viernes, 14 de marzo de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "A COMPLETE UNKNOWN" (James Mangold, 2024)

 

por el señor Snoid

A Complete Unknown es una aceptable biografía del joven Dylan del periodo 1961-1965: desde que llega a Nueva York, triunfa como compositor folk y se deshace del corsé purista introduciendo instrumentos eléctricos, o, como diría un cursi, “ensanchando su paleta musical”. Y el paleto de Duluth, Minnesota, se convierte en el músico pop más influyente de la segunda mitad del siglo XX junto con los Beatles. Y la influencia fue mutua: cuenta la leyenda —sin duda apócrifa— que cuando Bob escuchó el primer éxito de los Beatles en EEUU, I want to hold your hand, con el repetido verso “I got high”, pensó “Estos son de los míos”. Pues en aquella época Dylan fumaba marihuana como todo buen folksinger y malinterpretó (o no) el mensaje. Por su parte, Lennon tuvo un periodo Dylan en el que llevaba las mismas gorras que su nuevo ídolo y hasta le imitaba como compositor (You've got to hide your love away). Y es curioso que en la película no haya el menor atisbo de drogas: aunque se fume en pos del enfisema y se beba hasta que llegue la cirrosis, las drogas “ilegales” parecen vetadas: ¿una imposición del propio Dylan, quien tuvo derecho de corregir y cambiar detalles del guión de Jay Cocks y James Mangold? Quién sabe...


A pesar del control que ha ejercido el biografiado, A Complete Unknown no es precisamente una hagiografía. A ratos el personaje es antipático, poco de fiar, sus relaciones con las mujeres no son modélicas, es un tanto mentiroso (o fabulador de sí mismo) y su egoísmo es omnipresente. Pero lo que redime a este Dylan es su obsesión por hacer lo que cree correcto en cada momento. Y lo que le interesa por encima de todo es su honestidad artística, crear y huir del estancamiento como de la peste. Uno de los mejores momentos del film es la escena de la transmisión televisiva donde Dylan se presenta de improviso y toca con el bluesman Jesse Moffette en compañía del presentador/director del programa, Pete Seeger: el episodio es inventado, Jesse nunca existió (el actor que le encarna es el hijo de Muddy Waters), pero el momento funciona maravillosamente: lo que le interesa al personaje es tocar. Y sus relaciones con el mundo y sus gentes se basan primordialmente en la música. 

Los expertos y fanáticos dylanianos han detectado, con cierto desagrado, las numerosas inexactitudes y falsedades que salpican la narración. Habría que decir que toda biografía posee buena parte de ficción y que uno, dos o cien detalles inventados no desvirtúan ni la calidad ni la verdad del relato: así, que el film comience y termine con las rituales visitas a Woody Guthrie (dos excelentes escenas) hace justicia al joven Dylan, quien pretendía ser en aquella época “más grande que Woody Guthrie”.

Donde quizá Cocks y Mangold han exagerado un poco es en la histeria y rechazo que provoca el que Dylan se “electrificara”: parece como si su aparición en el festival folk de Newport hubiera sido algo casi apocalíptico; y que Alan Lomax se nos muestre como un enfervorecido purista —para el espectador no avisado, un retrógrado y reaccionario en cuanto a su visión de la música— al que casi le da un síncope cuando Bob agarra su Fender Stratocaster. Sin embargo, astutamente, los guionistas ya dan pistas de que Dylan tenía una visión más amplia que los puristas: en su primera conversación con Pete Seeger, le cuenta cuánto admira a Hank Williams y suelta eso tan bello de que “Claro que si hablamos de Rock, hay que hablar de Buddy Holly”.


A Complete Unknown tiene estupendas interpretaciones por parte de todo el reparto. Y si es cierto que los actores han interpretado las numerosas canciones que aparecen en la película, hay que admitir que lo han hecho de forma sobresaliente. Y no sólo destaca la soberbia creación que hace Timothée Chalamet: con gran placer se puede admirar que por fin a Edward Norton le han proporcionado un papel decente después de tantas interpretaciones en películas mediocres. Es de agradecer que Mangold haya sabido siempre extraer lo mejor de sus actores a lo largo de su carrera: Liv Tyler en Heavy, Winona Ryder y Angelina Jolie en Inocencia interrumpida, Russell Crowe y Christian Bale en 3:10 to Yuma o el notable esfuerzo que realizaba Sylvester Stallone frente a Keitel, DeNiro y Liotta en Copland. Y si bien el director ha rodado unas cuantas mediocridades (Noche y día, Lobezno inmortal, Indiana Jones y el dial del destino) posiblemente una de las enseñanzas que obtuvo de su mentor Alexander Mackendrick fue que, para seguir rodando en Hollywood, hay que aceptar determinadas servidumbres. O bien, hacer “una para ellos, otra para mí”.

Según la psicología de hoy, los judíos askenazíes poseen el mayor número de individuos que tienen Síndrome de Asperger (inteligencia superior, facilidad para un uso preciso y creativo del lenguaje, dificultad en las relaciones interpersonales y en la expresión de las emociones). Lo cierto es que no nos creemos tamaña generalización, aunque Dylan podría ser un Asperger de manual. Tampoco nos creemos las verdades del manual. Y es que, dado que hoy casi todo el mundo tiene un terapeuta de cabecera, no es extraño que la gente te hable en el idioma “psicólogo”en cuanto te descuidas y les das pie: Padezco déficit de afectividad, He de superar mi ceguera emocional, Los obstáculos no bloquean tu camino,: ellos son tu camino, Hay que descontaminar los estados del Yo, Soy consciente de mis propios filtros... Y así se evidencia cómo los psicólogos han conquistado el mundo (el mundo opulento y el de los medios de comunicación). El caso es que Dylan se empeñó en hacer de sí mismo un enigma: ¿acaso importa?


 




 


martes, 11 de febrero de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "CÓNCLAVE" (Edward Berger, 2024)

 

por el señor Snoid

Publicamos el día de Nuestra Señora de Lourdes una breve reseña de Cónclave, con la esperanza de que Bernardette Soubirois (Jennifer Jones) nos proporcione el hálito espiritual y la necesaria inspiración para la tarea ya que, ¡cómo ha maltratado el cine al Papado! Las películas con o sobre Papas podrían dividirse en dos grandes subgrupos: a) producciones de un aburrimiento tal que equivaldrían a rezar veintisiete rosarios seguidos, y b) hilarantes artefactos a mayor gloria de la iglesia romana. Piensen ustedes en films como Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968), donde Anthony Quinn encarnaba a un Papa de origen ucraniano que mediaba en un conflicto entre los EEUU y China por un quítame allá esos aranceles que casi desembocaba en Holocausto nuclear (visión premonitoria del autor del best-seller original, Morris West, quizá iluminado por la Divina Providencia). Y eso que Quinn se mostraba bastante contenido —la humildad y a la vez solemnidad del cargo, sin duda— pues tanto si interpretaba a un pirata colombiano, al jefe lakota Caballo Loco, a un esquimal, al hermano de Emiliano Zapata, a Gauguin o a un griego hedonista, el hombre siempre ofrecía idéntica y exuberante interpretación. O la divertidísima El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1969), donde un muy viril y heterosexual Miguel Ángel (Charlton Heston, quien daba la impresión de pintar la Capilla Sixtina con los mismos harapos que llevaba en El planeta de los simios) se enfrentaba continuamente con su jefe, el muy zumbón Julio II (Rex Harrison: actor al que admiramos por su presencia en El fantasma y la señora Muir y por ser el único que salió indemne de una sucesión alucinante de desastres: Cleopatra, El extravagante Doctor Doolittle, Mujeres en Venecia, El Rolls-Royce amarillo... Rex siempre caía de pie). O El Padrino III, cuando el futuro Juan Pablo I (Raf Vallone) aconseja a Michael Corleone y le cuenta la parábola de la piedra en el agua y cómo, de igual manera, la humanidad ha resultado impermeable a las enseñanzas de Cristo. Y anima a Michael a confesarse. Y a cada monstruoso pecadillo de Michael le acompañaba de fondo el tañido de una campana. De vergüenza ajena, en efecto.

 

Y piensen que oportunidades ha habido para realizar entretenidos biopics sobre algún Papa más o menos bizarro o más o menos próximo al Anticristo. Así, la biografía televisiva sobre Juan Pablo II (a quien quería todo el mundo) tuvo una encarnación juvenil en Cary Elwes y más madura en Jon Voight, pero desaprovechaba por completo todos los saraos diplomáticos y la alta política (¿o Realpolitik?) que hicieron de JP II, Reagan y Thatcher las cabezas visibles del desmantelamiento del comunismo en Europa. Por no hablar del intento de asesinato perpetrado por un tal Alí Acga, con la “conexión búlgara” de por medio; es decir, que el tontaina de Alí fue reclutado por el KGB, aunque en los últimos tiempos ha llegado a declarar que actuó según las órdenes de Irán. Próximamente los instigadores serán los chinos o quizá de nuevo el KGB, remozado en la figura de Putin.

Las dos películas sobre la Papisa Juana pertenecen al apartado a) y quizá salvaríamos de la quema Amén (Costa Gavras, 2001), película que cuenta la indiferencia vaticana respecto al exterminio judío antes y durante la II Guerra Mundial. Por cierto que el director Josef von Sternberg tuvo un recuerdo en sus memorias sobre el Papa de aquel entonces, Pío XII. Antes de convertirse en Sumo Pontífice, Pacelli (nombre artístico del futuro Papa) fue Nuncio en Alemania y después firmó el Reichskonkordat entre Alemania y El Vaticano. Cuando le preguntaron, después de la guerra, si no había sido un tanto “indulgente” con los nazis, el Santo Padre replicó: “Entonces yo no era infalible”. Pero sí cachazudo y reaccionario: no en vano provenía de lo que en Italia denominaban nobleza negra...

Arranca Cónclave con los modos y maneras de un film de suspense: avanza por las calles de Roma de noche, filmado de espaldas, el Cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) e incluso hay un plano de sus zapatos —pensamos de inmediato en Extraños en un tren y en que no tendríamos la suerte de ver algo similar a la película de Hitchcock. El Santo Padre está agonizando (un trasunto del actual, pues habita en la residencia de Santa Marta y no en sus lujosas estancias vaticanas) y al pobre Lawrence le toca ordenar el sellado de la habitación papal y la engorrosa dirección del cónclave del que va a salir el titular de la cátedra de San Pedro. Y a continuación, lo que esperábamos: una serie de intrigas palaciegas similares a las de la elección de delegado de curso en 2º de bachillerato. Dos facciones bien definidas: la ultramontana representada por el Cardenal Tedesco (Sergio Castellitto) y la más “liberal”, encarnada en Bellini (Stanley Tucci), más las sorpresivas apariciones de dos candidatos que compiten en reaccionarismo: un Cardenal africano (Nakitanda: Joseph Mydell) y otro norteamericano, Tremblay (John Lightgow). Cansinamente nos vamos despidiendo del Cardenal negro —por las maquinaciones de una monja entrometida que desvela que ese príncipe de la iglesia dejó preñada a otra sor de su diócesis— y se descubre que Lightgow ha hecho algo malo, muy malo, en su pasado. Pensábamos que, como mínimo, el Cardenal gringo les habría mostrado los misterios del organismo a todos sus monaguillos y catecúmenos desde que le invistieron con las sagradas órdenes, pero no hubo tal: sólo un banal chanchullo de sobornos. Y a partir de aquí, el truco final o el prestigio —que en el relato se huele a varias sarapangas de distancia— que nos hizo pensar que tal vez la película esté financiada por el sector más “progresista” del Vaticano.

El director Edward Berger hace bien poco por evitar que Cónclave entre con toda pompa y esplendor en la categoría a) de films sobre Papas. Utiliza una iluminación muy sombría —sin duda, bastante cercana a la realidad de estas elecciones con sufragio restringido—, nos regala una apabullante cantidad de primeros planos y se deleita en la exactitud de la recreación de los rituales —la urna de los votos, el anillo del Papa y todo tipo de fruslerías—. Todo ello ahogado por una música omnipresente que parece compuesta por un Bernard Herrmann con delirium tremens. Hay un momento interesante: un plano cenital de los cardenales bajo la lluvia en la plaza de San Pedro, todos paraguas en mano (ahí recordamos Enviado especial: Foreign Correspondent, 1942: por alguna razón pensamos mucho en Hitchcock, con nostalgia, durante parte del metraje. Quizá porque Sir Alfred —o Buñuel, o Ferreri— hubieran añadido unas cuantas dosis de humor e ironía a una película que se toma demasiado en serio a sí misma).

Hay que destacar, sin embargo, esa seriedad con que se toman su labor Fiennes, Tucci y Lightgow. De acuerdo: todos son buenos actores; pero que ninguno muestre desazón ni disgusto por el horrible guión que han de interpretar nos sorprendió gratamente. Tucci siempre ha sido un secundario robaescenas y los mayores éxitos de Lightgow los ha tenido como comediante. A Fiennes le da igual lo que le echen, porque siempre lo hará bien aunque la película sea inmunda (Los Vengadores), trivial (Kingsman: la primera misión), pretenciosa (El jardinero fiel), ganadora de Óscars (La lista de Schindler, El paciente inglés) o incluso buena (Días extraños).

Quizá el problema de estas películas venga de lejos. Hace tiempo que la iglesia romana dejó de ser mecenas de las artes, y cuando en la actualidad sueltan la pasta tienen ocurrencias tales como encargar al célebre pintamonas y líder catecumenal Kiko Argüello las vidrieras de la abominable Catedral de la Almudena —aunque la capilla del Santísimo ejecutada por Miquel Barceló en la Catedral de Palma no está nada mal. Pero es que antes no descuidaban ni la música ni los espectáculos populares. Piensen en la ópera que compuso el cura Antonio Vivaldi sobre Hernán Cortés y La Malinche: es como un guión para una película de los hermanos Marx; o los Autos Sacramentales que se representaban el día del Corpus. Leídos son un ladrillo teológico, pero sin duda su puesta en escena debía de ser sumamente espectacular. En fin, que si el Vaticano fundara una productora que hiciera films como La sustancia o Emilia Pérez, películas audaces, sesudas a la par que entretenidas y que abordan temas candentes del mundo de hoy, no dudamos que volverían tiempos de esplendor para la iglesia católica y los fieles abarrotarían los cines y reventarían los índices de visionados en las plataformas televisivas... ¡O que la Santa Sede envíe un representante al Festival de Eurovisión!



 


 

martes, 22 de octubre de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "LA SUSTANCIA" (The Substance, Coralie Fargeat, 2024)

 


 por el señor Snoid

No nos extraña demasiado que el libreto de La sustancia ganara el premio al mejor guión en el último Festival de Cannes. Ni que la publicidad y la crítica (a veces es difícil distinguir la una de la otra) lo hayan alabado con desmedido frenesí, pues el relato es un híbrido —y el film se convierte en el tramo final en otro híbrido— de El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde y de La trágica historia del Doctor Fausto (versión de Christopher Marlowe: en la Inglaterra isabelina apreciaban mucho el gore; piensen en el Titus Andronicus de Shakespeare o en The Spanish Tragedy de Thomas Kidd).

La sustancia representa la culminación y asentamiento de un nuevo género cinematográfico que tuvo con Barbie: The Movie su muestra más blandengue y tontorrona y que en la película de Coralie Fargeat adopta su versión más (aparentemente) cruda, sangrienta y provocadora. Tal género podría denominarse femiexploitation (un apaño o acuñación de feminist más exploitation). Digamos que la película podría hacer reflexionar al espectador sobre la presión que sufre la mujer a la hora de aparentar juventud y belleza y la maldición que implica el envejecimiento. Un propósito muy loable (sin ironías) que queda desvirtuado en La sustancia por el tratamiento de la historia y sus personajes y por las decisiones estéticas de la puesta en escena de su directora. Veamos.

Elizabeth (Demi Moore) es una antigua estrella de cine que presenta un programa matutino de aerobic (hoy se diría fitness), como aquellos tipo En forma con Jane Fonda o el célebre de Eva Nasarre, que tantos ardores provocaba a los españoles más rijosos. El día que cumple 50 tacos, el director de la cadena (grotesco Dennis Quaid) le comunica su despido. Elizabeth ya está hecha un vejestorio, según los directivos de la compañía (que, por supuesto, sí que son unos auténticos vejestorios). La depresión que experimenta la protagonista se ve aliviada por obra y gracia de un pacto con el diablo (lacónico esta vez y nada locuaz como el viejo Mefistófeles), quien le ofrece una suerte de eterna juventud en forma de la joven y bella Sue (Margaret Qualley). Sin embargo, como en todo pacto con el diablo, el resultado será trágico y aquí no hay Margarita ni Margarito que salve a la protagonista.

El problema es que La sustancia es un film efectista en extremo, algo que hace añicos sus (presuntas) buenas intenciones. Fargeat usa tanto primerísimo primer plano (las arrugas de Moore en torno a los ojos, en la comisura de los labios, en todo su rostro) y los planos de detalle son tan abundantes (inyecciones, órganos que entran y salen, la boca de Quaid devorando gambas como un puerco) que el truco cansa enseguida. Otra cuestión es que se nos presente a Elizabeth como una auténtica descerebrada —alguien que tiene en el saloncito de 20 metros cuadrados de su hogar un póster de sí misma en todo su esplendor no sólo ha de ser un poco vanidosa, sino directamente gilipollas— , aunque justo es reconocer que los primeros compases del cuento se ven con interés. Su otro yo joven, Sue, por desdicha es aún más idiota que Elizabeth (debido a su juventud desenfrenada, imaginamos), aunque no hay que desdeñar su habilidad respecto a la albañilería y los alicatados: la puerta del cuarto oculto en el baño le queda niquelada. Por otro lado, todo hombre que aparece en la película es más o menos impresentable: Dennis Quaid más parece una versión hetero de Liberace que un director hijo de puta de canal de TV; el vecino de al lado es un imbécil que, como todo hombre, piensa con la polla; los responsables de casting del programa televisivo son unos babosos y el antiguo admirador de Elizabeth del instituto es un pobrecillo (pero que siente una nostalgia infinita por el deseo que le provocaba la protagonista cuando ambos eran jóvenes).

Una ironía, quizá involuntaria, es que las dos actrices se han sometido en la realidad a procesos de rejuvenecimiento y recauchutado (esto daría para un estudio ridículo de intertextualidad), pues resulta evidente que Moore está multioperada —admitimos que luce espléndida, algo que desdice un tanto la premisa de que es una mujer envejecida que ha perdido su atractivo, pilar dramático del relato— y las tetas de Margaret no son las auténticas tetas de Margaret: al parecer, sus pechos no eran lo bastante espectaculares y se le hizo poner unas prótesis que resaltaran la perfección de su cuerpo. De la crítica a la explotación del cuerpo de la mujer pasamos velozmente a la explotación sin ambages.

Otra cuestión son las numerosas referencias cinéfilas: de Cronenberg a Carrie. Claro que si los efectos especiales de, pongamos, Cromosoma 3 (The Brood, 1979) tuvieran la calidad de un film de 2024 su asquerosidad dejaría a La sustancia como un film Disney (o, mejor, Dreamworks). Y hemos de admitir que cuando sonaron los compases de la banda sonora de Vertigo no pudimos evitar la carcajada (en efecto: un film en el que un hombre trata de modelar a una mujer según su capricho y deseo; la cuestión es, ¿representa el chiflado de Scotty de Vertigo a todos los hombres? Quizá a un obseso sexual como Sir Alfred Hitchcock sí, pero, ¿todos son así?). Confesamos que no sabemos a qué venía la inclusión del Así habló Zaratustra de Richard Strauss (¿un nuevo paso en la evolución de... la mujer? Demasiado ridículo incluso para La sustancia; aunque como burla/parodia al 2001 de Kubrick podría tener su gracia).

Por supuesto, no todo es negativo: hay muy buenas ideas de puesta en escena (la estrella en el Paseo de la Fama que aparece al principio y en el cierre de la película), secuencias donde el efectismo está justificado y el resultado es vibrante (el accidente de coche: de nuevo Cronenberg: Crash) y detalles de guión que son excelentes (por ejemplo, cada vez que acudimos a la aséptica estancia que alberga las consignas de la sustancia se advierte que hay menos depósitos o armaritos).

Y por último, un detalle que nos causó perverso regocijo: hacía tiempo que no veíamos a la peña salir con rictus de “¡Qué asco!” de la sala en mitad de la proyección (Qué difícil es ser un dios o La Mort de Louis XIV no cuentan: la gente huía por hartazgo: allá ellos). Quizá desde el Querelle (1982) de Fassbinder. Aunque en aquella época nos dio la impresión de que no era por momentos como el de Brad Davis siendo enculado por un robusto negrazo, sino por oír a Jeanne Moreau decir cosas como “Últimamente, he estado pensando mucho en tu polla”. Así que, por lo menos, La sustancia causa desasosiego, aunque sea a costa de hacer trampa continuamente. Se diría que el público de hoy no ha visto La matanza de Texas ni Un perro andaluz...




 


 

jueves, 25 de julio de 2024

LIBROS DE OCASIÓN: Peter Biskind, " Pandora's Box. The Greed, Lust and Lies that Broke Television" (Allen Lane, 2023)

 

 

por el señor Snoid


 

¿Cómo resistirse? Si los anteriores volúmenes de cotilleos de Biskind, Sexo, mentiras y Hollywood y Moteros rabiosos, Toros tranquilos (¿o era al revés?) nos habían proporcionado momentos de regocijo y diversión (el cotilla que llevamos dentro) nos apresuramos a adquirir su último best-seller, antes incluso que algún esforzado/a traductor/a o alguna IA se apresuraran a traducirlo.

                    Dayneris ha de sufrir peligrosas asechanzas en Juego de tronos

En Pandora's Box lo que nos cuenta Biskind es el auge y (previsible) caída de unas cadenas de TV que empezaron su andadura de forma más o menos cutre (Netflix como un servicio de venta y alquiler de DVDs, HBO como un canal de cable que emitía películas de mierda) hasta lograr la supremacía mundial en esto de la distribución mundial de productos audiovisuales. No obstante, el autor se muestra bastante cauto a la hora de soltar salvajadas: no en vano los ejecutivos de estas plataformas siguen vivitos y coleando y no le van a poner demandas por contar (como en su primer volumen de libelos) lo muy degenerado que era un Dennis Hopper —un hombre que dejaría, en cuanto a excesos, a todo un Errol Flynn a la altura de un grumetillo. Algo así pasaba en su siguiente volumen-escándalo: Harvey Weinstein era un monstruo, sí. Pero no un monstruo depredador de mujeres, sino un cabronazo que escatimaba beneficios (caso paradigmático: el auténtico productor de El paciente inglés, Saul Zaentz, todavía no ha visto un duro de los beneficios de la película) o cómo destruía vidas y profesiones enteras. Mira Sorvino se opuso —con un par de ovarios— a que despidieran a Guillermo del Toro de Mimic: y esto le costó su carrera. Recuerden: Mira acababa de ganar un Óscar por Poderosa Afrodita (Woody Allen, 1995), se le ocurrió hacer una película con Miramax —Guillermo del Toro era una joven promesa entonces: aún no había hecho Pacific Rim y demás basuras—, era la novia de Tarantino (Harvey le amaba y Quentin le amaba: ¿qué dijo Tarantino cuando salieron a la luz todos los abusos de Harvey? Pues se mostró Dazed and Confused, como la canción de Led Zeppelin). En fin: todos los que trabajaban en Miramax sabían bien cómo se las gastaba Harvey en cuanto a sus apetitos sexuales (y, sin duda, Biskind también), pero en aquella época nadie dijo ni pío. Que si Harvey Manostijeras, que si Harvey el negociador implacable, etc. 

      Como Decca con los Beatles, HBO rechazó Breaking Bad. Aún lo están lamentando.

 

El volumen en cuestión cuenta cómo el streaming ha llegado a dominar la exhibición cinematográfica y televisiva actual gracias a un poderoso márketing, a las fusiones de varias empresas lideradas por criminales de cuello y guante blancos y a la venta (y compras) a granel de productos básicamente mierdosos. Hay excepciones, por supuesto. HBO pasó de ser una cadena de retales gracias al éxito apocalíptico de Los Soprano (aún estamos en la era de la tele por cable, no del streaming). Los programadores de estos canales despreciaban las normas de las cadenas generalistas (en unas tablas de Moisés apropiadamente denominadas Standards and Practices). Las normas incluían, por descontado, que no podrían incluirse en los diálogos de las series palabras malsonantes que superaran un Damn! o un ¡Recórcholis! Y estipulaciones más divertidas aún. Por ejemplo, era impensable que se matara a un perro. Como lo oyen. Cualquier negro puede ser detenido, esposado y estrangulado por la poli antes de que le lean los derechos, pero eso de cargarse a un can... Pues bien, en un episodio de Los Soprano, el sobrino (político) de Tony, Chris, un tanto intoxicado, se repantiga en el sofá, y sin advertirlo, aplasta al perro yorkshire de su novia. Herejía. Sacrilegio. Cadenas rotas. Y éxito ante el pasmado público que no había visto nada semejante ni en Colombo ni en Canción triste de Hill Street.

                           El Presidente y la Presidenta de los EEUU

Biskind se detiene con cierta exhaustividad en las series de mayor éxito, como la citada Los Soprano— y también en los creadores y guionistas de tales series: para él, David Chase es un genio, el hombre que cambió el rumbo de la tele, pese a ser maníaco-depresivo, intransigente en cuanto a que alteraran una línea de sus diálogos y, por lo que cuenta, un loco de atar. Una de sus colaboradoras elogiaba así a Chase: “Un día entró, se tumbó en el sofá y exclamó: 'Me siento tan deprimido'”. Que era un ser humano, descubrió la guionista con alborozo, y su lado tierno compensaba cuánto machacaba a guionistas, actores y directores. Para que vean qué clase de colgados lo soportan todo con tal de aferrarse a un curro. Otro que le merece atención es David Milch, el creador de Deadwood. Como el bueno de David sufre de alzheimer, Biskind puede decir todas las necedades que le pide el cuerpo sobre uno de nuestros héroes: que si despreciaba a los directores, que si los guiones se alteraban cinco minutos antes de que las cámaras empezaran a funcionar —algo que a actores como Ian MacShane o Paula Malcomson les daba igual— o que se negara a aceptar la oferta de HBO a reducir una hipotética cuarta temporada a seis capítulos. Es de justicia subrayar que Milch era un tipo en extremo generoso: repartía sus beneficios entre actores y equipo, rechazó la súplica de John Milius (en la bancarrota entonces, e incapaz de pagar los estudios universitarios de su hijo) para figurar como guionista en la serie: pagó de su bolsillo los créditos del hijo de Milius, alegando que “un guionista y director de tu talla no va a sentarse en una sala llena de guionistas tarados”. Sin embargo, Biskind insiste en que su errática conducta se debió a la benéfica influencia de su papá, quien le introdujo en el mundo de las apuestas y las timbas a la tierna edad de cinco añitos. Y, según Biskind, Milch llegó a declarar: “Me siento afortunado de tener un empleo, porque si supieran lo que se me pasa por la cabeza, no sólo no tendría un trabajo, sino que estaría recluido en una institución psiquiátrica”. No obstante, todos los actores de Deadwood adoraban a Milch: y es que el hombre escribía los diálogos en pentámetro yámbico (el tipo de verso que usaba en ocasiones Shakespeare —pero sin tanto fuck y derivados, claro). El caso es que Deadwood tuvo críticas magníficas, pero una relativamente pobre acogida del público, y ello, sumado al coste de cada episodio, precipitó el fin de la serie (aunque Biskind no parece haber ahondado en las auténticas razones de su cancelación).

                           Swaerengen confesándose con la cabeza del jefe indio 

Netflix: de la venta y alquiler por correo al streaming

Si bien Netflix comenzó su andadura como una empresa bastante cutre, pronto se dio cuenta de las posibilidades de la tele por Internet. No en vano fueron los pioneros del algoritmo (entonces, simple base de datos): a todo quisqui a quien le alquilaran o vendieran un DVD le sacaban todos los datos personales posibles (hábitos gastronómicos, talla de calzoncillos, mascotas predilectas, cuán “blanco” se les antojaba que era Will Smith, etc.). Netflix se alzó como la primera plataforma en aprovechar lo de la tele por Internet y descubrió posteriormente su Nirvana con el mantra de “Talento y contenido”. Así, el pelotazo que supuso House of Cards fue su bendición definitiva: no sólo desafiaba los estrictos cánones de la tele “normal” (su protagonista era un auténtico hijo de puta, como, por otra parte, todos los demás personajes de la serie que tuvieran tres o cuatro líneas de diálogo). Curiosamente, Biskind no hace mucha sangre con lo que le ocurrió a Kevin Spacey (debe ser que le cae bien: como a nosotros), sino que destaca el fichaje espectacular de un director como David Fincher, quien obtuvo un contrato multimillonario para producir series como Mindhunter y realizar films como Perdida o Mank. Pero nos da la sensación, gracias a la última boñiga que Fincher lanzó mediante Netflix, The Killer, que tanto la empresa como el director se están agotando en cuanto a su (otrora) fructífera colaboración.

                               Tony y su terapeuta: una tensión sexual no resuelta

Nos cuenta Biskind que Netflix aprovechó su primacía en esto del streaming por llegar primero y contar con el apoyo de Wall Street. El resultado obvio es que la plataforma se endeudó hasta las cejas (compras, compras y más compras) y que su objetivo inicial (un billón de suscriptores) se ha quedado, de momento, en unas magras cifras de 244 millones (¿Se quejarían ustedes, dada la mierda que ofrecen? Nosotros no).

Llega la competencia

Netflix era un mundo feliz hasta que llegaron otras empresas que decidieron que eso de la tele por Internet era el futuro. Desgraciadamente, estas empresas tenían pasta para dar y tomar —algo que Netflix, presuntamente, no tuvo en cuenta—. Si Disney ya había comprado a Miramax en una galaxia muy, muy lejana, no le dolieron prendas a la hora de adquirir Marvel y otras compañías que ofrecían productos para un público juvenil o con ligero retraso mental. Y antes se habían hecho con el catálogo de Lucasfilm Ltd., encaminada a una audiencia similar. El único problemilla con que se encontró la empresa fundada por el tío Walt es que su antiguo catálogo no respondía a los nuevos tiempos: películas como Dumbo, Bambi, El libro de la selva (¡Esos orangutanes malos!) e incluso Tod y Toby no correspondían bien con los tiempos de hoy (racismo, sexismo, clasismo y cualquier otro ismo alejado de vanguardismo). Por tanto, decidieron ponerse al día e hicieron, por ejemplo, que La princesita tenía que ser negra, que el Dumbo de Tim Burton esquivara, los, ejem, racistas apuntes de la versión canónica y que la saga Star Wars fuera aún más gilipollas e infantil que la creada originalmente por George Lucas (tarea difícil, pero no imposible). Incluso se las han arreglado para que The Mandalorian muestre a Pedro Pascal como héroe de acción (¡asombroso!). Lo de Marvel no tenía demasiado arreglo, ya que, si el primer Iron Man se inspiraba en un empresario modélico como Elon Musk, ¿para qué cambiar? Por desgracia, parece que las series y películas Marvel andan de capa caída hoy en día. Pero tal y como andan las cosas estamos (casi) convencidos de que resucitarán.

El multimillonario con vocación de astronauta (o de Hal 9000), Jeff Bezos, se apuntó también al carro. Amazon ha vertido inmundicias sin fin hasta que dio con la clave con The Boys, descarnada burla de los superhéroes Marvel. Porque la basura que produjo previamente, como The Man in the High Castle, no sólo deprimió a los que nos gusta la novela de Philip K. Dick, sino a todos aquellos degenerados que desearían que el III Reich y Japón hubieran ganado la II Guerra Mundial.

Y queda Apple TV. Una empresa que gasta lo que haya que gastar para tener su parte del pastel. No es de extrañar: sus mayores ingresos provienen de esos Iphone 25 o Ipad 37 que fabrican en talleres de Tailandia o Indonesia críos malnutridos por menos del salario mínimo de Albania. Y no crean: todos somos culpables. Escribimos esto en un Mac fabricado en 2019 y que, en comparación con otros cacharros Apple que hemos tenido, es una basura (no crean que es un comentario racista: lo de “beneficio a cualquier precio”, añadiendo el adjetivo “mínimo” junto a “precio” es un síntoma de los tiempos).

                                    Omar Little: nuestro superhéroe favorito
 

Compras, ventas, Joint Ventures y demás canalladas

Estas filantrópicas empresas se han dado cuenta de que la unión hace la fuerza. Así que ATT se hizo con Warner, engulló HBO, esta se convirtió en HBO+ o Max o + (¿Más? ¿Plus?) a secas y todo así. Lo cierto es que Biskind dedica un espacio excesivo a narrar quién entra y quién sale de todas estas compañías —para usted y para mí, un auténtico coñazo—, dado que los ejecutivos de la cosa esta del streaming suelen ser graduados en Business&Administration de Yale, Harvard, Notre Dame o cualquier otra universidad de la Ivy League; en cristiano: gente que de eso de los programas de la tele o de las películas no sabe gran cosa o directamente no tiene ni puta idea... Y es sorprendente (y asimismo aburridísimo) que Biskind dedique tanto tiempo y espacio a estas luchas intestinas dentro de estas ejemplares empresas.

Consideraciones intempestivas

Biskind deja las conclusiones apocalípticas para el final. Como estas corporaciones se han endeudado tanto (y tanto) él cree (o lo finge) que alguna va a estallar por los aires. Bobadas. Las últimas veces que hemos acudido a una sala de cine en nuestra aldea (Perfect Days, Hasta el fin del mundo, el western superchungo que realizó Viggo Mortensen —pero Viggo sigue siendo uno de nuestros ídolos: si a Cervantes “Dios no le dio la gracia de ser poeta”, según confesión propia, a Viggo no le ha dado la de ser director—, Furiosa u Horizon) hemos advertido, gracias a los cuatro o cinco aficionados que nos acompañaban en cada función, que ya no hay nada qué hacer.

Acierta Biskind en que los actores/actrices ya no atraen a la plebe a la hora de ver una película (da igual quién interprete a Batman o al Capitán América) y que las estrellas que aún mantienen cierto gancho taquillero están para echar azúcar a los bollos (Brad Pitt y poco más; porque, ¿quién distingue a Chris Pine de Chris Hemworth o a Chris Pratt de Jesucristo García?).

Lo que no advierte Biskind es que estas plataformas han creado algo similar al oligopolio que, durante “los años dorados de Hollywood” constituían la Fox, Metro, RKO, Paramount, con sus estudios de producción, sus distribuidoras y cadenas de cines (cines que no tenían ni Columbia ni Universal). Por tanto, no creemos que nada ni nadie pueda frenarlas. ¿Las leyes antitrust de los Estados Unidos de América? Ay, ¡pero qué inocentes son ustedes!





 




 



lunes, 15 de julio de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "HORIZON" (Horizon: An American Saga, Kevin Costner, 2024)

 

por el señor Snoid

Lo positivo de Horizon es que no es un tostonazo al estilo de Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990), película que contaba (mal) durante 181 minutos lo mismo que Fuller contaba (bien) en Yuma/Run of the Arrow en 86. Y es que la primera película como director de Kevin Costner —un hombre lleno de buenas intenciones— tuvo un éxito espectacular y decenas de Óscars gracias, creemos, a la pegadiza musiquilla de John Barry y a que por aquella época hacía tiempo que no se estrenaba un western con cierto marchamo de seriedad. Tampoco es Horizon un espanto sin paliativos como Mensajero del futuro (The Postman, 1997), 177 minutos de tortura que fue rebautizada por algunos malévolos miembros del equipo de rodaje como Dryworld (en homenaje al disparate previo de Costner —sólo como actor metomentodo esta vez—, Waterworld). Desgraciadamente, tampoco es Horizon una película redonda.

Costner ha pretendido hacer algo así como la saga definitiva del western (en principio, el plan consistía en realizar cuatro largometrajes: parece que la cosa se va a quedar, por fortuna, en dos) y el resultado final es similar al de films como La Conquista del Oeste o Cimarron (versiones de 1930 y 1960): películas que poseen esporádicos buenos momentos, pero que están muy lejos de ser las apasionantes obras épicas que sus productores pretendían. No se le puede negar ambición a Costner. Ni pasión por el género. Pero sí se le puede achacar que en muchas ocasiones sus elecciones artísticas (reparto, guión, planificación, ritmo, música) sean un tanto desacertadas.


En principio, como es habitual en el Costner director, la cosa tiene sobre el papel bastante gracia: un lugar perdido en Nuevo México o Arizona (la localización real del film en Moab, Utah, en los mismos lugares donde Ford rodó Wagonmaster, es un acierto) donde van a converger los personajes de tres historias distintas. La más interesante es la que transcurre en el propio Horizon, donde hay una escena inicial bien rodada que muestra a un topógrafo y a su hijo, vigilados por unos apaches que llegan a la conclusión de que lo que están haciendo en las tierras —clavar estacas, medir distancias, establecer lindes de futuras parcelas— es una especie de “juego”. Y es que en el Este se ha difundido que el lugar es un paraíso terrenal donde los colonos van a tener una vida regalada. Costner hace justicia a la “verdad” histórica: a partir de 1849, muchos se enriquecieron vendiendo carromatos, aperos, cacharros de cocina, mulas, caballos y todo tipo de trastos a los emigrantes recién llegados de Europa y a otros infelices (les parecerá increíble, pero hubo caravanas llenas de tuberculosos que emprendieron el viaje porque se les garantizó que el clima del Oeste les iba a sentar de maravilla). En este segmento de film hay otra escena estupenda: el asedio a una cabaña que recuerda a la última parte de Los que no perdonan (The Unforgiven, John Huston, 1960). 

 

Y a propósito de esto, han surgido voces críticas por parte de la parroquia de santurrones de la Iglesia de Salvemos a los indios una vez que fueron exterminados. No es que los apaches se muestren especialmente sangrientos (nos preguntamos si podría hacerse hoy un film como La venganza de Ulzana/Ulzana's Raid, Robert Aldrich, 1972, donde los apaches se divertían mediante imaginativas torturas), pero no son precisamente las hermanitas de la caridad que parecían los Lakota en la primera película de Costner/director (la gente suele olvidar que en este film sus enemigos Pawnees aparecían como una especie de furiosa banda de punks de la pradera). También conviene recordar que “apache” es una palabra navajo que significa “el enemigo”.


El segundo relato nos muestra a una familia de villanos muy degenerados (son peores que los Clanton de Pasión de los fuertes) que persiguen a una pobre mujer y a su bebé. Ahí es donde interviene Costner, quien siempre se reserva el papel de hombre lacónico que permite que el resto del reparto hable por los codos. Y el bueno de Kevin aparece por un poblacho de Wyoming con la sana intención de tomar unos tragos y quizá echar un polvo, pero no le queda otra que actuar. De camino a la casa donde ha quedado con la joven prostituta que ejerce de canguro, uno de los malvados le da una conversación tan larga, aburrida y enojosa, desvelándole al tiempo sus intenciones, que a Costner no le queda otra que vaciar el tambor de su revólver sobre semejante tarugo. Hay un plano estupendo en este fragmento: una prostituta recostada en la ventana que saluda a Costner mientras fuma un cigarrillo.

La tercera historia, sin duda la más floja, nos presenta una caravana de colonos camino de Horizon. Tiene una obvia inspiración en el Wagonmaster de Ford, pero se queda más bien en Camino de Oregón (The Way West, Andrew V. MacLaglen, 1967), que era una especie de Peyton Place o Falcon Crest con carromatos. El mayor problema de este segmento es que Luke Wilson (el jefe de la caravana) no es precisamente Ben Johnson.

Costner no lo puede evitar: le gustan las palabras. En su mejor película, Open Range, hacía que Robert Duvall y demás personajes hablaran como cotorras, algo que perjudicaba bastante el resultado final. Y si a Wyatt Earp le bastaba un breve diálogo con Clementine Carter para terminar con el bellísimo plano final de la chica vista de espaldas y al fondo el camino interminable flanqueado por las formaciones rocosas de Monument Valley en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946), obvia inspiración de Open Range, Costner se despedía tres veces de Annette Benning (y amenazaba con volver). Y al igual que en Horizon, también en Open Range había alguna que otra escena maravillosa: por ejemplo, la escena previa al duelo final cuando Costner y Duvall, pensando que probablemente van a morir, entran en la tienda del pueblo, Duvall se regala chocolate suizo (“se deshace en la boca”), unos cigarros (“vienen de Cuba”) y Costner consulta un catálogo de juegos de té (pues el muy torpe se había cargado el de Annette Benning en un momento previo). En Horizon sucede algo similar: escenas bien rodadas y con un punto de poesía alternan con otras cuyas posibilidades se arruinan merced a la inclusión de un diálogo explícito y bastante penoso: por ejemplo, la escena, estupenda en cuanto a sus posibilidades, en la que Frances (Sienna Miller) y el capitán Gephart (Sam Worthington) se declaran su amor con una cháchara totalmente prescindible.

No es de extrañar que los westerns predilectos de Costner sean Hombre, una buena película de Martin Ritt en la que todo el reparto —salvo Paul Newman, que interpretaba a un apache blanco— competía para ver quién parloteaba más, e Incidente en Ox-Bow, western con mensaje (el mensaje era: “No está bien eso de linchar a la gente, porque igual te equivocas y linchas a tres inocentes”). En resumidas cuentas, Horizon no es un film desdeñable, pero la irrefrenable pasión de Costner por la exposición verbal y por los planos de postal cursi dañan sobremanera los buenos momentos de la película. En fin: Costner tendría que haberle cedido la silla de director a Taylor Sheridan (Comancheria, Wind River, Yellowstone y sus decenas de spin-offs), pero como ya no se hablan...


 


lunes, 3 de junio de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "FURIOSA" (Furiosa: A Mad Max Saga, George Miller, 2024)

 

por el señor Snoid

Furiosa tiene un arranque bastante prometedor. La niña Furiosa (excelente Alyla Browne) vive en una especie de comuna hippie en régimen de matriarcado cuando unos degenerados post-apocalipsis la raptan y entregan a su líder Dementus (Chris Hemsworth). Y durante la hora siguiente la película tiene un buen ritmo, algunas soluciones visuales interesantes y las escenas de acción están rodadas y montadas de manera seca y eficaz. Pero a partir de la construcción y posterior ataque al camión blindado (aquel maldito camión blindado), en una escena de pirotecnia que dura un cuarto de hora pero que a nosotros se nos hizo eterna, el film derrapa, cae en picado y no logra retomar el prometedor rumbo inicial: Furiosa se hace tediosa (excepto quizá para los fanáticos del motor, seguidores de Fernando Alonso y las continuas mejoras de su Aston Martin, de todos esos motoristas que cubren de gloria el deporte español y demás artefactos que hacen un estruendo espantoso) y se convierte en un espectáculo parecido a esos Monster Trucks que tanto entusiasman a los gringos.


Furiosa posee varios problemas que el director y co-guionista George Miller no logra solventar. Por una parte, el film tiene una duración excesiva (dos horas y media); el único personaje masculino más o menos decente, el Pretoriano Jack (Tom Burke), aparece cuando la narración se desliza velozmente hacia lo banal y repetitivo. El personaje de Dementus, un líder carismático de la talla de un Trump, un Bolsonaro, una Ayuso o un Netanyahu (su discurso exhortando a los habitantes de la Ciudadela a la rebelión, en plan “Comunismo o Libertad”, “Comunismo o cerveza” o “Gasolina gratis para todos” es uno de los momentos más divertidos del film) termina siendo grotesco en exceso, pero nunca demasiado amenazador. Y, además, demuestra ser un mal gestor —como sus pares antes mencionados: transforma la otrora pujante “Ciudadela del Petróleo” en un caos productivo y financiero: si hubiera tenido dinero público que le sufragara sus derroches...— y la escena final, su enfrentamiento con la Furiosa adulta (AnyaTaylor-Joy), resulta bastante patética (por la horrible interpretación del actor, por su desmesurado metraje y por la cantidad de cháchara intrascendente y bobalicona en un film que, por sus características, exige que el diálogo sea mínimo). Se echa de menos también la presencia de Max Rokatansky (a quien se ve fugazmente en la cima de un risco zampándose una lata de conservas), dado que su sustituto, el mencionado Pretoriano Jack, es un personaje efímero que despierta poco interés. Y el tono del relato deja entrever esa clase de feminismo (impostado) que está en la cabecita creadora de muchos hombres que se han subido alegremente al carro (o al camión, o al coche tuneado, o a moto provista de ametralladora) de los tiempos. Es decir, ese feminismo que se podría resumir en “Las mujeres son capaces de hacer las mismas gilipolleces que los hombres han hecho durante siglos: rebanar pescuezos, desatar guerras, reventarte el cerebro de un balazo o conducir hábilmente un ruidoso trasto de varias toneladas de peso”. Un feminismo un tanto pobre (por no emplear otro adjetivo).

Es inevitable la comparación con la previa Mad Max: Fury Road. Narración mucho más ágil, el CGI se notaba mucho menos y, aunque Max era ya allí un personaje relativamente secundario, la elección de Tom Hardy como Max era muy acertada (gruñía tanto y tan bien como en la serie Taboo). No es que Anya Taylor-Joy haga una interpretación desdeñable, pero quizá la actriz carezca del carisma y de la presencia de Charlize Theron. Y lo cierto es que esta clase de historias no necesitan las prolijas explicaciones que nos proporciona Furiosa (aunque hay detalles interesantes: las mujeres tratadas en la Ciudadela como gallinas ponedoras o como fuente de la deseada “leche materna”; y el momento en que una de ellas da a luz a unos gemelos siameses, provocando la ira de Inmortan Joe y la desesperación de la muchacha, es brillantemente angustioso).

Y no crean que despreciamos el cine de George Miller. El australiano siempre nos ha resultado de lo más simpático. Y varias de sus obras son verdaderamente brillantes. Aunque la trilogía original de Mad Max ha envejecido bastante mal —la primera aún conserva cierta frescura, sin duda por su tono ultraviolento (para la época), la pobreza de la producción (que ayudaba bastante a crear un ambiente cutre y desolador) y su desparpajo narrativo; la segunda, rodada con un presupuesto mucho mayor, resultó ya un poco decepcionante, y la tercera, la de “la cúpula del trueno” era una película con niños y para niños que incluso homenajeaba sin rubor al atroz Spielberg de Indiana Jones y el templo maldito. Sin embargo, Miller fue capaz de realizar el mejor segmento del film The Twilight Zone, hizo la subestimada Las brujas de Eastwick (donde los excesos de Jack Nicholson estaban más que justificados) y dio la campanada con Babe, el cerdito valiente, una maravilla (sí: una maravilla) que contaba con una de las mejores líneas de diálogo del cine infantil: cuando el circunspecto granjero Hoggett alaba al triunfante protagonista: “Bien hecho, cerdo”. Y para la secuela, Miller decidió cambiar por completo de registro con Babe, el cerdito en la ciudad, una película que, de tener que etiquetarla, sólo podríamos adscribirla al género “épico-surrealista”. De hecho, cuando salimos del cine, la hija de la señora Snoid tenía tal rictus de confusión que en vez de haber consumido un refresco y varias chuches a lo largo de la película, más parecía que se hubiera tragado un tripi. Y entre medias, El aceite de la vida (Lorenzo's Oil) es un film notable. Y así como Tres mil años esperándote resultó una pequeña decepción (pese a que el relato era, sobre el papel, sumamente atractivo) es muy posible que una hipotética recuperación del talento de Miller se manifieste en el momento menos esperado. Por tanto, esperamos que el director recupere su buen hacer en la tercera entrega de esta saga. Que muy posiblemente llegará.


 



 

miércoles, 13 de marzo de 2024

LIBROS DE OCASIÓN: Chris Fujiwara, "Jacques Tourneur: el cinema del anochecer" (Providence, 2023)

 


 

 

por el señor Snoid

¿Cómo es posible que un director que contó casi siempre con presupuestos de miseria, a menudo actores inadecuados o mediocres y en ocasiones guiones muy deficientes lograra crear un puñado de obras maestras? Y, ¿por qué tal director no ha entrado en el panteón de directores célebres de la Historia del Cine? El libro de Chris Fujiwara desvela en parte el misterio. Un libro importante, pues, que sepamos, desde el libro que co-editaron Filmoteca española y el Festival de Cine de San Sebastián (1988) y el más reciente y espléndido estudio de Rubén Higueras Flores (Cátedra, 2016) los estudios exhaustivos sobre la obra de Tourneur no son precisamente abundantes.

“...el cine de Tourneur, además de muy poco ruidoso y más bien susurrado, fue siempre más bien lento y desprovisto de aceleraciones vertiginosas, eludió en la medida de la posible la mostración explícita de la violencia y dedicó más tiempo a la reflexión que a la acción, por otra parte casi nunca trepidante Y en eso se apartó decidida y tenazmente del grueso del cine americano clásico...”, escribe Miguel Marías en la “Presentación”. Y añadirá Fujiwara: “El misterio de las películas de Tourneur no solo procede de las complejas y nebulosas tramas que sus protagonistas intentan desenredar, sino también de los motivos no expresados, y los conflictos interiores no resueltos de los propios protagonistas”.

Ese cine susurrado del que acertadamente habla Marías (aspecto en el que también se detiene Fujiwara) se aprecia en la escena del encuentro entre Aldo Ray y Anne Bancroft en la magnífica Nightfall:


La elegancia del estilo de Tourneur se halla presente en todas sus películas, incluso en las fallidas. Y es notable el hecho de que trabajando sobre todo en el cine de género (terror, fantástico, western, cine negro) el director lograra imponer ese estilo de una forma tan coherente y duradera. Recuérdese la célebre escena de La mujer pantera:

 

O esta escena de El hombre leopardo:


La mujer pantera deriva sus situaciones, incluyendo las terroríficas, de las emociones de los protagonistas. Una táctica que la aparta del típico cine de terror de la época. La tensión principal de la película proviene del miedo de Irena hacia su propia sexualidad como algo “malo” —un tema osado para 1942”. Un tema en el que reincidiría Tourneur en varias de sus películas. Cierto es que las pulsiones sexuales son el motor de La mujer pantera —Oliver y el doctor Judd desean a Irena, Irena sufre porque no puede tener relaciones sexuales; sin embargo ello no le impide ser posesiva respecto a Oliver y de ahí su odio hacia su rival Alice—, Yo anduve con un zombie y El hombre leopardo; sin embargo, el deseo desempeña un papel primordial en films como La mujer pirata, Martín el gaucho, Retorno al pasado, Noche en el alma... Y a menudo ese deseo provocará catástrofes: es la violación y muerte de una muchacha india lo que provoca la masacre en Tierra generosa. Pero Tourneur no subraya ninguno de estos aspectos: la contención de su estilo, esa “modestia” pudorosa del director hace que rara vez esta característica  de su cine cobre protagonismo. Algo que detestaba Tourneur era el exceso; los personajes que se entregan a sus deseos rara vez escapan a un destino marcado por la huida y la muerte. Jeff Bailey en Retorno al pasado comete una sola equivocación que devendrá fatal. Pero Tourneur nos ha mostrado en un momento mágico las razones de ese error: la primera visión que Bailey tiene de Kathy:


Acierta Fujiwara al vincular Vertigo con Noche en el alma. Al principio de la narración, tras oír de Cissie parte del misterio que envuelve a los Bederaux y de lo que le cuenta su amigo Clag, el doctor Huntington Bailey se muestra reticente a acudir a la mansión de Allida. Pero una visita a un museo donde se exhibe el retrato de la muchacha hará que cambie de opinión: es ahí donde comienza su enamoramiento de la protagonista de la historia (interpretada por una espléndida Hedy Lamarr):


Sin embargo, Tourneur se las arreglaba siempre para introducir escenas excéntricas y llamativas en sus films, pese a su habitual y voluntaria invisibilidad y discreción. En Tierra generosa, Logan (Dana Andrews) reprocha a su amigo George (Brian Donlevy) la manera escasamente apasionada con que besa a su prometida Lucy (Susan Hayward) y no duda en hacerle una demostración (con el resultado de la llamativa satisfacción de la muchacha) para luego emprender un paseo juntos como si nada hubiera pasado:

 


O la célebre escena del payaso en un film menor, pero que cuenta con logrados momentos, como Berlin Express:


Y este momento maravilloso de Retorno al pasado:


 

Uno de los escasos momentos en que Tourneur se hace notar con ese breve travelling  hacia la puerta y el plano en movimiento del jardín bajo la tormenta. Poesía en el cine negro. Poco le importaban a Tourneur las presuntas convenciones de los géneros en los que trabajaba.

Sobre la curación de la novia del joven médico en Stars in my Crown escribe Fujiwara: “En este círculo de miradas no hay sitio para insertar la mirada de Dios. La escena no pretende reconciliar una interpretación religiosa de los fenómenos con una racionalista, sino que, como las escenas que tratan la enfermedad y recuperación de John, está construida completamente sobre las pautas visuales por los personajes implicados”. ¿Seguro? No hay duda de que Tourneur creía en lo sobrenatural —y no es necesario recurrir a sus films fantásticos o de terror para afirmarlo. Y, al igual que John Ford, Tourneur creía también en la posibilidad de los milagros. Pero siempre dejando la puerta abierta a la posibilidad de que los hechos ocurran (y las soluciones se encuentren) merced a la sugestión. La primera intervención exitosa del doctor Harris (James Mitchell) se debe a un truco (una canción que calma a un chiquillo para extirparle un anzuelo que se ha clavado en su pierna). ¿No es este un método similar al que utiliza con frecuencia el párroco Josiah Gray (Joel McCrea) e incluso el mago feriante “Profesor” Sam Houston Jones? Esta calculada ambigüedad alcanzará su cenit en La noche del demonio. Sin embargo, en Stars in my Crown es el párroco quien sale triunfante. Rara vez Tourneur hará que sus hombres de ley y figuras sacerdotales fracasen. En Wichita volvemos al motivo del exceso —los vaqueros borrachos arman alboroto en el pueblo y un niño pequeño resulta muerto por una bala perdida— (Fujiwara: “También ubica este conflicto en la moral vacilante de los cowboys, mostrándose como hombres normales, capaces de ser generosos y razonables, pero exacerbados por condiciones físicas extremas —la pérdida del sendero, seguida de repente por el acceso al aguardiente y las prostitutas”) y Wyatt Earp (de nuevo Joel McCrea) acepta el cargo de comisario que antes había rechazado (al igual que Fonda en My Darling Clementine: pero los motivos del Earp de Tourneur distan de ser la consecución de una venganza: una escena como la del actor que interpreta el monólogo de Hamlet y que expresa las dudas y la resolución final de Earp no tendría cabida en un film de Tourneur).

Sorprende que un film como Stars in my Crown pasara totalmente desapercibido en su momento. Quizá su adscripción al género Americana (la vida rural en la Norteamérica de finales del XIX y principios del siglo XX) había pasado de moda: ejemplos sobresalientes de este tipo de films los hallamos en Ford, Vidor y en el mejor Henry King (Tol'able David). Por lo demás, tal vez Hollywood nunca haya prestado demasiada atención al mundo rural, a excepción de las posteriores y excelentes incursiones de Elia Kazan (Un rostro en la multitud, Baby Doll, Río salvaje). El film de Tourneur está plagado de hermosos momentos:


En ciertas ocasiones, el enfoque de Fujiwara quizá sea de un psicologismo excesivo. Por ejemplo, sobre Una pistola al amanecer: “Así, como Pentecost se niega a hacer el amor, también se niega a buscar oro; deja que otros lo hagan por él. Luego tiene que matar a Lawford porque ha procreado y encontrado oro a la vez. Este es el intolerable signo de productividad fálica”. En realidad, Pentecost (Robert Stack) mata a Lawford porque descubre que le ha engañado y es el minero quien desenfunda primero. Y quizá el personaje que encarna con mayor exuberancia el deseo sexual insatisfecho y el exceso sea Jumbo (Raymond Burr). Y es que este es uno de los westerns más extraños y sugerentes que se rodaron en los años 50:

 

Fujiwara se detiene con agudeza y detalle en los mejores films de Tourneur, y sus comentarios suelen ser acertados. No podemos estar de acuerdo con las supuestas bondades de The Fearmakers —cuyo punto de partida argumental es interesante, pero la película se ve lastrada por un presupuesto irrisorio y unos actores secundarios realmente incompetentes. O la muy alabada por los admiradores de Tourneur Cita en Honduras, otro film que sufre a causa de un rodaje que combina planos de la jungla en estudio —que parecen rodados en el jardín de la casa del productor— con algunos momentos excelentes. Tampoco nos parece tan horrible The Comedy of Terrors y sí The City in the Sea. La primera es a ratos una sátira inteligente (con escenas, cierto es, un tanto grotescas) y la segunda un auténtico despropósito. Pero es evidente que no era Tourneur un director apropiado para los films de la productora American International. Los momentos de grandeza épica de Martin el gaucho ya quedaban, por desgracia, lejanos.


En resumen, un estudio más que aceptable sobre la obra del realizador, que no sólo incluye el análisis de sus largometrajes, sino su labor como ayudante de dirección, su trabajo como director de cortometrajes y su abundante producción televisiva —de la que, por desgracia, sólo hemos visto los episodios que dirigió para la serie Northwest Passage.

El volumen posee una filmografía exhaustiva de la obra de Tourneur y un útil índice onomástico. Hay que lamentar que el libro tenga abundantes erratas y que en ocasiones la traducción sea un tanto deficiente: se traduce private eye ('detective privado') como “ojo privado”. Esto no es un gran fallo, dado que las variantes de la literatura pulp (y no tan pulp) sobre tal oficio son muy abundantes: que si shamus, que si private op, que si gumshoe... Pero que se traduzca resignation ('dimisión') como resignación... En fin: los problemas habituales de una editorial pequeña. Pero deseamos de corazón que Providence Ediciones siga adelante con éxito en su tarea de publicar esta clase de libros. Libros necesarios y editoriales necesarias.

 

Chris Fujiwara, Jacques Tourneur: el cinema del anochecer. Prólogo de Martin Scorsese. Presentación de Miguel Marías. Epílogo de Jesús Cortés. Traducción de Karin Wascher Ausina. Providence ediciones, Madrid, 2023.