Para Fèlix Edo Tena
Algo
maligno se acerca por el camino
El que una obra como Macbeth haya atraído a directores tan
distintos como Welles, Kurosawa, Polanski y tantos otros se debe a un cúmulo de
razones: es una de las tragedias más breves de Shakespeare (2565 versos frente
a los 4072 de Hamlet, por ejemplo);
la acción es vertiginosa (si uno lee la obra tiene la sensación de que el
reinado de Macbeth dura unos pocos días); los parlamentos y diálogos, por lo
general de excepcional belleza, se supeditan aquí al devenir de los
acontecimientos –en otras obras, el bardo daba rienda suelta a largas tiradas
en verso libre que permitían el lucimiento de los actores– y, por último, es
quizá una de las tragedias más perfectas que nos ha dado el Renacimiento
inglés: se halla aquí, como en la tragedia griega, la presencia de un hado
fatal, profético, que el protagonista interpretará erróneamente; la violencia y
la sensación de desesperanza son elementos omnipresentes desde el mismo
comienzo de la obra; y la caída de Macbeth, que pasa de ser súbdito ejemplar a
tirano sanguinario, se narra con un vigor y una convicción rara vez superados.
Recordemos que, además, la obra se escribió y representó en el momento en que
el rey escocés Jacobo I llegó al trono de Inglaterra tras la muerte de Isabel
I. O como dijo Joyce por medio de Stephen Dedalus: “una pieza en honor de un
filosofastro escocés aficionado a asar brujas”.
En esta versión
dirigida por Justin Kurzel las brujas no son tres, sino cuatro. Y no son las
habituales ancianas con aspecto de haber salido de una cueva del averno o de
una peli de serie B de terror: parecen vulgares campesinas a las que se añade
la inquietante presencia de una niña (que aparece en primer término con
respecto a sus tres compañeras en la mayor parte de los planos). Una feliz
“innovación” que los creadores de la película han incorporado, a la par que
otras soluciones brillantes: así, la escena de la ejecución de la familia de
McDuff –mujer e hijos quemados vivos ante la inexpresiva mirada de Macbeth–, el
regreso a Thanis de Lady Macbeth, ya presa de la locura, y su encuentro en el
interior de la iglesia con su bebé muerto, o el prólogo del film, en el que asistimos
a las exequias del niño (algo que prefigura lo que ocurrirá después: una pareja
estéril, incapaz de engendrar hijos sanos: el diablo no tiene necesidad de
perpetuarse: es eterno).
Out,
out, brief candle
Las virtudes de este Macbeth no residen sólo en la puesta en
escena de Kurzel o en la labor de adaptación de los guionistas. La
interpretación es asimismo excepcional. Fassbender logra proporcionar todos los
matices de un personaje enormemente complejo: su violencia, sus dudas, su compasión,
su definitiva inmersión en la locura y el horror. El célebre parlamento “Life
is but a Walking Shadow…” lo realiza con el cadáver de su esposa en sus brazos:
un pequeño tour de force que con un
actor inferior habría resultado grotesco, y que aquí está a la altura del
momento en que Terence Stamp declamaba ese monólogo en Toby Dammit (Federico Fellini, 1968). A su vez, Marion Cotillard
evita cuidadosamente el cliché de “zorra intrigante que hace del bestia de su
marido un pelele”, como en tantas versiones de Macbeth, y realiza una composición espléndida del personaje (el
momento en que, en la capilla, decide la muerte de Duncan, es antológico).
Algunos se lamentarán de que el acento francés de la chica es excesivo, pero,
por un lado, en el guión original de Shakespeare no se nos dice nada de la
nacionalidad de la mujer, y, por otro, si Fassbender y el resto del reparto
hablaran con un auténtico acento escocés mucho nos tememos que los diálogos no
los iban a entender ni en Surrey.
Full
of Sound and Fury
Tenemos la impresión de
que esta película ha costado cuatro perras, al igual que la versión de Welles
de 1947. De hecho, hay sólo un momento en el que se alardea de “gran
producción”: un plano brevísimo del ejército anglo-escocés que va a asediar Dunsinane
y que es, obviamente, un plano creado digitalmente. Esta carestía de medios no
va en contra de la calidad de la película, sino que, paradójicamente, la
refuerza: así, el villorrio del que es Earl (barón o conde: tradúzcanlo como
deseen) Macbeth, la relativa desnudez de los interiores y el escaso número de
extras en las escenas de batallas o “de masas”. Y es que la gente suele olvidar
que la historia transcurre en la edad media y que Escocia no era precisamente
el califato de Córdoba por aquel entonces.
Por otro lado, la película
es sumamente violenta –lo que hace justicia al original: el público inglés de
la era isabelina era muy aficionado al gore,
y cuando se pusieron de moda el canibalismo y las desmembraciones (en la
escena), Shakespeare les ofreció Titus
Andronicus, obra brutal donde las haya.
Aquí hay varios
momentos memorables: el asesinato de Duncan (esas manos rebosantes de sangre
que tanto afectarán a Macbeth y a su esposa); la daga ofrecida por el muchacho
adolescente (¿el hijo malogrado de Macbeth?), que resulta ser un hallazgo
espléndido para una escena difícil de filmar convincentemente (aún recordamos
con horror la “daga voladora” de la versión de Polanski) o la presencia del
fantasma de Banquo en el festín que se le ofrece al recién coronado Macbeth,
una escena magnífica lograda con un mínimo de elementos.
Por desgracia, no todo
es perfecto en este Macbeth: hay una
persistente musiquilla pseudocéltica (o pseudopicta,
ya que nos hallamos en Escocia) que nos acompaña durante buena parte del
metraje. Dirán ustedes que somos unos pelmazos con esto de la música en las
películas, pero es que suscribimos plenamente lo que dijo aquel: “¿Hay algo más
ridículo que un hombre que avanza tambaleándose por el desierto muerto de sed…
acompañado por la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles?” Y en los planos de la
batalla inicial, hay un uso un tanto abusivo del ralentí y de los planos
congelados (el daño que películas como Matrix
o 300 han hecho al cine es
incalculable). Por último, el que la película adquiera un progresivo tinte
rojizo –que al final del relato inunda la pantalla– es un recurso estilístico
un tanto simplón (aunque dé lugar a unas cuantas imágenes hermosas). No
obstante, tales defectos resultan nimios frente al resultado global: Macbeth no es solamente una película
excelente, sino que es posiblemente la mejor adaptación cinematográfica de la
obra. A aquellos a los que esta afirmación les resulte herética, les
aconsejamos que vean de nuevo las versiones de Welles o Polanski.