domingo, 19 de noviembre de 2017

Alfred Hitchcock y las flores del mal

 
por el señor Snoid

Hemos de confesarles que a nosotros nos entusiasman las películas malas de Hitchcock. Es decir, aquellas que el director consideraba fallidas porque no habían tenido éxito de público: Marnie, Falso culpable, la hoy santificada Vertigo, Yo confieso... Films en los que Hithcock se olvida a menudo del espectador y que no funcionan como el mecanismo de relojería bien engrasado de sus películas más —económicamente— exitosas (North by Northwest, Psicosis, La ventana indiscreta, Los 39 escalones), films en los que el director parece “dejarse llevar” por sus propias emociones y en los que se olvida de telegrafiarle al espectador lo que debe sentir o pensar en cada momento (uno de los aspectos más molestos y enojosos de su estilo). Por descontado, las malas de solemnidad, que son escasas (Posada Jamaica, Juno and the Paycock, Cortina rasgada) no nos interesan en absoluto.

Una de las películas con peor reputación del director inglés es Topaz (Topaz, 1969). Y, en parte, tal reputación es, hasta cierto punto, merecida. Tras la catástrofe taquillera y crítica de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Hitch se hallaba en un momento delicado de su carrera. Los ejecutivos de la Universal, con esa sagacidad que sólo puede tener un ejecutivo de Hollywodd, pensaron: “Si el cabrón de Preminger consiguió un éxito con el best-seller ese de judíos, Éxodo, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo con el último superventas del autor? Y nadie mejor para dirigirla que Hitchcock”. Así piensa esta gente y así les va.



El autor mencionado era Leon Uris, responsable de varios novelones de éxito y de la tala de varias hectáreas de árboles. Hitchcock comenzó a trabajar con él en el guión y casi inmediatamente le despidió. Como solución de urgencia llamó a su amigo el dramaturgo Sam Taylor (autor del guión de Vertigo), que hizo lo que pudo con el material de base, pero que no pudo impedir que el “tercer acto” (como dirían los guionistas) fuera un desastre (algo que también ocurre, en mucha menor medida y que nos perdonen los fanáticos, en Vertigo). Pero lo peor estaba por llegar: Topaz mezcla alegremente un reparto de actores muy competentes (por orden de preferencia: Roscoe Lee Browne, John Forsythe, John Vernon) con unos intérpretes que bien habrían podido dedicarse a cualquier otra profesión (trabajar en un gasolinera, por ejemplo: Frederick Stafford, Karin Dor, Dany Robin), incluso se nota que actores tan experimentados como Philippe Noiret y Michel Piccoli no están nada cómodos en sus papeles. Además, como saben, el director rara vez dirigía a sus actores (Sean Connery recordaba que sólo le dio dos instrucciones en todo el rodaje de Marnie: que no caminara tan deprisa y que no enseñara tanto los dientes: “El público no está interesado en el trabajo de tu dentista, Sean”). Si a ello sumamos que el film posee dos “McGuffins” (error que Hitchcock no había cometido jamás), primero la obtención de pruebas de que los soviéticos están instalando lanzaderas de misiles nucleares en Cuba, y después la captura de un alto funcionario francés que trabaja para la URSS, el desastre parece completo.

 
Pues no. Ante semejante cúmulo de adversidades, Hitchcock decidió potenciar la puesta en escena y obtuvo secuencias magníficas (la huida, al inicio de la película, del desertor ruso y su familia en Copenhague; casi todo el fragmento cubano del film, que Guillermo Cabrera-Infante consideraba, un tanto hiperbólicamente, como “la mejor película rodada en Cuba”, el plano en que Dany Robin le hace saber a su esposo, el espía André Deveraux (Frederick Stafford; Hitchcock jamás le llamaba por su nombre; decía “ese actor”. Imaginamos que pronunciaba la palabra “actor” como si pronunciara “regurgitación”), que sabe de la existencia de una mujer cubana llamada Juanita de Córdoba, la escena en el hotel neoyorquino donde se aloja la delegación cubana...

En entrevistas posteriores al estreno del film, Hitchcock sólo destacaba el momento en que Enrique Parra (John Vernon) mata a Juanita de Córdoba (Karin Dor) y el famoso plano cenital en el que “ella se desploma y su vestido se abre como una flor”. Veámoslo:


 
Sin embargo, las flores son un elemento omnipresente en el film, siempre con un sentido ominoso y sombrío.

Al principio, los desertores rusos se refugian en una fábrica de porcelana. Hitchcock inserta varios planos de detalle de la elaboración artesanal de las figuritas, tan cursis como las de Lladró, antes de que los agentes norteamericanos les rescaten de sus perseguidores:






 
Aparecen cuando el agente de la CIA interpretado por John Forsythe le “encarga” a Deveraux que investigue la presencia soviética en Cuba:



Surgirán de nuevo cuando Deveraux hace que uno de subordinados —que, como tapadera, ¡posee una floristería!— soborne al funcionario cubano para robar unos documentos (mientras la familia de Deveraux le espera en un restaurante):
:  




En el encuentro entre los dos traidores franceses:





Estarán presentes también cuando la esposa de Deveraux le hace saber quién es el traidor francés (y de paso, que le ha puesto unos hermosos cuernos a su esposo con ese hombre):




Y por último, en uno de los planos más bellos del film, con ese lento travelling que comienza mostrando la enorme sala de conferencias hasta que alcanzamos al doble agente francés, Granville (Michel Piccoli). 
  

En fin, unos pocos ejemplos que pretenden demostrar que Topaz no es una película tan despreciable como han sostenido la mayoría de críticos y estudiosos de Hitchcock. Flores muertas, flores que mueren, flores que anuncian la muerte... En uno de los films más sombríos de su autor. Bien sabía él que el contraste dramático es siempre efectivo. Lástima que el público no lo apreciara en su día.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario