lunes, 29 de junio de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - LIBROS DE OCASIÓN: «JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI» (JOSÉ FRANCISCO MONTERO, SHANGRILA, SANTANDER, 2014).

Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963)  



En efecto: también, en ocasiones, leemos libros. De hecho, ahora mismo en la redacción, dado que no tienen nada provechoso que hacer, el hermano Francisco está leyendo lo último de Zizek, Mi filosofía es un chiste, y Gorostidi está afanado con un volumen titulado Los cien días, que, a lo que parece, pertenece a la saga Aubrey-Maturin. El problema es que con la edad uno se va haciendo más irritable e impaciente: así, ha poco leímos la mitad de Los vasos comunicantes del último prestigioso bluff francés, Houllebecq, y procedimos a arrojarlo a la basura (en el contenedor de papel, por supuesto), porque si uno quiere leer una novela el que le den el cambiazo por un tratado chungo de sociología se hace insoportable. Y, ¿qué podemos decir de los libros que versan sobre cine? Nada más ver un epígrafe tipo “Estrategias de resistencia contra las nuevas estéticas de posproducción”, el alma se nos cae a los pies y el libro a la caneca. Y además pensamos, al igual que Enrique Espuelardiente, que “Time must have a stop”. El volumen que vamos a comentar, Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái, no lo hemos tirado a la basura. Ni mucho menos.



Digámoslo sin ambages: el libro de José Francisco Montero es la mejor monografía que se ha escrito sobre Melville. “Es que no hay tantas”, me dirá alguno de ustedes. Muy cierto. Pero hay decenas sobre Ford, Hawks, Buñuel o Mizoguchi y nosotros sólo salvaríamos de la quema dos o tres de cada uno de esos directores. Estas Crónicas de un samurái están a la altura del monumental Los proverbios chinos de F. W. Murnau de Berriatúa, los excelentes volúmenes de Antonio Santos sobre Ozu y Mizoguchi o el espléndido estudio de Jesús G. Requena sobre Eisenstein. Volúmenes en los que se encuentra una asombrosa erudición, una estupenda capacidad de análisis y un gran trabajo de investigación previo. Y el libro de Montero tiene un enorme mérito adicional, pues se separa totalmente del estilo de los estudios anglosajones más recientes, es decir, el sensacionalismo puro y duro. Así, no hay sino ver los últimos libros dedicados a Ford (el John Ford de Scott Eyman o el Searching for John Ford de Joseph MacBride) para ver por dónde van los tiros: el autor de Wagonmaster era tiránico, antisemita, mal padre, mal marido, anticomunista furibundo, y, de estar vivo, habría votado a Esperanza Aguirre. Algo similar ocurre con el Fritz Lang y el Clint Eastwood de Pat McGilligan. Éste último podría haberse titulado Las eróticas aventuras de Clint Eastwood. McGilligan explora sin tregua la faceta de Clint que todos conocíamos: que se tira a todas sus esqueléticas co-protagonistas y a todo lo que se ponga a su alcance. De hecho, cuando llegamos a Los puentes de Madison, el estudio que hace el autor no va de “Es una peliculilla que no puede ocultar su origen en una novelita sentimental: porno para mujeres” o “Eastwood logra sublimar un material inmundo y crea una obra conmovedora”. No. A McGilligan sólo le interesa si Streep y Clint “lo hicieron” o “no lo hicieron”. Él está seguro de que sí, y se apoya en rumores de miembros del equipo de rodaje (sin citar nombre alguno).



Pierre Grasset y Jean-Pierre Melville en Dos hombres en Manhattan

Montero no cae en semejante error. La información que se nos da sobre la andadura vital de Melville es la justa y necesaria, así como es exhaustiva la que se nos proporciona sobre el contexto histórico y artístico en el que se movía el cineasta, sin caer jamás en el innecesario chismorreo o en esos alardes de erudición que a veces parecen (y son) puro exhibicionismo por parte de quien escribe. Algo que, por otra parte, Montero podría haber hecho sin problemas. Cuando escribe sobre Les enfants terribles emparenta la novela de Cocteau con Pierre y las ambigüedades de Melville (Herman), algo que nos deja pasmados, pues pensábamos que éramos los únicos que habían leído la novela del norteamericano y, en segundo lugar, la afinidad no puede ser más acertada.



Lino Ventura en El ejército de las sombras

Crónicas de un samurái abarca casi todos los aspectos del cine de Melville: desde su marginalidad –tanto en el cine francés de su tiempo como para la historiografía cinematográfica— a la evolución de su inconfundible estilo, pasando por las relaciones de sus películas con las producciones francesas y norteamericanas contemporáneas a su obra, el Melville adaptador de textos ajenos y la posible herencia que éste dejara a los cineastas venideros.



Mathilde (Simone Signoret) a punto de ser ejecutada en El ejército de las sombras

Montero estudia cuidadosamente la puesta en escena de Melville; se destaca lo más obvio: el laconismo, cierta austeridad narrativa que se convierte en morosa en determinadas escenas, la impasibilidad de unos actores que parecen actuar dentro de una ritualizada Danza de la muerte… Pero no olvida esos aspectos que jamás se subrayan: por ejemplo la maravillosa fluidez de Melville a la hora de mostrar escenas con abundante diálogo. Los ejemplos de Les Enfants terribles, Le silence de la mer o de Léon Marin, pêtre son los más llamativos, y, sin embargo, Montero destaca con justicia esos momentos de exuberancia verbal en las películas más sobrias de Melville: por ejemplo, la maravillosa escena de Hasta el último aliento en la que el comisario Blot ejecuta una pequeña pieza teatral en el restaurante donde un gángster ha sido asesinado: casi un monólogo de más de tres minutos de duración (los trabajadores del restaurante y los subordinados del comisario apenas emiten monosílabos) en el que el comisario narra con precisión los hechos que han sucedido antes de su llegada (hechos que el espectador ha visto) con un talento interpretativo espectacular (cortesía de Paul Meurisse) y con una puesta en escena modélica por parte de Melville.


El sicario más cool de la historia del cine

Montero desmonta varios mitos muy extendidos sobre Melville y su obra. Por ejemplo, la misantropía. Que las mujeres en los filmes de Melville, sobre todo en su última etapa, carecen de todo interés es una afirmación propia de espectadores perezosos. Cierto es que casi siempre nos hallamos en mundos masculinos, pero las mujeres que se atreven a internarse en esos mundos van a tener una importancia capital. Uno de los momentos más emotivos del cine de Melville se halla en Hasta el último aliento, cuando, sentados frente a frente, Gu y Manouche se despiden y Gu posa su mano sobre la de ella. Un momento mágico que dice más sobre el pasado de ambos personajes y su imposibilidad de un futuro en común que cualquier diálogo explicativo. ¿Qué es lo último que hace Costello antes de inmolarse en el club en El silencio de un hombre? Visita por última vez a su amante, Jane, para cerciorarse de que la muchacha está bien y de que no ha sido amenazada por la policía. O el trascendental papel de la pianista negra en esta película. En El ejército de las sombras, quizá la obra maestra de Melville, el personaje de Mathilde sirve para apuntalar, con su muerte al final del film, lo que la narración ha establecido desde su comienzo: que el heroísmo y la abnegación de los miembros de la resistencia se debe a su implacabilidad. Mathilde comete un error que puede poner en peligro a la organización: Matilde ha de ser eliminada por sus propios compañeros. Un código de conducta que, como bien señala Montero, emparenta El ejército de las sombras con las películas “negras” de Melville.

Delon debía estar en muy buena forma para acarrear con semejante llavero

Comenta Montero que en los films de Melville la puesta en escena aprovecha los rituales y los aspectos míticos de los géneros que aborda, renovándolos y vigorizándolos. Muy cierto. Pero el mundo de los gángsters de Melville es totalmente creíble en sí mismo, tanto en Bob le flambeur como en la fallida Crónica negra. A veces, cuando se ven películas “negras” contemporáneas, uno tiene la sensación de que más que a una narración, está asistiendo a un ensayo-representación que ha cogido retales de películas antiguas. Ello no ocurre jamás en Melville. El rigor con que muestra a los personajes en sus ambientes es excepcional, digno de un Balzac o del mejor Visconti. El efecto de “extrañeza” se debe quizá a que a Melville le da pánico el sentimentalismo (por ello, cuando las emociones suben a la superficie en sus películas suelen producir escenas memorables) y a que al espectador se le da un mínimo de información (el director exige que los espectadores participen en la creación del film). Por otro lado, bien poco nos interesa si el retrato del hampa en Francia durante los años 50 y 60 es fidedigno o no. Desde luego, no era ése el tipo de realismo que buscaba el director. Si comparamos El ejército de las sombras con otras películas contemporáneas sobre “la resistencia”, tipo El tren (The Train, John Frankenheimer, 1965) o ¿Arde París? (Paris brûle-t il?, René Clément, 1966), nos damos cuenta del rigor y de la grandeza de Melville.

Posiblemente, el capítulo más difícil es el que concierne a “herencia Melville”. Difícil resulta establecer la influencia del director en el cine que se hizo tras su prematura muerte. Es evidente su huella en el Driver de Walter Hill, en cierto cine negro “de denuncia” italiano, en los policíacos de Alain Corneau e incluso en un cineasta tan aparentemente alejado de Melville como Maurice Pialat. Nosotros pensamos que más allá de un John Woo o un Tarantino (cuyo cine reconocemos que nos interesa bien poco) un posible heredero directo del francés es Aki Kaurismaki, director que no desdeña alternar guiones propios con adaptaciones ajenas, es tan lacónico y sobrio como Melville y tiene también un soterrado y socarrón sentido del humor.

El volumen posee, sin embargo, algunos fallos: hay un número de erratas bastante elevado, algún que otro lapsus (“el Dick Martin de Rio Bravo”), algunos defectos de estilo (Montero emplea el horrible e inexistente verbo “complejizar” en un par de ocasiones), algunas coletillas se repiten en exceso (“algo que veremos más tarde”)… fallos que pueden atribuirse a una posible premura en las últimas fases de la edición. Y lo que echamos en falta, dada la cantidad de referencias que emplea Montero –por lo habitual, muy acertadas—, es un índice onomástico y de títulos. Defectos que deseamos sinceramente se enmienden en una segunda edición. Por lo demás, Crónicas de un samurái es un libro espléndido.

miércoles, 3 de junio de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - LOS OLVIDADOS (V) - TOTÒ


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

Totò en actitud principesca

Hoy aprovechamos la alharaca montada en torno al aniversario de la muerte de Pasolini para homenajear a uno de los intérpretes más geniales de su cine: Antonio Griffo Focas Flavio Angelo Ducas Commeno De Curtis de Bizancio Gagliardi: para abreviar, Antonio De Curtis, y para el siglo, Totò.

Totò como Marco Antonio en el supermercado de esclavas

¿Olvidado Totò? Quizá no en Italia, donde aún ponen en la tele sus innumerables películas, pero en otras partes del mundo nuestro hombre es prácticamente un desconocido. Y es que la exportación del talento cómico nacional allende sus fronteras suele ser complicada. Nosotros aún recordamos cuando de niños nuestros padres y abuelos nos animaban a ir al cine a ver películas de Cantinflas. Salía uno anonadado por la gesticulación de aquel señor con un bigote rarísimo y por el extraño idioma en que se expresaba. O piensen en un Fernandel o en un Louis de Funes: individuos galos que hacían tantas muecas y aspavientos como el mexicano, y maldita la gracia que tenían ellos y sus películas. O el gringo Bob Hope, en solitario o en pareja con Bing Crosby. Este problema del nacionalismo cómico nos ha hecho plantearnos una y otra vez la misma pregunta: ¿les hará gracia a los húngaros Paco Martínez Soria? Piensen que los grandes talentos cómicos de los que todos se acuerdan empezaron con el mudo: Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Max Linder y mil más. Casi todos se estrellaron con el sonoro, excepto Chaplin, que cuando muy tardíamente –Tiempos modernos no cuenta- se puso a hablar en El gran dictador, hizo que el vagabundo se convirtiera en un líder mesiánico antifascista, como un Iñigo Errejón avant la lettre, y ya no hubo quien le hiciera callar. Pero la puntilla se la puso él mismo con Monsieur Verdoux, donde el vagabundo se transforma en un nihilista misántropo que abomina de la sociedad entera.

Hay excepciones a la regla, por supuesto: los hermanos Marx tenían un genuino talento verbal gracias a Groucho y, en menor medida, a Chico. O Jacques Tati, quien muy astutamente no abría el pico y trabajaba ante todo el gag visual. O Jerry Lewis, a quien más de la mitad de ustedes odia, que debutó en solitario con El botones, una película cuyo humor es fundamentalmente visual… como lo son los mejores momentos de sus films posteriores. En definitiva, todo cómico que triunfara en los tiempos del sonoro sabía muy bien que en el cine predomina la acción física y que las palabras son un asunto secundario. Incluso lo sabía un tipo con la labia y la capacidad imitadora de Peter Sellers, quien para conseguir uno de sus primeros trabajos llamó por teléfono a un productor haciéndose pasar por Laurence Olivier, gran amigo de aquél. El “amigo” aceptó la sugerencia de “Larry” respecto a “ese joven, prometedor y talentoso actor” creyendo que era la misma persona a la que conocía desde hacía más de veinte años, y Sir Laurence, cuando tiempo después se enteró de la argucia de Sellers, se puso hecho un basilisco.

Pero volvamos a Totò. Pese a nacer en uno de los barrios más pobres de Nápoles, La Sanità, el pequeño Antonio era hijo ilegítimo de un marqués. Esto no tiene nada de extraño, y en Nápoles menos aún. Recuerden que ese lugar ha sido invadido por los pueblos más diversos, y que cada nuevo conquistador, fuera aragonés, francés, moro u hotentote, lo primero que hacía era repartir títulos nobiliarios como un desaforado para ganarse al populacho. Así, hoy en día, los napolitanos son el pueblo con más renta de títulos aristocráticos per cápita, y todo gracias a un centenar de invasiones.

 Totò echando una ojeada

Totò descubrió su vena cómica gracias a la Gran Guerra o I Guerra Mundial. Los italianos, tradicionales aliados del Imperio Austro-húngaro, decidieron hacer una de esas magistrales maniobras estratégicas que sólo les han proporcionado disgustos: declarar la guerra a Austria. Y un Totò de 17 primaveras se alista voluntario como un campeón, dado que era joven, inexperto y aún no se había escrito la novela Sin novedad en el frente. Muy pronto Totò se dio cuenta de que el ejército y la guerra no se parecían mucho a lo que se veía en las pelis de Maciste, y decidió alejarse del frente con la excusa de un cúmulo de enfermedades, todas ellas fingidas: un ataque al corazón, neurastenia, malaria (¡en la frontera entre Austria e Italia!), disentería, piedras en el riñón y en la vesícula figuran en la hoja de servicios del recluta Totò, que más parece el informe de la planta de geriatría de un hospital. Sin embargo, un astuto cabo sospechaba de Totò y se dispuso a hacerle la vida imposible. De aquí procede una de las famosas coletillas del cómico: “¿Qué somos, hombres o cabos?”. No obstante, el bueno de Totò logró permanecer a mucha distancia del frente durante toda la guerra.

Una vez licenciado con honores, y sabiendo que tenía talento para la actuación, Totò probó suerte en las tablas, donde enseguida se hace un nombre en el teatro cómico y de variedades y en 1933 ya es dueño, director e intérprete principal de su propia compañía. En 1937 protagoniza su primera película –haría 96 más- Fermo con le mani, que fue un pequeño fracaso. Diez años después se convirtió en el actor italiano más popular y taquillero gracias a I due orfanelli, y ya su éxito fue imparable (llegó a hacer seis películas en 1954) hasta su muerte en 1967. La película típica de Totò consiste en la aparición de un personaje excéntrico en torno al que gira una trama disparatada: cuanto más disparatada, mejor. Así, en Un turco napolitano interpreta a un ladronzuelo evadido de la cárcel que adopta la identidad de un eunuco turco; en Mi mujer es doctor encarna al detective privado ¡Mike Spillone!, en La banda degli onesti a un falsificador de dinero; en La ley es la ley es un contrabandista que ejerce el oficio en la frontera franco-italiana y sufre el acoso de un estricto inspector de aduanas francés, hasta que se entera de que el inspector nació en el lado italiano de la frontera… En definitiva, Totò se interpretaba a sí mismo a la vez que interpretaba a un arquetipo que entusiasmaba a los italianos: el poverello que se burla de la ley y acaba triunfando o cambiando su profesión de pequeño criminal por algo mejor…

Totò en una delicada situación

Si había algo que le gustara a Totò más que el cine o el teatro eran los títulos de nobleza y las damas. Si ustedes pensaban que eso de que los feos con labia triunfan con las mujeres era un mito, es que no conocen la carrera de conquistador de nuestro héroe. Totò deja a un feo-oficial-que-adoran-las mujeres como Serge Gainsbourg a la altura de un grumetillo. En 1928 conoció a una auténtica femme fatale, Lilliana Castagnola, un sex-symbol del momento por la que se habían suicidado varios hombres. En 1930 la que se suicidó fue ella, debido a las continuas infidelidades de nuestro Casanova. Totò se consoló de la única forma posible: en brazos de otras mujeres. En 1933 tuvo una hija de Diana Rogliani, a la que bautizó con el nombre de Lilliana en homenaje a la bella suicida que encontró la horma de su zapato. Con 54 tacos, y después de haber folgado con cientos de féminas, Totò decidió sentar cabeza y se casó con una chiquilla de 21 añitos, Franca Faldini (a su anterior esposa, Diana, la había conocido –no sabemos si bíblicamente- cuando ella tenía 16). Y dado que era un personaje público tan importante como el presidente de la república o el jefe de la Camorra, decidió explicar sus motivos en una carta enviada a todos los periódicos: "Tengo el sentido de la medida y el sentido del ridículo, Franca es mucho más joven que yo y no habría soportado los comentarios malignos del prójimo; el actor Totò debe hacer reír, pero el hombre Totò, o más bien el príncipe De Curtis, nunca. El príncipe De Curtis es, lo sabemos, una persona seria".

Un tipo serio: la película es Arena e fifa

Y es que, como les decíamos, Totò, una vez instalado en el estrellato, no sólo acumuló conquistas, sino además una impresionante colección de títulos nobiliarios. Respiren hondo: alteza imperial, conde palatino, caballero del Sacro Romano Imperio, exarca de Rávena, duque de Macedonia y de Iliria, príncipe de Constantinopla, de Sicilia, de Tessaglia, de Ponte de Moldavia, de Dardania y del Peloponeso, conde de Chipre y de Epiro, y conde-duque de Drivasto y de Durazzo. Los títulos nobiliarios de Totò, por supuesto, tenían su origen en alambicadas tramas que hubieran sido dignas de sus películas. Por ejemplo, en 1938 se hizo adoptar por el marqués Francesco Gagliardi a cambio de proporcionarle a éste una renta vitalicia y hacerse con el derecho de usar todos sus títulos. Totò, sin embargo, se tomaba su heráldica condición con naturalidad. Cuando en un rodaje le presentaban a algún actor o actriz por vez primera, le decía con inequívoca sorna napolitana: “Puedes llamarme alteza”. Nosotros, ignoramos por qué, siempre que vemos El Gatopardo, cuando llegamos a la escena en que Burt Lancaster se va de putas a Palermo, le abre la puerta su entretenida y esta exclama “Principone mio!”, pensamos en Totò.

A pesar de una actividad tan vertiginosa, Totò tuvo tiempo para aparecer en un puñado de películas memorables, como I soliti ignoti (titulada estúpidamente en España Rufufú) y El oro de Nápoles. Desafortunadamente, Dov’è la libertà, de Rossellini, fue una ocasión desaprovechada. En un principio, Rossellini estaba entusiasmado ante la posibilidad de trabajar con Totò; además, el punto de partida argumental era perfecto para ambos: Totò interpretaba a un hombre que se ha pasado veinte años en la trena por matar a su esposa a causa de los celos, es puesto en libertad, halla que la sociedad es insoportable y decide volver a la cárcel. Y aunque la peli posee buenos momentos y el tratamiento del asunto no es bufo sino extremadamente cruel, la cosa no acaba de funcionar. Quizá el problema está en que Roberto, como sucedía a menudo, se aburrió enseguida, rodó poco material, tras dos meses de rodaje le pasó el testigo a Mario Monicelli (incluso Fellini rodó un par de escenas) y la película tardó más de dos años en estrenarse. En cierta ocasión, Rossellini llegó al rodaje a las 6 de la tarde mientras que todo el mundo estaba esperándole desde las ocho de la mañana. Y llegó a los mandos de un bólido, con casco y todo. Se excusó ante la estrella diciéndole: “Es que he tenido que hacer un importante recado para [Carlo] Ponti”. Totò puso su mueca más aristocrática y le respondió: “No pasa nada. Pero ahora el que va a esperar eres tú”. Y se largó dejando a Rossellini con la boca abierta (algo que parece imposible).

Y es que el príncipe de Curtis odiaba perder el tiempo, ya que no sólo trabajaba sin tregua y los ratos libres los dedicaba a ir detrás de las señoras (o delante), sino que también componía canciones y escribía poesía (era un brillante escritor satírico). Una de sus obras, La filosofía del cornudo -esa obsesión que comparten italianos y españoles- es una pequeña obra maestra olvidada.

Mucho mejor le fueron las cosas con otro director “artístico”, pero que en persona era mucho menos divo que Roberto: Pasolini. De hecho lo mejor de la carrera de Totò se halla en su tardío encuentro con el director boloñés: Uccellacci e uccellini y los fragmentos dirigidos por Pasolini de Las brujas (La tierra vista desde la luna) y ¿Qué son las nubes? del film Capricho a la italiana. Aquí Totò encarna a Yago durante una representación en la que el público, enfurecido por la maldad del personaje, arrasa con el escenario y con los actores.

El príncipe pichabrava y el director gay y comunista se llevaban a las mil maravillas


Totò rodó esta última obra, quizá la mejor de su filmografía (y de lo mejor también de Pasolini), enfermo y casi ciego. Aún con pleitos para conseguir más títulos nobiliarios, Totò murió el 17 de abril de 1967 y a su entierro acudieron más de 200.000 personas. Las mismas que volvieron al cementerio un mes después para dar el último adiós a Nasó el perro, jefe napolitano de la Camorra en el barrio de la Sanità. Estamos convencidos de que el príncipe De Curtis habría apreciado la ironía.

Un Yago poco corriente