sábado, 1 de noviembre de 2025

MUJERES, CURRO Y FEMINISMO (VI): Murielle Joudet, "La segunda mujer" (Athenaica, Sevilla, 2024)


 por el señor Snoid

Un interesante libro que aborda cómo las actrices han de reinventarse (de mil maneras) para sobrevivir en la pantalla; aunque el aspecto más interesante del texto de Murielle Joudet es la descripción del muy arraigado fenómeno de la adoración de la belleza y la juventud por parte de los espectadores —no importa su género o identidad sexual— pese a que, en ocasiones, las ramas no dejen ver el bosque: es decir, Joudet nos da ejemplos de mujeres que han sabido salir indemnes del inevitable paso del tiempo: algunas abandonan prematuramente su carrera (Bardot) y no porque su estrella declinara; otras son camaleónicas (Streep), alguna se aferra su belleza a toda costa (Kidman) y siempre estarán las que en todo momento fueron mujeres maduras (Ritter) o hicieron del escándalo un arte a la manera del príncipe Hal (Mae West). Lástima que no se nos hable de las que se estrellaron una vez que la edad —“el tiempo debe detenerse”, le decía el moribundo Hotspur al mencionado príncipe Hal— empezó a reclamar la factura.

“Quería observar, como cinéfila, la industria cinematográfica como siempre se me ha aparecido: una máquina que tritura la realidad del cuerpo de las mujeres al mismo tiempo que el lugar de una posible y milagrosa reinvención de sí mismas. Dejar a un lado uno de los términos del dilema, rechazar la dialéctica, suponía negarles a las mujeres que integran este sistema una parte de su libre albedrío de su trabajo, de su deseo de ser actrices, de su lucha y de su propio genio”, escribe Joudet a modo de justificación y guía de lo que es este volumen. Y para ello utiliza un escogido ramillete de actrices de ayer y de hoy, anglosajonas y europeas (francesas: bien podría haber incluido a una Maria Félix, a Sophia Loren o a una Marlene Dietrich, todas ellas muy hábiles a la hora se sortear los males del envejecimiento).

“Llamo la segunda mujer a la inevitable ruptura de identidad que menciona Beauvoir en El segundo sexo: 'Mientras que el hombre envejece continuamente, la mujer es despojada de forma violenta de su feminidad; cuando aún es joven, pierde el atractivo erótico (…) de donde extraía, a ojos de la sociedad y de los suyos propios, la justificación de su existencia'”.

Nicole enmascarada



“Un día, Nicole Kidman fue perfecta”. Nosotros creemos, como Billy Wilder que “nadie es perfecto”. Sin embargo, la primera vez que vimos a Kidman en el cine fue en una producción australiana, Calma total (1989), que sirvió para que la jovencísima Nicole diera el salto a Hollywood y para que el director Philip Noyce realizara bodrios de la calaña de Juego de patriotas o Peligro inminente. Nicole era de jovencita una actriz muy competente (y lo sigue siendo), pelirroja y pecosa (ya no lo sigue siendo). Para Joudet el punto de inflexión en la carrera de Kidman es Eyes Wide Shut, film que marcará sus posteriores papeles (mujer que pierde: a su marido, a su familia, a sus hijos, las ganas de vivir...): “La película es una ensoñación sobre el cuerpo femenino, cuyas apariciones son numerosas y vertiginosas. Kubrick quiso que el cuerpo de cada actriz desnuda recordase al de su estrella, aquella primera visión obsesiva que la película intenta multiplicar hasta el infinito. También se trataba de una ensoñación sobre la diferencia entre los sexos sobre un hombre que está siempre a punto de realizar sus fantasías sexuales y sobre una esposa que, desde su cama, en la cámara oculta de su cerebro, hace exactamente lo mismo”. Más que de “ensoñación” habría que hablar de “fantasía masculina masturbatoria”: la que exhibe Cruise en el film y Kubrick alienta con ganas. Cruise, cornudo y furioso, un Otelo neoyorquino bajito y de baratillo, enloquece de celos porque Kidman le confiesa una mera fantasía sexual con otro hombre y emprende, sin la intervención de Yago (aunque Sidney Pollack habría sido un Yago interesante) una aventura sexual que le resarza, bordeando, pero nunca alcanzando, un peligro real (Kubrick huía del melodrama como de la peste). Pero es Kidman el centro de película, pese al mayor tiempo en pantalla de su entonces marido.


 

Joudet se regodea en la transformación física de la actriz. Y cita una muy bizarra página web de un clínica de cirugía estética tunecina: “Para rejuvenecer todo el cuerpo, Nicole recurre a las últimas técnicas que usan células madre y a la terapia PRP (plasma rico en plaquetas). Las sesiones de blanqueamiento de piel junto con el retinol y la vitamina C contribuyen a conseguir una piel de porcelana”.

No lo dudamos. Y es que las ciencias avanzan que es una barbaridad. Pero en épocas pretéritas (por no hablar de hoy) también los hombres se sometían a procesos de rejuvenecimiento, enmascaramiento y uso masivo de prótesis. Piensen en algunos de sus actores clásicos predilectos: John Wayne, James Stewart, Sean Connery, Richard Widmark, Spencer Tracy, Cary Grant, Sinatra (Broderick Crawford se comió su peluquín cuando rodaron No serás un extraño): todos calvos y todos con peluquín desde su juventud. Y es que para Hollywood el calvo de hoy ha de ser calvo-calvo (Jason Staham, Vin Diesel) pero ayer o antes de ayer el calvo era el secundario irrelevante o el malvado. Y en cuanto a la cirugía, sólo piensen en que Roger Moore tenía la edad de Matusalén cuando interpretó por última vez a Bond, James Bond (Panorama para matar), y estaba más que operado (y además, portaba el clásico bisoñé). Incluso nuestro idolatrado Robert Mitchum se estiró la cara al cumplir 70 años: “Ahora sólo hago papeles de tipos de cincuenta-sesenta” les espetaba a los productores. En fin: la lista podría ampliarse ad nauseam... Recuerden el momento “tableta de chocolate” de Érase una vez... en Hollywood: cuando se presentó el film en Cannes y Brad Pitt se quita la camiseta dispuesto a arreglar la antena de TV, el público soltó una salva de aplausos y chillidos de admiración. Pero, ¿es que acaso ustedes creen que Cruise, Pitt o Di Caprio han bebido de la fuente de la eterna juventud?

Mae West contra la Gran Represión

Les confesamos que cuando éramos jóvenes no entendíamos la fama de Mae. Ni nosotros ni ningún aficionado al cine que conociéramos. Aquella señora entrada en años y en carnes que soltaba chistes verdes no nos hacía ninguna gracia. Empezamos a comprender a Mae por culpa de Guillermo Cabrera Infante, quien escribió el obituario de rigor (mortis) cuando la estrella falleció. Más que una esquela, el escritor hizo un ensayo memorable en el que alternaba un relato de su encuentro con Mae (zalamero Guillermo: “He venido desde Cuba vía Madrid, vía París, vía Londres solamente para conocerla”. West: “Es un desvío bien grande sólo para conocerme, ¿no le parece?”) con un repaso ágil y penetrante de su trayectoria en Hollywood.

Reconozcamos que las películas de Mae eran un tanto toscas, lentas y a ratos aburridas (a pesar de que duraban unos modestos 70 minutos). Pero lo que hizo Mae en el cine norteamericano representaba una pequeña revolución: hablaba de sexo sin tapujos, conquistaba a hombres más jóvenes y bellos que ella y ofrecía sabios consejos al sexo dominado. Escribe Joudet: “Mae West recurre a su experiencia, instando a las mujeres —con su sola presencia— a que adopten una actitud guerrera ante la vida, a que se despojen de la carga del romanticismo para tomar plena conciencia de la violencia que rige las relaciones entre los sexos y que se intenta disimular: es una guerra a la que hay que plantar cara”. Y prosigue la autora: “En los años 30 las películas de Mae West son manuales de supervivencia para jóvenes estadounidenses. ¿Y qué les dice su hermana mayor? En un mundo regido por los hombres, las mujeres pueden triunfar utilizando con habilidad la única arma a su disposición: su poder sexual. Enamorarse es enternecerse, bajar la guardia delante del enemigo”.


Entre sus espectáculos neoyorquinos y sus funciones en Las Vegas, Mae se convierte en una de las mayores estrellas de los años treinta. No sólo controlará a los hombres que seduce en sus films, sino a los hombres que dirigen la maquinaria de la Paramount: escribe o corrige los guiones, escoge (o impone) a sus directores y partenaires (Cary Grant estaba más aterrado de trabajar con ella que con Von Sternberg), que van desde el joven sofisticado (el propio Grant) al bruto sin remedio (Victor MacLaglen). Y cuando el Código de Producción empieza a hacerse asfixiante, Mae, que no soporta intromisiones ni censuras, dirá adiós muy buenas y volverá a los escenarios —donde protagoniza musicales mucho más escandalosos y atrevidos que sus películas. Adorada por las mujeres (un ejemplo a seguir) y por los hombres (el masoquista que todos llevamos dentro), en su época de esplendor Mae sólo tiene una rival, no de su talla pero sí de su atractivo, digamos, peculiar: la actriz infantil Shirley Temple. Entre la mujer madura y la niña hay un espacio considerable, pero para Hollywood no había imposibles. En War Babies (1932) Temple, con ¡cuatro añitos!, interpreta a una cabaretera cuartelaria que les espeta a los soldadotes “I'm Expensive!”. Y según su biógrafo, “el mayor honor que el estudio podía conceder a dignatarios de visita era tener a Shirley sentada en sus rodillas. Shirley se sienta en centenares de ellas y se convierte en una experta”. ¿Experta en qué? ¿En la seducción de ancianos rijosos? Ya ven ustedes: de estar en brazos de la mujer madura (Mae) a hacer de escabel de una niña (Shirley). Pedofilia sin disfraces. Al lado de esto, el volumen de Kenneth Anger, Hollywood Babilonia, es casi un devocionario...

Thelma Ritter siempre daba buenos consejos

En la pantalla, Thelma Ritter siempre fue una mujer mayor. Y representante de la clase trabajadora (chacha, cocinera, enfermera) o de la marginal (soplona profesional en Pick Up on South Street). Pero su edad no impedía a Ritter hacerse con las riendas. Es la mujer sabia, experimentada, que da siempre los consejos y advertencias adecuados. En La ventana indiscreta, no es Grace Kelly ni el amigo polizonte de James Stewart quien cuenta las verdades del barquero: es Ritter quien le reprocha a Stewart que es un inmoral voyeur —a pesar de tener menos tiempo en el film que Kelly— mientras le cuida y masajea. Reproches y mimos van de la mano. Si Ritter reprocha a Stewart su conducta ello no le impide realizar sus tareas con eficacia, ni convencerle para que siente la cabeza y se case con Kelly. Y esto le da cierta superioridad sobre el resto de personajes, pese a que tengan mayor protagonismo que ella. Además “Ritter suele hablar de su cuerpo: le duelen los pies, la espalda, tiene migrañas; siempre lo dice quejándose, lo que contrasta con la salud esplendorosa y silenciosa de los actores. Muestra en un rincón de la pantalla esa cosa casi impensable y tan poco tratada por la ficción clásica: el cansancio, el cuerpo y sus límites”. Esto se hace evidente, de manera harto dolorosa, en el film de Fuller antes citado: Moe, la vendedora de corbatas y confidente de la poli, tiene la obsesión de ahorrar para costearse un entierro digno. Pero su función en el film no es sólo delatar a Widmark al poco de empezar el relato: Ritter es el nexo que une (sentimentalmente) a Jean Peters y al carterista y quien le afea a Widmark que haga tratos con los espías comunistas, además de poner firmes a los policías y agentes de FBI. Cuando Moe se rinde finalmente no es por puro cansancio y hartazgo sino porque era irrelevante identificar a Widmark ante la policía, pero no lo sería traicionarle para que le asesinaran:

 

Y Fuller escribe y dirige un auténtico homenaje a Ritter. Una escena con cierta solemnidad y tristeza que contrasta con el ritmo vertiginoso del resto del film: “En esta procesión de vivos que bajan el ritmo porque están de luto por la vendedora de corbatas, Fuller es el único que ha mirado de frente lo que sigue a la vejez y al desgaste de un papel secundario: no una desaparición brutal e injustificada, sino una ralentización del conjunto, un homenaje de los protagonistas a la persona que los ha apoyado tanto tiempo”.

 


Meryl Streep: más perfecta que Bo Derek

Mucho nos tememos que Meryl no es santa de la devoción de la autora: “Actriz técnica por excelencia, se impuso como la especialista inigualable en imitaciones de acentos (del Medio Oeste, italiano, proletario, aristócrata, irlandés, inglés; se cuentan al menos trece) y no duda en aprender un idioma si lo requiere la película” , o bien “Aunque interprete con gusto a ancianas, paradójicamente impacta que Meryl Streep no haya envejecido mucho, no lo suficiente. Todo hace de pantalla entre ella y el paso del tiempo: la hazaña, el maquillaje los acentos, las prótesis. Si envejecer desenmascara, Meryl Streep se enmascara siempre más”.

Quizá. Lo cierto es que Streep pasó con suma habilidad de interpretar papeles de tía más o menos antipática (preferiblemente bastante antipática) en Manhattan, El cazador y en aquel exitoso telefilm galardonado con Óscars titulado Kramer contra Kramer a ser la actriz perfecta capaz de hincarle el diente a cualquier papel. De hecho Streep ha cimentado su carrera gracias a películas sensibleras, con guiones dignos de novela de Danielle Steel (aquella inspiración para Ana Rosa Quintana), como Memorias de África (la escena cumbre que todo el mundo recuerda es el momento en que Redford le lava el pelo) y años después repetirá la jugada con Los puentes de Madison (Eastwood no le lava el pelo: un hombre ha de ser consciente de sus limitaciones). Pero aunque estas películas sean lamentables, hay que admitir que Streep lo borda —aunque en lo relativo a los “acentos”, en Memorias de África ella entona, tanto en VO como en la versión doblada, un ridículo acento nórdico que rivaliza con el auténtico acento austriaco de Klaus Maria Brandauer. Por fortuna Redford no se empeña en imitar un acento inglés: Ni falta que hacía: la estrella era él. Y años más tarde Streep vuelve por sus fueros con Mamma mia!. Más afortunada, en su nómina de papeles románticos, es La mujer del teniente francés.

En cuanto a la perfección técnica de la actriz, habría que matizar. Es posible que alguno recuerde el remake que hizo Jonathan Demme de El mensajero del miedo/The Manchurian Candidate. Cierto que el film es muy flojo respecto al original de Frankenheimer y Axelrod, pero la interpretación de Angela Lansbury en la película de 1962 como madre manipuladora, castradora e incestuosa deja a Streep en pañales (en verdad el guión es muy inferior y su hijo no es el robotizado Laurence Harvey sino el hosco Liev Schreider con su perenne rictus de mala hostia). Y otro detalle llamativo es que rara vez Streep repite con el mismo director —la excepción es Mike Nichols, pero es bien sabido que el director de El graduado era un amor con sus intérpretes.

BB: ser una estrella resulta aburrido

El caso de Brigitte Bardot es singular: una estrella que no quiere serlo (y se convierte en una superestrella), una actriz que sólo aparece en una película buena (Le Mèpris de Godard) y otra medio buena (La vérité de Clouzot): el resto son films más o menos infames o grotescos (nuestro predilecto es Shalako, un western rodado en Almería que la une con otro sex-symbol del momento, Sean Connery y su peluquín), Bardot alcanza el estrellato con Vadim (Y Dios creó a la mujer) y decide terminar su breve pero exitosa carrera con otra estupidez del mismo director (y ex-marido), Si Don Juan fuera mujer. Pero hay que admitir que su presencia le permitía rodar basura tras basura sin que su popularidad menguara. Y es que la muchacha tenía un atractivo que iba mucho más allá de lo físico:

 

Y escribe Joudet: “El desprecio esconde otro documento sobre una actriz que, después de que a menudo la hayan observado, espiado y modelado, mira al fin a su hombre (y, a través de él, a todos los hombres, a todas las miradas y al propio cine) para darse cuenta de que ya no le interesa”. Es posible. Aunque también puede verse el film como un documento distinto: el de la ruptura de Bardot/Karina (Godard hace que en la película BB adopte varios manierismos típicos de su entonces estrella femenina) y Piccoli/Godard.

Antes y después de su retiro del cine, Bardot no sólo es idolatrada, sino ridiculizada. La chica es una pionera: de la liberación sexual de la mujer, de la defensa de los animales cuando el asunto no le interesaba a casi nadie y de lo políticamente incorrecto (se burla del Me Too, vota a Le Pen père y a Le Pen fille), pero acierta Joudet cuando llega a la conclusión de que “Bardot no es tan homófoba, misógina es islamófoba como pura y simplemente misántropa; el reverso necesario de su amor desmedido por los animales”.

Nos dejamos en el tintero figuras como Bette Davis, Frances McDormand o Isabelle Huppert. Pero basta con estos someros apuntes. Un libro muy estimulante con el que a veces estás de acuerdo, en otras pensamos que su autora hace análisis de figuras y filmes de una forma excesivamente totalizadora (y errónea), pero que es todo un hallazgo y una interesante fórmula de realizar análisis fílmicos.



Murielle Joudet, La segunda mujer. Lo que hacen las actrices cuando envejecen, trad. de Marta Sánchez Hidalgo, Athenaica, Sevilla, 2024.


 



 

 


 


 


 

lunes, 27 de octubre de 2025

LIBROS DE OCASIÓN: "SAGITARIO FILMS. ORO NAZI PARA EL CINE ESPAÑOL" (Shangrila, Valencia, 2021)

 

por el señor Snoid

Es este un libro excelente que aborda uno de esos singulares episodios del cine español durante la primera época del franquismo: la creación de una productora, Sagitario Films, que durante el periodo 1947-1951 lanzará diez largometrajes y dará cobijo a buena parte de los mejores directores, fotógrafos y guionistas del cine patrio de aquella época.

El principal responsable de Sagitario Films es el alemán Johannes Bernhardt, empresario de dudosos y expeditivos métodos, nazi de primera hora, general honorario de las SS y muñidor de la entrega de material bélico alemán a las tropas fascistas. De hecho, es el personaje que se encarga de convencer a Hitler de que mande al norte de África los aviones que Franco precisa para trasladar a las tropas africanas a la península. Y Bernhardt lo consigue realizando una visita al Festival de Bayreuth, donde Hitler y Göring se estaban solazando con la representación de El anillo del nibelungo. Cuatro óperas de Wagner más la labia de nuestro ejemplar hombre de negocios habrían bastado para atemperar el ánimo del Führer y que accediera al envío de unos cuantos aviones Heinkel y Junkers. Bernhardt se instala en España, donde crea Sofindus, un emporio comercial que servirá, entre otras cosas, para el envío del wolframio/tungsteno a la Alemania nazi —el mineral era necesario para el blindaje de los vistosos tanques Panzer— y otras materias primas a cambio de la ayuda militar alemana al bando franquista. Una vez que el bergante Bernhardt se ha hecho de oro gracias a un par de guerras, en 1945 las cosas, aparentemente, comienzan a torcerse. Aparentemente, porque parece que el poco escrupuloso nazi colaboró con norteamericanos y británicos cuando era evidente que el Reich no iba a durar mil años. Los aliados exigen su repatriación a Alemania, pero Bernhardt, que posee la nacionalidad española gracias a Franco, elude todos los intentos (no demasiado apremiantes, a lo que parece) y tiene incluso la caradura ejemplar de hacer unas declaraciones que le muestran como un adalid de la “nueva Europa”:

Sabemos que Alemania ha perdido la guerra; carecemos de patria y desconocemos lo que el futuro nos deparará. Vivimos en un país neutral al que hemos estado unidos durante muchos años por intereses comunes y por relaciones de amistad. Todo lo que hemos hecho aquí lo hemos hecho con la debida corrección y, si alguna vez incurrimos en ciertas “acciones”, fue siempre con su consentimiento (…). Nuestra idea es buscar, si fuera posible, un modo constructivo en el que no nos sintamos como esclavos, sino que podamos colaborar y ser útiles en la construcción de Europa”.

Cuando las empresas del grupo Sofindus son intervenidas (parcialmente) en 1945, Bernhardt encuentra el modo de blanquear su fortuna y ¿por qué no? seguir acumulando capitales. Así que en 1947 nace la productora Sagitario Films.

Uno de los aspectos más llamativos de Sagitario Films reside en el hecho de que buena parte de sus empleados más importantes (Álvaro del Amo, Manuel Mur Oti, el músico García de Leoz, el fotógrafo Juan Mariné) habían pertenecido al bando republicano durante la guerra civil (claro que los directivos de la compañía, escogidos por Johannes Bernhardt, eran en su mayoría franquistas y falangistas de pro). Es impagable el testimonio de Mariné respecto a su “reincorporación” al cine tras el fin de la guerra y su paso por un par de campos de concentración franceses:

Sin embargo, tenía aún pendiente el pasar por un proceso de depuración política, que era el requisito previo para reincorporarme al cine como profesional. Solicité el permiso a Falange, y de manera sorprendente me encuentro que en el despacho donde expedían los certificados estaba la misma persona que años atrás me había dado el carné de CNT-FAI. Me confesó que durante la Guerra Civil había sido espía para Falange”.

La productora comienza su andadura con Cuatro mujeres (Álvaro del Amo, 1947). Comenta Santiago Aguilar que “en cuanto a la posibilidad de una línea coherente en la estrategia productiva de la compañía interesa destacar aquí la formulación de la mujer como ideal desde un punto de vista masculino” y un cierto regusto de romanticismo de raíz germánica, algo inusual en el cine español del momento. Mayor interés posee El huésped de las tinieblas (Álvaro del Amo, 1948), fantasía inspirada en la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, film que posee un tono lúgubre y fantástico, bien conseguido por la fotografía de Manuel Berenguer y los decorados de Sigfrido Burmann:

 

La fiesta sigue (Enrique Gómez, 1948) es un curioso film que pretende huir de la españolada al uso y que muestra ciertos ribetes antitaurinos. Merecería una revisión y un estudio amplio, pues no es una película en absoluto desdeñable. La crítica, no obstante, no supo apreciar en su día sus virtudes: es una constante en las reseñas de la época que reproduce Aguilar la hostilidad con que los plumillas recibían las producciones de Sagitario Films. Eran otros tiempos, no cabe duda, porque hoy día no hay film español —salvo quizá las comedias de Santiago Segura, digno continuador de la obra de Mariano Ozores— que no sea calificado instantáneamente como una obra maestra.

Para su siguiente producción, la compañía contrató a un director de prestigio, Edgar Neville, quien adaptó una obra de Santiago Rusiñol, El señor Esteve, sátira de la burguesía catalana. Ya decía el Molt Honorable Jordi Pujol, cuando era el todopoderoso amo del cotarro, que “Cataluña es un país de tenderos” (también llegó a afirmar que Cataluña era “como los Países Bajos: gente laboriosa, seria, emprendedora”: estaría pensando en Cruyff y Neeskens o en los paraísos fiscales con tráfico de diamantes). Rusiñol y Neville se adelantaron varias décadas en tal aserto.


De Alas de juventud (Álvaro del Amo, 1949), ya nos ocupamos en un antigua publicación (http://elbulevardeloscapuchinos.blogspot.com/search/label/Alas de juventud). Los críticos se ensañaron con ella por ser una especie de refrito del gran éxito de Ramón Torrado Botón de ancla, cambiando el mundo de los heroicos guardiamarinas de nuestra armada por los no menos bizarros pilotos del cuerpo de aviación. Algo bastante insólito e injusto, pues Alas de juventud es bastante más divertida que su modelo y, en definitiva, es igual de grotesca y militarista.

Un hombre va por el camino constituyó el debut en la dirección del guionista Manuel Mur Oti, hombre que tenía un altísimo concepto de sí mismo y de su talento. El film posee un interesante empleo del paisaje. Como afirma Aguilar: “supone el triunfo del paisaje sobre la dramaturgia. Los diálogos están preñados de literatura, los personajes son falsos en sus actitudes, las interpretaciones adolecen de ingenuidad en muchas de sus actitudes y el tercer acto resulta impostado”. Y además hay que señalar que Ana Mariscal era una de las actrices más cursis del mundo:


Otro debutante en la dirección fue Luis Escobar, Marqués de las marismas del Guadalquivir (y Marqués de Leguineche en la ficción berlanguiana). Los servicios secretos estadounidenses lo relacionan con la red de espionaje de Karl Arnold, político alemán que se consideraba “un socialista cristiano”:

“Luis Escobar. Escritor, segundo hijo del Marqués de Valdeiglesias, aunque en realidad podría ser hijo de Madame de Valdeiglesias y Alfonso XIII”. Y su nombre en clave era RIYKI. Escobar rueda para Sagitario Films La canción de la Malibrán (1951), una poco estimulante biografía de la cantante de ópera María García Malibrán. No volverá a ponerse detrás de las cámaras.

Neville repite con la hoy perdida Cuento de hadas (1951), film que, en principio, parece más logrado e interesante que su anterior película para Sagitario Films. Desafortunadamente, la cinta ha desaparecido y tan sólo queda el guión, las críticas de la época y diverso material gráfico.

Ese mismo año, y tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre España y Estados unidos en 1950, Johannes Bernhardt emprende un viaje sin retorno al paraíso de tantos nazis, Argentina, tras liquidar sus empresas en España (todas en quiebra técnica, aunque Bernhardt ha tenido buen cuidado de mover su fortuna hacia Hispanoamérica). En Argentina prosigue con sus negocios —incluso vendiendo material militar alemán al ejército español— y muere en Múnich en 1980 a los setenta y siete años.

En conclusión, un libro espléndido, magníficamente documentado y que Santiago Aguilar escribe con soltura y, en ocasiones, con un humor subterráneo y socarrón. Ágil y apasionante en la descripción de los avatares de una de las etapas más oscuras del cine español, es una lectura obligada para cualquier aficionado a la historia del cine.



Santiago Aguilar, Sagitario Films. Oro nazi para el cine español. Shangrila, Valencia, 2021.


 

 

 






 



 


 

 


 

sábado, 26 de abril de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "SINNERS" (Ryan Coogler, 2025)

 


 por el señor Snoid e hija

Sinners es una muy simpática amalgama de blues, folk (variante irlandesa), película de vampiros, film de negros oprimidos, film de negros orgullosos de ser negros (un neoexploitation, podríamos decir, aunque de gran presupuesto), racismo, blancos explotadores, guitarras maldecidas por el diablo, ley seca, el Deep South, un remake de Abierto hasta el amanecer (pero sin Clooney ni Tarantino, Bondye sea loado, y mucho mejor realizada) y una pléyade de cosas más. En efecto: tal combinación podría dar lugar a un disparate mayúsculo, pero lo cierto es que el film se deja ver con agrado, interés y es un auténtico festín para los amantes de la música. Y, además, lejos de las apariencias, cuenta con un guión brillante.

Veamos: dos hermanos, Smoke y Stack (Smokestack Lightning, de Howlin' Wolf) regresan a su hogar, un villorrio de Mississippi. Es 1932 y la comunidad negra está tan jodida como antes de la guerra de secesión, durante, después y en 2025. Allí descubren que su joven primo Sammie, hijo de un predicador, se ha convertido en un maravilloso intérprete de blues —en su día le regalaron una espléndida guitarra que le ganaron a Charley Patton jugando a las cartas. O eso dicen ellos. Como los hermanos se han pasado siete años trabajando en Chicago para la mafia, tienen pasta para dar y tomar y se proponen abrir un local donde se puedan apurar unos tragos y escuchar música decente. Además, los dos hermanos, que son unos tipos duros, poseen un arsenal similar al de Tommy Shelby y familia de Peaky Blinders (¿se conocerían en las trincheras de Francia? No lo descartamos). Así que le compran un aserradero medio en ruinas a un blanco cabrón del lugar —del que luego sabremos que es el líder de la sucursal local del Ku-Klux-Klan. Y en la noche de apertura comienzan los problemas.

El único y evidente problema de Sinners es el exceso. Se cuentan demasiadas cosas y hay una gran cantidad de personajes que quedan un tanto desdibujados (principalmente esto afecta a los personajes de Mary y Pearline; a otros, como el bluesman Delta Slim y a la experta en vudú de Luisiana y esposa de Stack, Annie, les bastan dos o tres pinceladas para surgir como personajes con cierta entidad). Pero este exceso ha hecho que el director y guionista Ryan Coogler haya escrito un libreto muy inteligente que carece de enojosos momentos explicativos: así, no se nos dice en ningún momento que estamos en la época de la Ley Seca, que a los trabajadores de las plantaciones, ya bien avanzado el siglo XX, se les pagaba con Company Scrip (“Vales de la compañía”), dinero que sólo valía para los economatos de la empresa de turno (minera, por ejemplo) y que fue muy utilizado a lo largo del siglo XIX, cuando el dinero acuñado o impreso era escaso —y ya sabemos quiénes se aprovechaban: para que se den cuenta, su uso fue oficialmente prohibido por el Congreso en 1967; que los hermanos Smoke y Stack han timado tanto a la mafia irlandesa como a la italiana en Chicago (tienen un cargamento fenomenal de vino italiano y cerveza), aunque un personaje mencione que “Creía que estabáis trabajando para Al Capone”; que había una buena cantidad de población china en el Delta (comenzaron a establecerse allí después de la guerra civil: por ello hablan perfectamente inglés, no como el castellano que se habla en el “chino” de su barrio: pero esperen un par de generaciones); que aún quedaban indios Choctaw en aquellos andurriales y se llevaban bien con los irlandeses y los negros... Y una gran cantidad de detalles más. La postura de Coogler parece ser: “Si lo entendéis, fenomenal, blanquitos; y si no, documentaos”. Algo que nos parece de perlas:¡ojalá todos los guionistas hicieran así!

Vampirismo versus Racismo

Y además hay abundante humor en Sinners. No sólo gamberro (por ejemplo cuando se le enseña al joven Sammie cómo hay que realizar un buen cunnilingus (que el muchacho pondrá en práctica un rato después: el film está repleto de experiencias iniciáticas), sino también ingenioso. Los blanquitos, que son unos rednecks pobres y embrutecidos y entusiastas miembros del Klan, cambian por completo cuando son vampirizados. Una vez que te conviertes en vampiro, desaparece el racismo y entras a formar parte de “la familia” (el momento en que blancos, negros, chinos e indios bailan una jiga irlandesa es brillante e hilarante a partes iguales). Dentro de la narración, el ser vampiro ofrece todo tipo de ventajas (alguno extraña la luz del sol, todo hay que admitirlo), pero ello no impide que los protagonistas del relato se resistan a semejante bicoca. E incluso hay algún que otro chiste sobre la música: uno de los protagonistas, sin duda purista en cuanto a sus gustos, declara que “Detesto esa basura eléctrica”...

 

Y es que hay buena musica a raudales en Sinners; no sólo blues o rythm&blues, sino también música tradicional irlandesa, danzas que se remontan al Renacimiento y una contundente banda sonora extra-diegética...

 

En fin: una película que no nos esperábamos del director de Creed, Wakanda Forever y Black Panther. Sin duda influidos por la experiencia, por la reciente Semana Santa y el fallecimiento del Sumo Pontífice, salimos del cine exclamando: “Nunca hay que decir 'De este agua no beberé'”.





 




miércoles, 16 de abril de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "TARDES DE SOLEDAD" (Albert Serra, 2024)

 

por el señor Snoid

Respecto a los toros, me entusiasman; sólo que me parece que el público no entiende una jota de toros, los críticos menos que el público y los toreros menos que el público y los críticos; yo creo que el único que entiende de toros es el toro; porque a lo menos embiste hoy lo mismo que hace cuatro mil años (…). Una fiesta de toros es lo más hermoso que se pudo imaginar. La emoción, el arte, la valentía, la luz... Yo, en Belmonte, por ejemplo, admiro el tránsito. Aquel hombre que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona. Ese es el arte de las corridas de toros. ¿Hay nada más hermoso que ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía de contrarios?

Valle-Inclán, declaraciones a La Esfera, 6 de marzo de 1915

Así de entusiasmado se mostraba nuestro eximio escritor y extravagante ciudadano predilecto en la época en que le soltaba al mencionado Juan Belmonte “Sólo te falta morirte en la plaza” (y Belmonte respondía:”Ze hará lo que ze pueda, maeztro”: dos ceceantes frente a frente). Sin embargo, quince años después, y ante los deseos de su hijo mayor de convertirse en matador de toros, Don Ramón hizo lo posible e imposible para quitarle semejante idea de su loca cabecita. Naturaca: una cosa es disfrutar viendo cómo a un Belmonte cualquiera le empitone un morlaco y otra que tu hijito querido se vista de luces.

Comentamos Tardes de soledad con cierto retraso por una cuestión de lo más absurda: no sabíamos muy bien cómo hincarle el diente a esta película. Es decir, habíamos caído en la trampa de determinar si la película era pro o antitaurina y el dilema nos dejó un tanto confusos. Hasta que nos dimos cuenta que quizá ese aspecto no sea, en esencia, demasiado interesante. O quizá sí, pero ello no resta méritos a la calidad del film ni tampoco disimula sus posibles fallos.

La primera imagen de la película es la única que no es estrictamente documental (y olvidaremos lo que puede ser o no documental según las diversas y dispares definiciones con las que se ha pretendido acotar el género): es decir, que hay una puesta en escena bien visible. Un plano en semipenumbra de un toro que se encara al espectador. Un plano de larga duración —quizá fueran dos— que nos ilustra sobre la peligrosidad y fiereza del bicho (en cierto momento, nos pareció que era casi un macho cabrío gigantesco: una encarnación demoniaca).

Lo que viene a continuación son diversas faenas del torero: muy astutamente, Serra ha omitido todo plano del tendido —no se ve espectador alguno; la única mujer que aparece en el film es una mujer (con cierto aspecto de votante del PP o de Vox) que se hace una foto con el ídolo tras una faena. Y las corridas, hay que reconocerlo, están rodadas de forma impresionante y espectacular: nuestro hombre se arrima lo suyo —no como un Rafael de Paula que salía corriendo despavorido—, sufre algún que otro revolcón y el animal le empotra contra el tendido. Si Serra pretendía convencernos de que un torero se juega la vida en la plaza, es obvio que ha conseguido brillantemente su propósito. Aunque tal demostración sea un tanto redundante y baladí: o ya lo sabíamos o nos lo imaginábamos. Así, hay un plano muy hermoso, a la par que terrorífico, que nos muestra al matador de espaldas, a punto de entrar a matar, con el resultado de que el encuadre hace que el animal parezca un monstruo gigantesco y el hombre un ser frágil enfrentado a una heroica labor.

No es ningún descubrimiento que Serra rueda maravillosamente; la cuestión aquí es que, sea por la elección de los planos, sea porque quizá el director no pretendía ahondar en una descripción demasiado gore, se nos escamotean ciertos elementos: apenas vemos los terribles puyazos del picador (“La acorazada de picar”, como decía el gran escritor taurino Joaquín Vidal), ni en la llamada suerte suprema (o, más apropiadamente, tercio de muerte) se aprecian los infames descabellos cuando la estocada se ha quedado corta. Y a pesar de que el director introduzca numerosos primeros planos del animal tendido y agonizante, quizá cuenten más los momentos dedicados a Roca Rey. Por otro lado, el tratamiento del sonido es excepcional: el arrastre de las pezuñas del toro, de las manoletinas del torero, los bufidos y jadeos de la bestia... Un gran logro del film es que nos hace sumergirnos en una corrida con todo el realismo posible. Que ese realismo sea espantoso o no, ya es otra cuestión (en nuestra opinión, no sólo es espantoso, sino detestable e innecesario, pero ¿acaso no resulta fascinante, pese a que racionalmente sepamos que nos enfrentamos a un espectáculo sangriento y bárbaro?)

Asimismo, nos llamó la atención del uso del “Embryonic Journey” de Jefferson Airplane (en verdad, de Jorma Kaukonen) en un plano dilatado del torero con uno de sus ayudantes. ¿Viaje embrionario? Quizá para aquellos que desconozcan el mundo del toreo, o tal vez una más de las brillantes extravagancias de Serra, quien suele poner muy poca música en sus films (algo que le agradecemos de corazón), pero siempre acertada, como aquel maravilloso momento en Honor de cavalleria cuando se escuchaba brevemente una vihuela.

Los miembros de la cuadrilla de Roca Rey son unos seres ligeramente primitivos que dedican a su patrón una retahíla de epítetos épicos no muy trabajados: “Olé tus huevos”, “Arrebatao”, “¡La verdad!”. Bien podían haberse esforzado un poco más y, dado el contexto salvajemente español en el que se mueven, exclamar loas más elaboradas tipo “El que en buena hora ciñó estoque”, “El peruano de diestro brazo” o “Nunca fuera un torero, de damas tan bien servido, como fuera Roca Rey, cuando del Perú vino”. Pero es obvio que los subalternos no se han adentrado en la épica medieval. Al toro de turno le dedican adjetivos menos bellos (“Hijoputa”, “¡Qué cabrón!”), algo que nos parece lamentable, pues en la épica se solía ensalzar también la valentía y bravura del enemigo.

Como es habitual en Serra, y pese a lo atroz de casi todo lo que se muestra, no faltan los elementos humorísticos. El más destacado tiene lugar en una habitación de hotel: el torero se pone unas medias de seda blancas, se ajusta bien el paquete, llega un subalterno y le coloca unas medias rosas, le coge en volandas para ajustarle bien la taleguilla y proceden con la camisa blanca, el corbatín y la chaquetilla. A primera vista, nada extraordinario. Pero es que durante este dilatado y megagay proceso, Roca Rey no deja de mirarse al espejo: el de la habitación, el del pasillo del hotel, su imagen en las puertas metálicas del ascensor, el espejo del ascensor... Comprendemos que haya que estar bello antes de embarrarte y salpicarte con sangre propia y ajena, pero tal narcisismo nos pareció excesivo. Eso sí, el muchacho se enfrenta al morlaco hecho un pincel.


¿Taurino o antitaurino? Da la impresión de que Serra ha sucumbido a las emociones que pueda provocar la así llamada fiesta nacional. Creemos que su intención, con toda sinceridad, era ofrecer una visión objetiva del toreo, pero quizá tal propósito resulte imposible. El tema exige tal vez que afloren los sentimientos, sean repulsa, fascinación o indiferencia. O la transfiguración de la que hablaba Valle-Inclán. Al fin y al cabo, esta es una película que no gustará a los taurinos (demasiada brutalidad, demasiada sangre y demasiada atrocidad con las que mirarse al espejo) ni a los que rechazan vehementemente el sacrificio de un animal convertido en espectáculo.

Tardes de soledad es un excelente film que muestra “la verdad”, tal y como gritaba el subalterno. Aunque esa verdad se nos antoje criminal, repulsiva y detestable.


 


 


 


viernes, 14 de marzo de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "A COMPLETE UNKNOWN" (James Mangold, 2024)

 

por el señor Snoid

A Complete Unknown es una aceptable biografía del joven Dylan del periodo 1961-1965: desde que llega a Nueva York, triunfa como compositor folk y se deshace del corsé purista introduciendo instrumentos eléctricos, o, como diría un cursi, “ensanchando su paleta musical”. Y el paleto de Duluth, Minnesota, se convierte en el músico pop más influyente de la segunda mitad del siglo XX junto con los Beatles. Y la influencia fue mutua: cuenta la leyenda —sin duda apócrifa— que cuando Bob escuchó el primer éxito de los Beatles en EEUU, I want to hold your hand, con el repetido verso “I got high”, pensó “Estos son de los míos”. Pues en aquella época Dylan fumaba marihuana como todo buen folksinger y malinterpretó (o no) el mensaje. Por su parte, Lennon tuvo un periodo Dylan en el que llevaba las mismas gorras que su nuevo ídolo y hasta le imitaba como compositor (You've got to hide your love away). Y es curioso que en la película no haya el menor atisbo de drogas: aunque se fume en pos del enfisema y se beba hasta que llegue la cirrosis, las drogas “ilegales” parecen vetadas: ¿una imposición del propio Dylan, quien tuvo derecho de corregir y cambiar detalles del guión de Jay Cocks y James Mangold? Quién sabe...


A pesar del control que ha ejercido el biografiado, A Complete Unknown no es precisamente una hagiografía. A ratos el personaje es antipático, poco de fiar, sus relaciones con las mujeres no son modélicas, es un tanto mentiroso (o fabulador de sí mismo) y su egoísmo es omnipresente. Pero lo que redime a este Dylan es su obsesión por hacer lo que cree correcto en cada momento. Y lo que le interesa por encima de todo es su honestidad artística, crear y huir del estancamiento como de la peste. Uno de los mejores momentos del film es la escena de la transmisión televisiva donde Dylan se presenta de improviso y toca con el bluesman Jesse Moffette en compañía del presentador/director del programa, Pete Seeger: el episodio es inventado, Jesse nunca existió (el actor que le encarna es el hijo de Muddy Waters), pero el momento funciona maravillosamente: lo que le interesa al personaje es tocar. Y sus relaciones con el mundo y sus gentes se basan primordialmente en la música. 

Los expertos y fanáticos dylanianos han detectado, con cierto desagrado, las numerosas inexactitudes y falsedades que salpican la narración. Habría que decir que toda biografía posee buena parte de ficción y que uno, dos o cien detalles inventados no desvirtúan ni la calidad ni la verdad del relato: así, que el film comience y termine con las rituales visitas a Woody Guthrie (dos excelentes escenas) hace justicia al joven Dylan, quien pretendía ser en aquella época “más grande que Woody Guthrie”.

Donde quizá Cocks y Mangold han exagerado un poco es en la histeria y rechazo que provoca el que Dylan se “electrificara”: parece como si su aparición en el festival folk de Newport hubiera sido algo casi apocalíptico; y que Alan Lomax se nos muestre como un enfervorecido purista —para el espectador no avisado, un retrógrado y reaccionario en cuanto a su visión de la música—, al que casi le da un síncope cuando Bob agarra su Fender Stratocaster, es bastante injusto, dada la labor titánica que realizó durante años el musicólogo trotamundos. Sin embargo, astutamente, los guionistas ya dan pistas de que Dylan tenía una visión más amplia que los puristas: en su primera conversación con Pete Seeger, le cuenta cuánto admira a Hank Williams y suelta eso tan bello de que “Claro que si hablamos de Rock, hay que hablar de Buddy Holly”.


A Complete Unknown tiene estupendas interpretaciones por parte de todo el reparto. Y si es cierto que los actores han interpretado las numerosas canciones que aparecen en la película, hay que admitir que lo han hecho de forma sobresaliente. Y no sólo destaca la soberbia creación que hace Timothée Chalamet: con gran placer se puede admirar que por fin a Edward Norton le han proporcionado un papel decente después de tantas interpretaciones en películas mediocres. Es de agradecer que Mangold haya sabido siempre extraer lo mejor de sus actores a lo largo de su carrera: Liv Tyler en Heavy, Winona Ryder y Angelina Jolie en Inocencia interrumpida, Russell Crowe y Christian Bale en 3:10 to Yuma o el notable esfuerzo que realizaba Sylvester Stallone frente a Keitel, De Niro y Liotta en Copland. Y si bien el director ha rodado unas cuantas mediocridades (Noche y día, Lobezno inmortal, Indiana Jones y el dial del destino) posiblemente una de las enseñanzas que obtuvo de su mentor Alexander Mackendrick fue que, para seguir rodando en Hollywood, hay que aceptar determinadas servidumbres. O bien, hacer “una para ellos, otra para mí”.

Según la psicología de hoy, los judíos askenazíes poseen el mayor número de individuos que tienen Síndrome de Asperger (inteligencia superior, facilidad para un uso preciso y creativo del lenguaje, dificultad en las relaciones interpersonales y en la expresión de las emociones). Lo cierto es que no nos creemos tamaña generalización, aunque Dylan podría ser un Asperger de manual. Tampoco nos creemos las verdades del manual. Y es que, dado que hoy casi todo el mundo tiene un terapeuta de cabecera, no es extraño que la gente te hable en el idioma “psicólogo”en cuanto te descuidas y les das pie: Padezco déficit de afectividad, He de superar mi ceguera emocional, Los obstáculos no bloquean tu camino: ellos son tu camino, Hay que descontaminar los estados del Yo, Soy consciente de mis propios filtros... Y así se evidencia cómo los psicólogos han conquistado el mundo (el mundo opulento y el de los medios de comunicación). El caso es que Dylan se empeñó en hacer de sí mismo un enigma: ¿acaso importa?


 




 


martes, 11 de febrero de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "CÓNCLAVE" (Edward Berger, 2024)

 

por el señor Snoid

Publicamos el día de Nuestra Señora de Lourdes una breve reseña de Cónclave, con la esperanza de que Bernardette Soubirois (Jennifer Jones) nos proporcione el hálito espiritual y la necesaria inspiración para la tarea ya que, ¡cómo ha maltratado el cine al Papado! Las películas con o sobre Papas podrían dividirse en dos grandes subgrupos: a) producciones de un aburrimiento tal que equivaldrían a rezar veintisiete rosarios seguidos, y b) hilarantes artefactos a mayor gloria de la iglesia romana. Piensen ustedes en films como Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968), donde Anthony Quinn encarnaba a un Papa de origen ucraniano que mediaba en un conflicto entre los EEUU y China por un quítame allá esos aranceles que casi desembocaba en Holocausto nuclear (visión premonitoria del autor del best-seller original, Morris West, quizá iluminado por la Divina Providencia). Y eso que Quinn se mostraba bastante contenido —la humildad y a la vez solemnidad del cargo, sin duda— pues tanto si interpretaba a un pirata colombiano, al jefe lakota Caballo Loco, a un esquimal, al hermano de Emiliano Zapata, a Gauguin o a un griego hedonista, el hombre siempre ofrecía idéntica y exuberante interpretación. O la divertidísima El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1969), donde un muy viril y heterosexual Miguel Ángel (Charlton Heston, quien daba la impresión de pintar la Capilla Sixtina con los mismos harapos que llevaba en El planeta de los simios) se enfrentaba continuamente con su jefe, el muy zumbón Julio II (Rex Harrison: actor al que admiramos por su presencia en El fantasma y la señora Muir y por ser el único que salió indemne de una sucesión alucinante de desastres: Cleopatra, El extravagante Doctor Doolittle, Mujeres en Venecia, El Rolls-Royce amarillo... Rex siempre caía de pie). O El Padrino III, cuando el futuro Juan Pablo I (Raf Vallone) aconseja a Michael Corleone y le cuenta la parábola de la piedra en el agua y cómo, de igual manera, la humanidad ha resultado impermeable a las enseñanzas de Cristo. Y anima a Michael a confesarse. Y a cada monstruoso pecadillo de Michael le acompañaba de fondo el tañido de una campana. De vergüenza ajena, en efecto.

 

Y piensen que oportunidades ha habido para realizar entretenidos biopics sobre algún Papa más o menos bizarro o más o menos próximo al Anticristo. Así, la biografía televisiva sobre Juan Pablo II (a quien quería todo el mundo) tuvo una encarnación juvenil en Cary Elwes y más madura en Jon Voight, pero desaprovechaba por completo todos los saraos diplomáticos y la alta política (¿o Realpolitik?) que hicieron de JP II, Reagan y Thatcher las cabezas visibles del desmantelamiento del comunismo en Europa. Por no hablar del intento de asesinato perpetrado por un tal Alí Acga, con la “conexión búlgara” de por medio; es decir, que el tontaina de Alí fue reclutado por el KGB, aunque en los últimos tiempos ha llegado a declarar que actuó según las órdenes de Irán. Próximamente los instigadores serán los chinos o quizá de nuevo el KGB, remozado en la figura de Putin.

Las dos películas sobre la Papisa Juana pertenecen al apartado a) y quizá salvaríamos de la quema Amén (Costa Gavras, 2001), película que cuenta la indiferencia vaticana respecto al exterminio judío antes y durante la II Guerra Mundial. Por cierto que el director Josef von Sternberg tuvo un recuerdo en sus memorias sobre el Papa de aquel entonces, Pío XII. Antes de convertirse en Sumo Pontífice, Pacelli (nombre artístico del futuro Papa) fue Nuncio en Alemania y después firmó el Reichskonkordat entre Alemania y El Vaticano. Cuando le preguntaron, después de la guerra, si no había sido un tanto “indulgente” con los nazis, el Santo Padre replicó: “Entonces yo no era infalible”. Pero sí cachazudo y reaccionario: no en vano provenía de lo que en Italia denominaban nobleza negra...

Arranca Cónclave con los modos y maneras de un film de suspense: avanza por las calles de Roma de noche, filmado de espaldas, el Cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) e incluso hay un plano de sus zapatos —pensamos de inmediato en Extraños en un tren y en que no tendríamos la suerte de ver algo similar a la película de Hitchcock. El Santo Padre está agonizando (un trasunto del actual, pues habita en la residencia de Santa Marta y no en sus lujosas estancias vaticanas) y al pobre Lawrence le toca ordenar el sellado de la habitación papal y la engorrosa dirección del cónclave del que va a salir el titular de la cátedra de San Pedro. Y a continuación, lo que esperábamos: una serie de intrigas palaciegas similares a las de la elección de delegado de curso en 2º de bachillerato. Dos facciones bien definidas: la ultramontana representada por el Cardenal Tedesco (Sergio Castellitto) y la más “liberal”, encarnada en Bellini (Stanley Tucci), más las sorpresivas apariciones de dos candidatos que compiten en reaccionarismo: un Cardenal africano (Nakitanda: Joseph Mydell) y otro norteamericano, Tremblay (John Lightgow). Cansinamente nos vamos despidiendo del Cardenal negro —por las maquinaciones de una monja entrometida que desvela que ese príncipe de la iglesia dejó preñada a otra sor de su diócesis— y se descubre que Lightgow ha hecho algo malo, muy malo, en su pasado. Pensábamos que, como mínimo, el Cardenal gringo les habría mostrado los misterios del organismo a todos sus monaguillos y catecúmenos desde que le invistieron con las sagradas órdenes, pero no hubo tal: sólo un banal chanchullo de sobornos. Y a partir de aquí, el truco final o el prestigio —que en el relato se huele a varias sarapangas de distancia— que nos hizo pensar que tal vez la película esté financiada por el sector más “progresista” del Vaticano.

El director Edward Berger hace bien poco por evitar que Cónclave entre con toda pompa y esplendor en la categoría a) de films sobre Papas. Utiliza una iluminación muy sombría —sin duda, bastante cercana a la realidad de estas elecciones con sufragio restringido—, nos regala una apabullante cantidad de primeros planos y se deleita en la exactitud de la recreación de los rituales —la urna de los votos, el anillo del Papa y todo tipo de fruslerías—. Todo ello ahogado por una música omnipresente que parece compuesta por un Bernard Herrmann con delirium tremens. Hay un momento interesante: un plano cenital de los cardenales bajo la lluvia en la plaza de San Pedro, todos paraguas en mano (ahí recordamos Enviado especial: Foreign Correspondent, 1942: por alguna razón pensamos mucho en Hitchcock, con nostalgia, durante parte del metraje. Quizá porque Sir Alfred —o Buñuel, o Ferreri— hubieran añadido unas cuantas dosis de humor e ironía a una película que se toma demasiado en serio a sí misma).

Hay que destacar, sin embargo, esa seriedad con que se toman su labor Fiennes, Tucci y Lightgow. De acuerdo: todos son buenos actores; pero que ninguno muestre desazón ni disgusto por el horrible guión que han de interpretar nos sorprendió gratamente. Tucci siempre ha sido un secundario robaescenas y los mayores éxitos de Lightgow los ha tenido como comediante. A Fiennes le da igual lo que le echen, porque siempre lo hará bien aunque la película sea inmunda (Los Vengadores), trivial (Kingsman: la primera misión), pretenciosa (El jardinero fiel), ganadora de Óscars (La lista de Schindler, El paciente inglés) o incluso buena (Días extraños).

Quizá el problema de estas películas venga de lejos. Hace tiempo que la iglesia romana dejó de ser mecenas de las artes, y cuando en la actualidad sueltan la pasta tienen ocurrencias tales como encargar al célebre pintamonas y líder catecumenal Kiko Argüello las vidrieras de la abominable Catedral de la Almudena —aunque la capilla del Santísimo ejecutada por Miquel Barceló en la Catedral de Palma no está nada mal. Pero es que antes no descuidaban ni la música ni los espectáculos populares. Piensen en la ópera que compuso el cura Antonio Vivaldi sobre Hernán Cortés y La Malinche: es como un guión para una película de los hermanos Marx; o los Autos Sacramentales que se representaban el día del Corpus. Leídos son un ladrillo teológico, pero sin duda su puesta en escena debía de ser sumamente espectacular. En fin, que si el Vaticano fundara una productora que hiciera films como La sustancia o Emilia Pérez, películas audaces, sesudas a la par que entretenidas y que abordan temas candentes del mundo de hoy, no dudamos que volverían tiempos de esplendor para la iglesia católica y los fieles abarrotarían los cines y reventarían los índices de visionados en las plataformas televisivas... ¡O que la Santa Sede envíe un representante al Festival de Eurovisión!



 


 

martes, 22 de octubre de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "LA SUSTANCIA" (The Substance, Coralie Fargeat, 2024)

 


 por el señor Snoid

No nos extraña demasiado que el libreto de La sustancia ganara el premio al mejor guión en el último Festival de Cannes. Ni que la publicidad y la crítica (a veces es difícil distinguir la una de la otra) lo hayan alabado con desmedido frenesí, pues el relato es un híbrido —y el film se convierte en el tramo final en otro híbrido— de El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde y de La trágica historia del Doctor Fausto (versión de Christopher Marlowe: en la Inglaterra isabelina apreciaban mucho el gore; piensen en el Titus Andronicus de Shakespeare o en The Spanish Tragedy de Thomas Kidd).

La sustancia representa la culminación y asentamiento de un nuevo género cinematográfico que tuvo con Barbie: The Movie su muestra más blandengue y tontorrona y que en la película de Coralie Fargeat adopta su versión más (aparentemente) cruda, sangrienta y provocadora. Tal género podría denominarse femiexploitation (un apaño o acuñación de feminist más exploitation). Digamos que la película podría hacer reflexionar al espectador sobre la presión que sufre la mujer a la hora de aparentar juventud y belleza y la maldición que implica el envejecimiento. Un propósito muy loable (sin ironías) que queda desvirtuado en La sustancia por el tratamiento de la historia y sus personajes y por las decisiones estéticas de la puesta en escena de su directora. Veamos.

Elizabeth (Demi Moore) es una antigua estrella de cine que presenta un programa matutino de aerobic (hoy se diría fitness), como aquellos tipo En forma con Jane Fonda o el célebre de Eva Nasarre, que tantos ardores provocaba a los españoles más rijosos. El día que cumple 50 tacos, el director de la cadena (grotesco Dennis Quaid) le comunica su despido. Elizabeth ya está hecha un vejestorio, según los directivos de la compañía (que, por supuesto, sí que son unos auténticos vejestorios). La depresión que experimenta la protagonista se ve aliviada por obra y gracia de un pacto con el diablo (lacónico esta vez y nada locuaz como el viejo Mefistófeles), quien le ofrece una suerte de eterna juventud en forma de la joven y bella Sue (Margaret Qualley). Sin embargo, como en todo pacto con el diablo, el resultado será trágico y aquí no hay Margarita ni Margarito que salve a la protagonista.

El problema es que La sustancia es un film efectista en extremo, algo que hace añicos sus (presuntas) buenas intenciones. Fargeat usa tanto primerísimo primer plano (las arrugas de Moore en torno a los ojos, en la comisura de los labios, en todo su rostro) y los planos de detalle son tan abundantes (inyecciones, órganos que entran y salen, la boca de Quaid devorando gambas como un puerco) que el truco cansa enseguida. Otra cuestión es que se nos presente a Elizabeth como una auténtica descerebrada —alguien que tiene en el saloncito de 20 metros cuadrados de su hogar un póster de sí misma en todo su esplendor no sólo ha de ser un poco vanidosa, sino directamente gilipollas— , aunque justo es reconocer que los primeros compases del cuento se ven con interés. Su otro yo joven, Sue, por desdicha es aún más idiota que Elizabeth (debido a su juventud desenfrenada, imaginamos), aunque no hay que desdeñar su habilidad respecto a la albañilería y los alicatados: la puerta del cuarto oculto en el baño le queda niquelada. Por otro lado, todo hombre que aparece en la película es más o menos impresentable: Dennis Quaid más parece una versión hetero de Liberace que un director hijo de puta de canal de TV; el vecino de al lado es un imbécil que, como todo hombre, piensa con la polla; los responsables de casting del programa televisivo son unos babosos y el antiguo admirador de Elizabeth del instituto es un pobrecillo (pero que siente una nostalgia infinita por el deseo que le provocaba la protagonista cuando ambos eran jóvenes).

Una ironía, quizá involuntaria, es que las dos actrices se han sometido en la realidad a procesos de rejuvenecimiento y recauchutado (esto daría para un estudio ridículo de intertextualidad), pues resulta evidente que Moore está multioperada —admitimos que luce espléndida, algo que desdice un tanto la premisa de que es una mujer envejecida que ha perdido su atractivo, pilar dramático del relato— y las tetas de Margaret no son las auténticas tetas de Margaret: al parecer, sus pechos no eran lo bastante espectaculares y se le hizo poner unas prótesis que resaltaran la perfección de su cuerpo. De la crítica a la explotación del cuerpo de la mujer pasamos velozmente a la explotación sin ambages.

Otra cuestión son las numerosas referencias cinéfilas: de Cronenberg a Carrie. Claro que si los efectos especiales de, pongamos, Cromosoma 3 (The Brood, 1979) tuvieran la calidad de un film de 2024 su asquerosidad dejaría a La sustancia como un film Disney (o, mejor, Dreamworks). Y hemos de admitir que cuando sonaron los compases de la banda sonora de Vertigo no pudimos evitar la carcajada (en efecto: un film en el que un hombre trata de modelar a una mujer según su capricho y deseo; la cuestión es, ¿representa el chiflado de Scotty de Vertigo a todos los hombres? Quizá a un obseso sexual como Sir Alfred Hitchcock sí, pero, ¿todos son así?). Confesamos que no sabemos a qué venía la inclusión del Así habló Zaratustra de Richard Strauss (¿un nuevo paso en la evolución de... la mujer? Demasiado ridículo incluso para La sustancia; aunque como burla/parodia al 2001 de Kubrick podría tener su gracia).

Por supuesto, no todo es negativo: hay muy buenas ideas de puesta en escena (la estrella en el Paseo de la Fama que aparece al principio y en el cierre de la película), secuencias donde el efectismo está justificado y el resultado es vibrante (el accidente de coche: de nuevo Cronenberg: Crash) y detalles de guión que son excelentes (por ejemplo, cada vez que acudimos a la aséptica estancia que alberga las consignas de la sustancia se advierte que hay menos depósitos o armaritos).

Y por último, un detalle que nos causó perverso regocijo: hacía tiempo que no veíamos a la peña salir con rictus de “¡Qué asco!” de la sala en mitad de la proyección (Qué difícil es ser un dios o La Mort de Louis XIV no cuentan: la gente huía por hartazgo: allá ellos). Quizá desde el Querelle (1982) de Fassbinder. Aunque en aquella época nos dio la impresión de que no era por momentos como el de Brad Davis siendo enculado por un robusto negrazo, sino por oír a Jeanne Moreau decir cosas como “Últimamente, he estado pensando mucho en tu polla”. Así que, por lo menos, La sustancia causa desasosiego, aunque sea a costa de hacer trampa continuamente. Se diría que el público de hoy no ha visto La matanza de Texas ni Un perro andaluz...