por el señor Snoid
No nos extraña demasiado que el libreto de La sustancia ganara el premio al mejor guión en el último Festival de Cannes. Ni que la publicidad y la crítica (a veces es difícil distinguir la una de la otra) lo hayan alabado con desmedido frenesí, pues el relato es un híbrido —y el film se convierte en el tramo final en otro híbrido— de El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde y de La trágica historia del Doctor Fausto (versión de Christopher Marlowe: en la Inglaterra isabelina apreciaban mucho el gore; piensen en el Titus Andronicus de Shakespeare o en The Spanish Tragedy de Thomas Kidd).
La sustancia representa la culminación y asentamiento de un nuevo género cinematográfico que tuvo con Barbie: The Movie su muestra más blandengue y tontorrona y que en la película de Coralie Fargeat adopta su versión más (aparentemente) cruda, sangrienta y provocadora. Tal género podría denominarse femiexploitation (un apaño o acuñación de feminist más exploitation). Digamos que la película podría hacer reflexionar al espectador sobre la presión que sufre la mujer a la hora de aparentar juventud y belleza y la maldición que implica el envejecimiento. Un propósito muy loable (sin ironías) que queda desvirtuado en La sustancia por el tratamiento de la historia y sus personajes y por las decisiones estéticas de la puesta en escena de su directora. Veamos.
Elizabeth (Demi Moore) es una antigua estrella de cine que presenta un programa matutino de aerobic (hoy se diría fitness), como aquellos tipo En forma con Jane Fonda o el célebre de Eva Nasarre, que tantos ardores provocaba a los españoles más rijosos. El día que cumple 50 tacos, el director de la cadena (grotesco Dennis Quaid) le comunica su despido. Elizabeth ya está hecha un vejestorio, según los directivos de la compañía (que, por supuesto, sí que son unos auténticos vejestorios). La depresión que experimenta la protagonista se ve aliviada por obra y gracia de un pacto con el diablo (lacónico esta vez y nada locuaz como el viejo Mefistófeles), quien le ofrece una suerte de eterna juventud en forma de la joven y bella Sue (Margaret Qualley). Sin embargo, como en todo pacto con el diablo, el resultado será trágico y aquí no hay Margarita ni Margarito que salve a la protagonista.
El problema es que La sustancia es un film efectista en extremo, algo que hace añicos sus (presuntas) buenas intenciones. Fargeat usa tanto primerísimo primer plano (las arrugas de Moore en torno a los ojos, en la comisura de los labios, en todo su rostro) y los planos de detalle son tan abundantes (inyecciones, órganos que entran y salen, la boca de Quaid devorando gambas como un puerco) que el truco cansa enseguida. Otra cuestión es que se nos presente a Elizabeth como una auténtica descerebrada —alguien que tiene en el saloncito de 20 metros cuadrados de su hogar un póster de sí misma en todo su esplendor no sólo ha de ser un poco vanidosa, sino directamente gilipollas— , aunque justo es reconocer que los primeros compases del cuento se ven con interés. Su otro yo joven, Sue, por desdicha es aún más idiota que Elizabeth (debido a su juventud desenfrenada, imaginamos), aunque no hay que desdeñar su habilidad respecto a la albañilería y los alicatados: la puerta del cuarto oculto en el baño le queda niquelada. Por otro lado, todo hombre que aparece en la película es más o menos impresentable: Dennis Quaid más parece una versión hetero de Liberace que un director hijo de puta de canal de TV; el vecino de al lado es un imbécil que, como todo hombre, piensa con la polla; los responsables de casting del programa televisivo son unos babosos y el antiguo admirador de Elizabeth del instituto es un pobrecillo (pero que siente una nostalgia infinita por el deseo que le provocaba la protagonista cuando ambos eran jóvenes).
Una ironía, quizá involuntaria, es que las dos actrices se han sometido en la realidad a procesos de rejuvenecimiento y recauchutado (esto daría para un estudio ridículo de intertextualidad), pues resulta evidente que Moore está multioperada —admitimos que luce espléndida, algo que desdice un tanto la premisa de que es una mujer envejecida que ha perdido su atractivo, pilar dramático del relato— y las tetas de Margaret no son las auténticas tetas de Margaret: al parecer, sus pechos no eran lo bastante espectaculares y se le hizo poner unas prótesis que resaltaran la perfección de su cuerpo. De la crítica a la explotación del cuerpo de la mujer pasamos velozmente a la explotación sin ambages.
Otra cuestión son las numerosas referencias cinéfilas: de Cronenberg a Carrie. Claro que si los efectos especiales de, pongamos, Cromosoma 3 (The Brood, 1979) tuvieran la calidad de un film de 2024 su asquerosidad dejaría a La sustancia como un film Disney (o, mejor, Dreamworks). Y hemos de admitir que cuando sonaron los compases de la banda sonora de Vertigo no pudimos evitar la carcajada (en efecto: un film en el que un hombre trata de modelar a una mujer según su capricho y deseo; la cuestión es, ¿representa el chiflado de Scotty de Vertigo a todos los hombres? Quizá a un obseso sexual como Sir Alfred Hitchcock sí, pero, ¿todos son así?). Confesamos que no sabemos a qué venía la inclusión del Así habló Zaratustra de Richard Strauss (¿un nuevo paso en la evolución de... la mujer? Demasiado ridículo incluso para La sustancia; aunque como burla/parodia al 2001 de Kubrick podría tener su gracia).
Por supuesto, no todo es negativo: hay muy buenas ideas de puesta en escena (la estrella en el Paseo de la Fama que aparece al principio y en el cierre de la película), secuencias donde el efectismo está justificado y el resultado es vibrante (el accidente de coche: de nuevo Cronenberg: Crash) y detalles de guión que son excelentes (por ejemplo, cada vez que acudimos a la aséptica estancia que alberga las consignas de la sustancia se advierte que hay menos depósitos o armaritos).
Y por último, un detalle que nos causó perverso regocijo: hacía tiempo que no veíamos a la peña salir con rictus de “¡Qué asco!” de la sala en mitad de la proyección (Qué difícil es ser un dios o La Mort de Louis XIV no cuentan: la gente huía por hartazgo: allá ellos). Quizá desde el Querelle (1982) de Fassbinder. Aunque en aquella época nos dio la impresión de que no era por momentos como el de Brad Davis siendo enculado por un robusto negrazo, sino por oír a Jeanne Moreau decir cosas como “Últimamente, he estado pensando mucho en tu polla”. Así que, por lo menos, La sustancia causa desasosiego, aunque sea a costa de hacer trampa continuamente. Se diría que el público de hoy no ha visto La matanza de Texas ni Un perro andaluz...
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