una hija de Diana Rogliani, a la que bautizó con el nombre de Lilliana en homenaje a la bella suicida que encontró la horma de su zapato. Con 54 tacos, y después de haber folgado con cientos de féminas, Totò decidió sentar cabeza y se casó con una chiquilla de 21 añitos, Franca Faldini (a su anterior esposa, Diana, la había conocido –no sabemos si bíblicamente- cuando ella tenía 16). Y dado que era un personaje público tan importante como el presidente de la república o el jefe de la Camorra, decidió explicar sus motivos en una carta enviada a todos los periódicos: "Tengo el sentido de la medida y el sentido del ridículo, Franca es mucho más joven que yo y no habría soportado los comentarios malignos del prójimo; el actor Totò debe hacer reír, pero el hombre Totò, o más bien el príncipe De Curtis, nunca. El príncipe De Curtis es, lo sabemos, una persona seria".

Un tipo serio: la película es Arena e fifa

Y es que, como les decíamos, Totò, una vez instalado en el estrellato, no sólo acumuló conquistas, sino además una impresionante colección de títulos nobiliarios. Respiren hondo: alteza imperial, conde palatino, caballero del Sacro Romano Imperio, exarca de Rávena, duque de Macedonia y de Iliria, príncipe de Constantinopla, de Sicilia, de Tessaglia, de Ponte de Moldavia, de Dardania y del Peloponeso, conde de Chipre y de Epiro, y conde-duque de Drivasto y de Durazzo. Los títulos nobiliarios de Totò, por supuesto, tenían su origen en alambicadas tramas que hubieran sido dignas de sus películas. Por ejemplo, en 1938 se hizo adoptar por el marqués Francesco Gagliardi a cambio de proporcionarle a éste una renta vitalicia y hacerse con el derecho de usar todos sus títulos. Totò, sin embargo, se tomaba su heráldica condición con naturalidad. Cuando en un rodaje le presentaban a algún actor o actriz por vez primera, le decía con inequívoca sorna napolitana: “Puedes llamarme alteza”. Nosotros, ignoramos por qué, siempre que vemos El Gatopardo, cuando llegamos a la escena en que Burt Lancaster se va de putas a Palermo, le abre la puerta su entretenida y esta exclama “Principone mio!”, pensamos en Totò.

A pesar de una actividad tan vertiginosa, Totò tuvo tiempo para aparecer en un puñado de películas memorables, como I soliti ignoti (titulada estúpidamente en España Rufufú) y El oro de Nápoles. Desafortunadamente, Dov’è la libertà, de Rossellini, fue una ocasión desaprovechada. En un principio, Rossellini estaba entusiasmado ante la posibilidad de trabajar con Totò; además, el punto de partida argumental era perfecto para ambos: Totò interpretaba a un hombre que se ha pasado veinte años en la trena por matar a su esposa a causa de los celos, es puesto en libertad, halla que la sociedad es insoportable y decide volver a la cárcel. Y aunque la peli posee buenos momentos y el tratamiento del asunto no es bufo sino extremadamente cruel, la cosa no acaba de funcionar. Quizá el problema está en que Roberto, como sucedía a menudo, se aburrió enseguida, rodó poco material, tras dos meses de rodaje le pasó el testigo a Mario Monicelli (incluso Fellini rodó un par de escenas) y la película tardó más de dos años en estrenarse. En cierta ocasión, Rossellini llegó al rodaje a las 6 de la tarde mientras que todo el mundo estaba esperándole desde las ocho de la mañana. Y llegó a los mandos de un bólido, con casco y todo. Se excusó ante la estrella diciéndole: “Es que he tenido que hacer un importante recado para [Carlo] Ponti”. Totò puso su mueca más aristocrática y le respondió: “No pasa nada. Pero ahora el que va a esperar eres tú”. Y se largó dejando a Rossellini con la boca abierta (algo que parece imposible).

Y es que el príncipe de Curtis odiaba perder el tiempo, ya que no sólo trabajaba sin tregua y los ratos libres los dedicaba a ir detrás de las señoras (o delante), sino que también componía canciones y escribía poesía (era un brillante escritor satírico). Una de sus obras, La filosofía del cornudo -esa obsesión que comparten italianos y españoles- es una pequeña obra maestra olvidada.

Mucho mejor le fueron las cosas con otro director “artístico”, pero que en persona era mucho menos divo que Roberto: Pasolini. De hecho lo mejor de la carrera de Totò se halla en su tardío encuentro con el director boloñés: Uccellacci e uccellini y los fragmentos dirigidos por Pasolini de Las brujas (La tierra vista desde la luna) y ¿Qué son las nubes? del film Capricho a la italiana. Aquí Totò encarna a Yago durante una representación en la que el público, enfurecido por la maldad del personaje, arrasa con el escenario y con los actores.

El príncipe pichabrava y el director gay y comunista se llevaban a las mil maravillas


Totò rodó esta última obra, quizá la mejor de su filmografía (y de lo mejor también de Pasolini), enfermo y casi ciego. Aún con pleitos para conseguir más títulos nobiliarios, Totò murió el 17 de abril de 1967 y a su entierro acudieron más de 200.000 personas. Las mismas que volvieron al cementerio un mes después para dar el último adiós a Nasó el perro, jefe napolitano de la Camorra en el barrio de la Sanità. Estamos convencidos de que el príncipe De Curtis habría apreciado la ironía.

Un Yago poco corriente

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