martes, 17 de junio de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ESTRENOS DE OCASIÓN: «LAS DOS CARAS DE ENERO» (2014)

Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

He de reconocer que le estoy agradecido a Patricia Highsmith. Verán, cuando uno está de un humor melancólico por un exceso de bilis negra o atrabilis, o siente que el peso del mundo (o el peso de la paja, parafraseando al llorado Terenci Moix) es excesivo, los libros se le caen literalmente de las manos. Da igual que sea Schopenhauer, Bembo, Wilde, Joyce, Gabriel Miró o Ildefonso Falcones: no hay manera. Este estado de postración suele durar un mes y ocurre, mes arriba, mes abajo, cada dos años. ¿Cuál es la solución? Después de hacer pruebas en diversos campos del entretenimiento (sexo, minigolf, llamar a los amigos haciéndome pasar por un decano de Harvard ofreciéndoles trabajo, más sexo, futbolín, etc.) llegué al punto de partida, o como dice castizamente la madre de la señora Snoid, “un clavo se saca con otro clavo”. Es decir, en leer está la cura. Lo que ocurre es que uno no está entonces para leer cualquier cosa. Hay que empezar con cosas ligeras, pero con un mínimo de calidad. Un autor como Mario Vargas Llosa queda así descartado. Por lo de la calidad, obviamente. La solución está en la novela policíaca de toda la vida. Pero no con un Raymond Chandler o un Simenon, que son buenos escritores a pesar de que sus respectivos personajes sean un tanto inverosímiles, sobre todo Philip Marlowe. Cuando descubrí los libros de la Highsmith, hallé la cura necesaria, pues son totalmente cretinos, si bien muy entretenidos. Vamos, que uno se lee Ripley en peligro de una sentada, lo arroja a la basura y ya está listo para enfrentarse a las asechanzas de este mundo o a leer a algún autor incomprensible e insoportable. Hegel, por ejemplo.

Aunque ella quizá no estuviera de acuerdo, Patricia fue una mujer de suerte. Porque en el mundo de hoy no se permitiría la publicación de unos libros tan misóginos y machistas como los suyos. Y es que a veces se nos antoja que la Highsmith es la versión lesbiana y tejana de Mickey Spillane, el autor de Mike Hammer, ese detective oligofrénico que inmortalizaron Robert Aldrich y Ralph Meeker. Claro que lo de Patricia es otra cosa: amistades viriles chungas, mujeres bobas, psicología de jardín de infancia, presunto amoralismo (que esconde una extrema visión reaccionaria del mundo) y una prosa que no es precisamente como para tirar cohetes. Ni siquiera gana traducida.

También fue afortunada Pat en cuanto a vender sus obras para el cine. Con 21 añitos publicó Extraños en un tren y Hitchcock compró los derechos a través de un intermediario por diez mil pavos. Cuando Patricia se enteró de que Alfred y la Warner andaban detrás de la operación, se cabreó como una mona. Pero a partir de ahí, las adaptaciones de sus obras se sucedieron ininterrumpidamente. Hasta Liliana Cavani (otra facha: ignoramos si también lesbiana) hizo una; por no hablar de las de Minghella, Wenders o incluso de una versión femenina y para la tele titulada adecuadamente Extrañas en un tren, con Jacqueline Bisset y Theresa Russell. A nosotros nos gusta la mencionada de Hitchcock –que tiene sus defectos, sobre todo gracias a la pareja Ruth Roman-Fairley Granger–, con un inmenso Robert Walker. Incluso la hija de Hitchcock, Barbara, desempeña muy bien (sin coñas) el papel de hermana-poco-agraciada-pero-lista. Y Hitchcock la dirigió con bastante convicción, eliminando lo peor del texto original: su psicologismo necio y las relaciones contra natura entre Guy Haines y Bruno Anthony (sí: en la novela se enrollan; y a Guy le gusta, además). La segunda de la lista sería A pleno sol. El único pero quizá esté en ver a Alain Delon, Maurice Ronet y Marie Laforêt interpretando personajes gringos. Una vez superado esto, lo cierto es que Delon es un Ripley magnífico –este actor tenía, además de una belleza sin par, un enorme talento de joven: vean Rocco y sus hermanos, ésa que calcó Coppola para hacer El padrino–, Maurice Ronet es un Dickie Greenleaf tan idiota y desagradable como el original y Marie Laforêt es tan boba como su personaje y Patricia exigían, pero qué boba tan decorativa… Y por otro lado, está tan bien realizada que aún dudamos de que la dirigiera René Clément… De las demás, nos quedamos con que a Bruno Ganz le gustaban los Kinks en El amigo americano y que Dennis Hopper canturreaba “The Ballad of Easy Rider” al contemplar el río Elba desde su mansión en Hamburgo. Las habituales gilipolleces de Wim Wenders, claro.

La tercera la acaban de estrenar: Las dos caras de enero, con guión y dirección del iraní (pero occidentalizado, no se crean que es un Kiarostami en el exilio) Hossein Amini. Y, sin llegar a ser una gran película, es una excelente opera prima. Veamos por qué.



El arranque es magnífico. Dos turistas norteamericanos, Chester (Viggo Mortensen) y su esposa Colette (Kirsten Dunst) están visitando la Acrópolis. Chester comenta que en el ruinoso edificio “No hay una sola línea recta. Todo es apariencia”. Al poco de arrancar el relato, las palabras de Chester definirán a los tres protagonistas. El tercero es un joven norteamericano, Rydal (Oscar Isaac), que se dedica a ejercer de guía turístico y de timador en pequeña escala. Lo que ignora Rydal es que él es un aficionado en comparación con Chester y su –aparentemente– ingenua esposa. Pues Chester ha estafado una suma enorme a una mafia del juego gringa por medio de unos pozos de petróleo inexistentes. Y la noche en que la pareja intima con Rydal, ambos reciben la visita de un amenazador detective privado que exige la devolución del dinero. En una escena seca, breve y violenta (cualquier otro director nos hubiera regalado una pelea interminable a lo Jason Bourne). Chester le mata y tiene que emprender la huida con su mujer, auxiliados por un todavía inocente Rydal.


Y éste es el interesante punto de partida, en el que las bondades del guión y la dirección se suman a una labor interpretativa estupenda. No es una sorpresa que Mortensen e Isaac estén muy bien en sus papeles, pero sí que Kirten Dunst, muy lejos de las repolludas interpretaciones que hiciera en las muy pijas películas de la muy pija hija de Coppola, esté también aquí en estado de gracia. De hecho, un interesante derrotero que podría haber tomado el relato es que ella fuera el personaje central: una joven astuta, pero soñadora, de origen humilde, que se casa con Chester por todo lo que éste le puede ofrecer (y porque Viggo es un pedazo de hombre, no lo vamos a negar) y que poco a poco –pero bastante frenéticamente– se va dando cuenta de que su marido es un monstruo y además se siente atraída por Rydal. Sin embargo, Hossein prefiere mantenerse fiel a la esencia argumental de Highsmith y el juego principal es, naturalmente, masculino. Y no carece de interés ni mucho menos la relación que se establece entre ambos: uno, Chester, celoso de la juventud y de la “buena cuna” del otro; Rydal prendado de la camaradería y fortaleza que muestra Chester, al que considera una figura paterna. Lástima que en ocasiones esto vaya demasiado lejos. Por ejemplo, en el momento en que Chester registra la habitación de Rydal cuando éste ha salido a recorrer la ciudad con su mujer. La escena comienza de una forma excelente (Chester se dirige a la cama, la examina e incluso la olfatea –puede parecer chusco, pero la interpretación de Mortensen impide que sea un momento risible; es más, resulta angustioso) y termina de forma atroz: descubre una foto de Rydal con su padre. Detrás de ellos, en la fotografía, una marquesina luminosa anunciando Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, Billy Wilder, 1958). La pincelada fina y el brochazo se dan la mano con frecuencia en esta película, sí, pero procuremos quedarnos con lo bueno o meramente satisfactorio, que es mayoritario. 


Ya no solemos ver turistas tan bien vestidos: ¿será por la moda o por la crisis?

Hossein, quizá mejor guionista que director, le da al relato una adecuada progresión dramática. Y veloz. Porque es raro ver hoy una peli norteamericana que cuente tantas cosas en 97 minutos, sobre todo en una época en la que la duración media de un bodrio cualquiera es de 130-150 minutos, que es lo que les cuesta a los gringos narrar cuatro sandeces mal hilvanadas en estos tiempos.


Oscar Isaac poniendo cara de actor del “método”. Del método Smirnoff 
 
Hay una secuencia que nos indica que Hossein puede llegar a ser un buen director. Transcurre en unas ruinas cretenses, involucra a los tres personajes y es como una versión breve y maligna de la historia de Teseo y el Minotauro. A pesar de que a ustedes les suene que Teseo era un héroe y el Minotauro un bicho horrible a lo Alien al que había que exterminar, lo cierto es que si leen cualquier versión antigua del mito se darán cuenta de que Teseo es un desalmado, un miserable y un aprovechado, el Minotauro un pobre desgraciado que se aburre mortalmente en el laberinto, y Ariadna una virgencita inocente que esconde a una cabrona vengativa. Pues bien, en la escena de marras, Chester es el Minotauro y Rydal es Teseo. Sólo que aquí el que triunfa –momentáneamente– es el Minotauro y las esperanzas de Ariadna/Colette quedan violenta y drásticamente arruinadas –como en el desenlace del mito. Tensa, rodada en semipenumbra y con un montaje excelente que acentúa la incertidumbre, es quizá la mejor escena del film.

No todo es una maravilla, sin embargo. En el debe de la película está su horrible final, idéntico al de Extraños en un tren (la peli, no la novela) pero donde Viggo, por desgracia, no se muestra tan obcecado –ni fiel a sí mismo- como Robert Walker, y la un tanto absurda atracción paterno-filial que sienten los dos protagonistas masculinos (por lo menos, en contra de los deseos de Patricia, no son gays), herencia de esas burdas caracterizaciones de la Highsmith que Hossein no ha podido o querido soslayar.  Otro defecto, muy común en toda película americana de los últimos tiempos (desde que comenzó el sonoro, poco más o menos), es que hay mucha música. Toneladas de mala música, cortesía del muy –incomprensiblemente para nosotros– alabado Alberto Iglesias. Me dirán ustedes que es que Bernard Herrmann está muerto. Pues sí. Pero invocamos el nombre del compositor porque la otra noche vimos de nuevo El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, Orson Welles, 1942) y pasmados quedamos de lo escasa, bella y apropiada que era la banda sonora. No es de extrañar que Herrmann se enfadara y exigiera que quitaran su nombre de los créditos… Pero no vemos qué razón hay para meter esa musiquilla en el 70% del metraje de Las dos caras de enero. De todas formas, es un placer ver una película norteamericana medio decente que no considera que el hipotético espectador es un retrasado mental…


Bruno Anthony engatusando al tenista playboy Guy Haines


Notas intrascendentes:

-Si es usted fumador, consuma medio paquete antes de entrar al cine. Tanto Viggo como Oscar fuman como unos condenados durante todo el metraje. Kirsten un poco menos. Como la peli atrajo nuestro interés, logramos soportar el mono de estar 97 minutos sin fumar viendo cómo otros encendían el cigarrillo con la colilla del anterior.

-Si quiere considerar a esta película como una de las mejores del año, abandone la sala en el minuto 90, justo cuando acaba la escena del aeropuerto. Le quedará un gran sabor de boca y se ahorrará los 7 minutos finales, que casi, casi, consiguen arruinar todo lo bueno –que es mucho– del metraje anterior.

-El misterio del título: burro que es uno, me preguntaba yo por qué demonios se titula así esta peli. La señora Snoid, consumada lingüista, me lo aclaró: título original, The Two Sides of January. Y el enero inglés procede de Jano, el de las dos caras. No hay como ir al cine con una experta en etimología. Se lo recomiendo: búsquense una. Y si encima sabe cocinar…


Patricia consideraba que Tom Ripley era un tipo elegante y refinado, aunque su extracción social fuera humilde. Sin duda, por ello Wenders escogió a Dennis Hopper para el papel. Bruno Ganz con la bufanda del Hamburgo F. C.


Un trío bellísimo. Y francés. Ronet, Laforêt y Delon en A pleno sol

2 comentarios:

  1. Por los cielos, hay que verla (incluidos los 7 minutos finales)

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  2. Yo no sabía nada del tal Hossein... Luego me enteré de que era el guionista de Drive y de otras cosas sin duda bellísimas como "Blancanieves y la leyenda del cazador". Si lo llego a saber, no voy a verla. Así de estrecho es uno...

    También es cierto que la señora Snoid tenía mono de ir al cine. No lo confiesa, pero creo que quedó agotada por una extraña aventura en un karaoke de una amiga suya. Una historia como de Nabokov, pero en el cutre contexto de un discopaf inglés...

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