miércoles, 15 de marzo de 2023

ESTRENOS DE OCASIÓN: "EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA" (Triangle of Sadness, Ruben Östlund, 2022)

 


 por el señor Snoid

Gamberra comedia que destila veneno, mala leche y una acertada visión del mundo de hoy —por lo menos, en cuanto a eso que en tiempos se denominaba “el primer mundo”. En El triángulo de la tristeza hay vitriolo para tirios y troyanos: y Ruben Óstlund no duda en mezclar los efectos cómicos chuscos y groseros con breves y acertados apuntes sobre personajes y situaciones y chistes juguetones bastante sutiles. Obviamente, la disparatada situación que muestra el film exigía este dispar despliegue de elementos.


El prólogo del “mercado de la carne” o casting de modelos nos pone en situación: personajes deshumanizados o directamente gilipollas y ausencia total de lo políticamente correcto (el periodista le pregunta a un modelo:”¿Cómo puedes aspirar a un trabajo en el que las mujeres ganan tres veces más que los hombres y te ves continuamente asediado por homosexuales?” o las instrucciones del director del casting: “¡Venga esa sonrisa Balenciaga! ¡Venga esa expresión H&M!”). Acto seguido, Óstlund nos ofrece un prolongado segmento en el que presenta a dos de los protagonistas: los modelos Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charibi Dean), embarcados en una larguísima discusión sobre quién ha de pagar la cena, quién gana más dinero, quién saca la tarjeta de crédito y otras cretineces sin fin: el que Óstlund se detenga excesivamente en las muy estúpidas disputas de la pareja posee, sin embargo, su utilidad dramática: la de presentarnos en detalle a unos personajes bastante botarates y un tanto odiosos en cuanto a su increíble frivolidad y desenfreno consumista: el dinero es la religión en este relato.

 

Stultifera Navis

La parte central (y más brillante) de la película transcurre en un yate de lujo donde lo mismo puedes adquirir relojes Rolex y carísimos anillos de compromiso que degustar platos de alta cocina que no desdeñarían embaucadores de la calaña de un Ferran Adrià, o que un transporte deposite en el barco unas cajas de Nutella para regocijo y placer del pasaje. Aquí el esperpento alcanza cotas difícilmente superables: Carl lee el Ulysses de Joyce repantingado en su tumbona, un millonario ruso se jacta de haberse enriquecido gracias a “la mierda” (fertilizantes), una encantadora pareja de ancianos británicos se dedica a la fabricación y exportación de armamento “para preservar la paz y la democracia”... Y los juegos de poder resultan enormemente chirriantes: Carl siente celos por un tripulante descamisado, le comenta el hecho a la encargada del servicio y el hombre es despedido y obligado a abandonar la nave. Seamos hiperbólicos: la mirada de Óstlund no dista demasiado de satíricos de la escuela de Marcial o Jonathan Swift: escritores que tenían una muy escasa fe en el género humano pero que no desdeñaban llevar una vida muelle (cuanto más muelle mejor).

Mención especial merecen las desternillantes escenas entre el capitán del barco (Woody Harrelson), marxista norteamericano, y el potentado ruso (Zatklo Buric), obviamente anticomunista a ultranza, quienes se dedican a sembrar el terror entre los pasajeros mientras estos vomitan, defecan salvajemente y se revuelcan en la mierda (no exactamente fertilizante). Incluso se vislumbra cómo uno de ellos sostiene un volumen de Noam Chomsky. Una de las mejores piezas cómicas que hemos visto en años.


Escenas de lucha de clases en una isla (casi) desierta

La última parte del film transcurre en una isla donde han naufragado los escasos supervivientes del yate. Y aquí se produce la transvaloración de todos los valores o las expectativas del espectador más bienintencionado. Los dos modelos, la encargada del protocolo, uno de los piratas, la mujer con problemas de habla y dos de los ricachones carecen de habilidades para sobrevivir. Y es la criada filipina quien toma las riendas: hace fuego, pesca, distribuye los escasos víveres y se convierte en una especie de tirana que actúa de una forma tan despótica como los privilegiados del barco cuando estos dominaban la situación; incluso llega a convertir al zoquete de Carl en su juguete sexual. Por lo visto, a cierta crítica “de izquierdas” el que una pobre mujer demuestre ser tan miserable como los ricachos le ha resultado sumamente perturbador. Sin embargo, la situación es coherente con el relato que Östlund propone: en los juegos de poder no hay héroes ni villanos. O quizá todos seamos villanos: esperar que la mujer se mostrara como una sumisa criada plegada a sus anteriores amos eliminaría buena parte de la fuerza del relato.Y habría que señalar, como propugnaban a finales del siglo pasado los teólogos de la liberación, que “No estamos a favor de los pobres porque sean buenos, sino porque son pobres”. No veíamos una película comercial tan corrosiva desde la lejana Escenas de lucha de clases en Beverly Hills de Paul Bartel (aquí titulada Escenas de la lucha de sexos en Beverly Hills) de 1989.


 

 

 


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