sábado, 1 de noviembre de 2025

MUJERES, CURRO Y FEMINISMO (VI): Murielle Joudet, "La segunda mujer" (Athenaica, Sevilla, 2024)


 por el señor Snoid

Un interesante libro que aborda cómo las actrices han de reinventarse (de mil maneras) para sobrevivir en la pantalla; aunque el aspecto más interesante del texto de Murielle Joudet es la descripción del muy arraigado fenómeno de la adoración de la belleza y la juventud por parte de los espectadores —no importa su género o identidad sexual— pese a que, en ocasiones, las ramas no dejen ver el bosque: es decir, Joudet nos da ejemplos de mujeres que han sabido salir indemnes del inevitable paso del tiempo: algunas abandonan prematuramente su carrera (Bardot) y no porque su estrella declinara; otras son camaleónicas (Streep), alguna se aferra su belleza a toda costa (Kidman) y siempre estarán las que en todo momento fueron mujeres maduras (Ritter) o hicieron del escándalo un arte a la manera del príncipe Hal (Mae West). Lástima que no se nos hable de las que se estrellaron una vez que la edad —“el tiempo debe detenerse”, le decía el moribundo Hotspur al mencionado príncipe Hal— empezó a reclamar la factura.

“Quería observar, como cinéfila, la industria cinematográfica como siempre se me ha aparecido: una máquina que tritura la realidad del cuerpo de las mujeres al mismo tiempo que el lugar de una posible y milagrosa reinvención de sí mismas. Dejar a un lado uno de los términos del dilema, rechazar la dialéctica, suponía negarles a las mujeres que integran este sistema una parte de su libre albedrío de su trabajo, de su deseo de ser actrices, de su lucha y de su propio genio”, escribe Joudet a modo de justificación y guía de lo que es este volumen. Y para ello utiliza un escogido ramillete de actrices de ayer y de hoy, anglosajonas y europeas (francesas: bien podría haber incluido a una Maria Félix, a Sophia Loren o a una Marlene Dietrich, todas ellas muy hábiles a la hora se sortear los males del envejecimiento).

“Llamo la segunda mujer a la inevitable ruptura de identidad que menciona Beauvoir en El segundo sexo: 'Mientras que el hombre envejece continuamente, la mujer es despojada de forma violenta de su feminidad; cuando aún es joven, pierde el atractivo erótico (…) de donde extraía, a ojos de la sociedad y de los suyos propios, la justificación de su existencia'”.

Nicole enmascarada



“Un día, Nicole Kidman fue perfecta”. Nosotros creemos, como Billy Wilder que “nadie es perfecto”. Sin embargo, la primera vez que vimos a Kidman en el cine fue en una producción australiana, Calma total (1989), que sirvió para que la jovencísima Nicole diera el salto a Hollywood y para que el director Philip Noyce realizara bodrios de la calaña de Juego de patriotas o Peligro inminente. Nicole era de jovencita una actriz muy competente (y lo sigue siendo), pelirroja y pecosa (ya no lo sigue siendo). Para Joudet el punto de inflexión en la carrera de Kidman es Eyes Wide Shut, film que marcará sus posteriores papeles (mujer que pierde: a su marido, a su familia, a sus hijos, las ganas de vivir...): “La película es una ensoñación sobre el cuerpo femenino, cuyas apariciones son numerosas y vertiginosas. Kubrick quiso que el cuerpo de cada actriz desnuda recordase al de su estrella, aquella primera visión obsesiva que la película intenta multiplicar hasta el infinito. También se trataba de una ensoñación sobre la diferencia entre los sexos sobre un hombre que está siempre a punto de realizar sus fantasías sexuales y sobre una esposa que, desde su cama, en la cámara oculta de su cerebro, hace exactamente lo mismo”. Más que de “ensoñación” habría que hablar de “fantasía masculina masturbatoria”: la que exhibe Cruise en el film y Kubrick alienta con ganas. Cruise, cornudo y furioso, un Otelo neoyorquino bajito y de baratillo, enloquece de celos porque Kidman le confiesa una mera fantasía sexual con otro hombre y emprende, sin la intervención de Yago (aunque Sidney Pollack habría sido un Yago interesante) una aventura sexual que le resarza, bordeando, pero nunca alcanzando, un peligro real (Kubrick huía del melodrama como de la peste). Pero es Kidman el centro de película, pese al mayor tiempo en pantalla de su entonces marido.


 

Joudet se regodea en la transformación física de la actriz. Y cita una muy bizarra página web de un clínica de cirugía estética tunecina: “Para rejuvenecer todo el cuerpo, Nicole recurre a las últimas técnicas que usan células madre y a la terapia PRP (plasma rico en plaquetas). Las sesiones de blanqueamiento de piel junto con el retinol y la vitamina C contribuyen a conseguir una piel de porcelana”.

No lo dudamos. Y es que las ciencias avanzan que es una barbaridad. Pero en épocas pretéritas (por no hablar de hoy) también los hombres se sometían a procesos de rejuvenecimiento, enmascaramiento y uso masivo de prótesis. Piensen en algunos de sus actores clásicos predilectos: John Wayne, James Stewart, Sean Connery, Richard Widmark, Spencer Tracy, Cary Grant, Sinatra (Broderick Crawford se comió su peluquín cuando rodaron No serás un extraño): todos calvos y todos con peluquín desde su juventud. Y es que para Hollywood el calvo de hoy ha de ser calvo-calvo (Jason Staham, Vin Diesel) pero ayer o antes de ayer el calvo era el secundario irrelevante o el malvado. Y en cuanto a la cirugía, sólo piensen en que Roger Moore tenía la edad de Matusalén cuando interpretó por última vez a Bond, James Bond (Panorama para matar), y estaba más que operado (y además, portaba el clásico bisoñé). Incluso nuestro idolatrado Robert Mitchum se estiró la cara al cumplir 70 años: “Ahora sólo hago papeles de tipos de cincuenta-sesenta” les espetaba a los productores. En fin: la lista podría ampliarse ad nauseam... Recuerden el momento “tableta de chocolate” de Érase una vez... en Hollywood: cuando se presentó el film en Cannes y Brad Pitt se quita la camiseta dispuesto a arreglar la antena de TV, el público soltó una salva de aplausos y chillidos de admiración. Pero, ¿es que acaso ustedes creen que Cruise, Pitt o Di Caprio han bebido de la fuente de la eterna juventud?

Mae West contra la Gran Represión

Les confesamos que cuando éramos jóvenes no entendíamos la fama de Mae. Ni nosotros ni ningún aficionado al cine que conociéramos. Aquella señora entrada en años y en carnes que soltaba chistes verdes no nos hacía ninguna gracia. Empezamos a comprender a Mae por culpa de Guillermo Cabrera Infante, quien escribió el obituario de rigor (mortis) cuando la estrella falleció. Más que una esquela, el escritor hizo un ensayo memorable en el que alternaba un relato de su encuentro con Mae (zalamero Guillermo: “He venido desde Cuba vía Madrid, vía París, vía Londres solamente para conocerla”. West: “Es un desvío bien grande sólo para conocerme, ¿no le parece?”) con un repaso ágil y penetrante de su trayectoria en Hollywood.

Reconozcamos que las películas de Mae eran un tanto toscas, lentas y a ratos aburridas (a pesar de que duraban unos modestos 70 minutos). Pero lo que hizo Mae en el cine norteamericano representaba una pequeña revolución: hablaba de sexo sin tapujos, conquistaba a hombres más jóvenes y bellos que ella y ofrecía sabios consejos al sexo dominado. Escribe Joudet: “Mae West recurre a su experiencia, instando a las mujeres —con su sola presencia— a que adopten una actitud guerrera ante la vida, a que se despojen de la carga del romanticismo para tomar plena conciencia de la violencia que rige las relaciones entre los sexos y que se intenta disimular: es una guerra a la que hay que plantar cara”. Y prosigue la autora: “En los años 30 las películas de Mae West son manuales de supervivencia para jóvenes estadounidenses. ¿Y qué les dice su hermana mayor? En un mundo regido por los hombres, las mujeres pueden triunfar utilizando con habilidad la única arma a su disposición: su poder sexual. Enamorarse es enternecerse, bajar la guardia delante del enemigo”.


Entre sus espectáculos neoyorquinos y sus funciones en Las Vegas, Mae se convierte en una de las mayores estrellas de los años treinta. No sólo controlará a los hombres que seduce en sus films, sino a los hombres que dirigen la maquinaria de la Paramount: escribe o corrige los guiones, escoge (o impone) a sus directores y partenaires (Cary Grant estaba más aterrado de trabajar con ella que con Von Sternberg), que van desde el joven sofisticado (el propio Grant) al bruto sin remedio (Victor MacLaglen). Y cuando el Código de Producción empieza a hacerse asfixiante, Mae, que no soporta intromisiones ni censuras, dirá adiós muy buenas y volverá a los escenarios —donde protagoniza musicales mucho más escandalosos y atrevidos que sus películas. Adorada por las mujeres (un ejemplo a seguir) y por los hombres (el masoquista que todos llevamos dentro), en su época de esplendor Mae sólo tiene una rival, no de su talla pero sí de su atractivo, digamos, peculiar: la actriz infantil Shirley Temple. Entre la mujer madura y la niña hay un espacio considerable, pero para Hollywood no había imposibles. En War Babies (1932) Temple, con ¡cuatro añitos!, interpreta a una cabaretera cuartelaria que les espeta a los soldadotes “I'm Expensive!”. Y según su biógrafo, “el mayor honor que el estudio podía conceder a dignatarios de visita era tener a Shirley sentada en sus rodillas. Shirley se sienta en centenares de ellas y se convierte en una experta”. ¿Experta en qué? ¿En la seducción de ancianos rijosos? Ya ven ustedes: de estar en brazos de la mujer madura (Mae) a hacer de escabel de una niña (Shirley). Pedofilia sin disfraces. Al lado de esto, el volumen de Kenneth Anger, Hollywood Babilonia, es casi un devocionario...

Thelma Ritter siempre daba buenos consejos

En la pantalla, Thelma Ritter siempre fue una mujer mayor. Y representante de la clase trabajadora (chacha, cocinera, enfermera) o de la marginal (soplona profesional en Pick Up on South Street). Pero su edad no impedía a Ritter hacerse con las riendas. Es la mujer sabia, experimentada, que da siempre los consejos y advertencias adecuados. En La ventana indiscreta, no es Grace Kelly ni el amigo polizonte de James Stewart quien cuenta las verdades del barquero: es Ritter quien le reprocha a Stewart que es un inmoral voyeur —a pesar de tener menos tiempo en el film que Kelly— mientras le cuida y masajea. Reproches y mimos van de la mano. Si Ritter reprocha a Stewart su conducta ello no le impide realizar sus tareas con eficacia, ni convencerle para que siente la cabeza y se case con Kelly. Y esto le da cierta superioridad sobre el resto de personajes, pese a que tengan mayor protagonismo que ella. Además “Ritter suele hablar de su cuerpo: le duelen los pies, la espalda, tiene migrañas; siempre lo dice quejándose, lo que contrasta con la salud esplendorosa y silenciosa de los actores. Muestra en un rincón de la pantalla esa cosa casi impensable y tan poco tratada por la ficción clásica: el cansancio, el cuerpo y sus límites”. Esto se hace evidente, de manera harto dolorosa, en el film de Fuller antes citado: Moe, la vendedora de corbatas y confidente de la poli, tiene la obsesión de ahorrar para costearse un entierro digno. Pero su función en el film no es sólo delatar a Widmark al poco de empezar el relato: Ritter es el nexo que une (sentimentalmente) a Jean Peters y al carterista y quien le afea a Widmark que haga tratos con los espías comunistas, además de poner firmes a los policías y agentes de FBI. Cuando Moe se rinde finalmente no es por puro cansancio y hartazgo sino porque era irrelevante identificar a Widmark ante la policía, pero no lo sería traicionarle para que le asesinaran:

 

Y Fuller escribe y dirige un auténtico homenaje a Ritter. Una escena con cierta solemnidad y tristeza que contrasta con el ritmo vertiginoso del resto del film: “En esta procesión de vivos que bajan el ritmo porque están de luto por la vendedora de corbatas, Fuller es el único que ha mirado de frente lo que sigue a la vejez y al desgaste de un papel secundario: no una desaparición brutal e injustificada, sino una ralentización del conjunto, un homenaje de los protagonistas a la persona que los ha apoyado tanto tiempo”.

 


Meryl Streep: más perfecta que Bo Derek

Mucho nos tememos que Meryl no es santa de la devoción de la autora: “Actriz técnica por excelencia, se impuso como la especialista inigualable en imitaciones de acentos (del Medio Oeste, italiano, proletario, aristócrata, irlandés, inglés; se cuentan al menos trece) y no duda en aprender un idioma si lo requiere la película” , o bien “Aunque interprete con gusto a ancianas, paradójicamente impacta que Meryl Streep no haya envejecido mucho, no lo suficiente. Todo hace de pantalla entre ella y el paso del tiempo: la hazaña, el maquillaje los acentos, las prótesis. Si envejecer desenmascara, Meryl Streep se enmascara siempre más”.

Quizá. Lo cierto es que Streep pasó con suma habilidad de interpretar papeles de tía más o menos antipática (preferiblemente bastante antipática) en Manhattan, El cazador y en aquel exitoso telefilm galardonado con Óscars titulado Kramer contra Kramer a ser la actriz perfecta capaz de hincarle el diente a cualquier papel. De hecho Streep ha cimentado su carrera gracias a películas sensibleras, con guiones dignos de novela de Danielle Steel (aquella inspiración para Ana Rosa Quintana), como Memorias de África (la escena cumbre que todo el mundo recuerda es el momento en que Redford le lava el pelo) y años después repetirá la jugada con Los puentes de Madison (Eastwood no le lava el pelo: un hombre ha de ser consciente de sus limitaciones). Pero aunque estas películas sean lamentables, hay que admitir que Streep lo borda —aunque en lo relativo a los “acentos”, en Memorias de África ella entona, tanto en VO como en la versión doblada, un ridículo acento nórdico que rivaliza con el auténtico acento austriaco de Klaus Maria Brandauer. Por fortuna Redford no se empeña en imitar un acento inglés: Ni falta que hacía: la estrella era él. Y años más tarde Streep vuelve por sus fueros con Mamma mia!. Más afortunada, en su nómina de papeles románticos, es La mujer del teniente francés.

En cuanto a la perfección técnica de la actriz, habría que matizar. Es posible que alguno recuerde el remake que hizo Jonathan Demme de El mensajero del miedo/The Manchurian Candidate. Cierto que el film es muy flojo respecto al original de Frankenheimer y Axelrod, pero la interpretación de Angela Lansbury en la película de 1962 como madre manipuladora, castradora e incestuosa deja a Streep en pañales (en verdad el guión es muy inferior y su hijo no es el robotizado Laurence Harvey sino el hosco Liev Schreider con su perenne rictus de mala hostia). Y otro detalle llamativo es que rara vez Streep repite con el mismo director —la excepción es Mike Nichols, pero es bien sabido que el director de El graduado era un amor con sus intérpretes.

BB: ser una estrella resulta aburrido

El caso de Brigitte Bardot es singular: una estrella que no quiere serlo (y se convierte en una superestrella), una actriz que sólo aparece en una película buena (Le Mèpris de Godard) y otra medio buena (La vérité de Clouzot): el resto son films más o menos infames o grotescos (nuestro predilecto es Shalako, un western rodado en Almería que la une con otro sex-symbol del momento, Sean Connery y su peluquín), Bardot alcanza el estrellato con Vadim (Y Dios creó a la mujer) y decide terminar su breve pero exitosa carrera con otra estupidez del mismo director (y ex-marido), Si Don Juan fuera mujer. Pero hay que admitir que su presencia le permitía rodar basura tras basura sin que su popularidad menguara. Y es que la muchacha tenía un atractivo que iba mucho más allá de lo físico:

 

Y escribe Joudet: “El desprecio esconde otro documento sobre una actriz que, después de que a menudo la hayan observado, espiado y modelado, mira al fin a su hombre (y, a través de él, a todos los hombres, a todas las miradas y al propio cine) para darse cuenta de que ya no le interesa”. Es posible. Aunque también puede verse el film como un documento distinto: el de la ruptura de Bardot/Karina (Godard hace que en la película BB adopte varios manierismos típicos de su entonces estrella femenina) y Piccoli/Godard.

Antes y después de su retiro del cine, Bardot no sólo es idolatrada, sino ridiculizada. La chica es una pionera: de la liberación sexual de la mujer, de la defensa de los animales cuando el asunto no le interesaba a casi nadie y de lo políticamente incorrecto (se burla del Me Too, vota a Le Pen père y a Le Pen fille), pero acierta Joudet cuando llega a la conclusión de que “Bardot no es tan homófoba, misógina es islamófoba como pura y simplemente misántropa; el reverso necesario de su amor desmedido por los animales”.

Nos dejamos en el tintero figuras como Bette Davis, Frances McDormand o Isabelle Huppert. Pero basta con estos someros apuntes. Un libro muy estimulante con el que a veces estás de acuerdo, en otras pensamos que su autora hace análisis de figuras y filmes de una forma excesivamente totalizadora (y errónea), pero que es todo un hallazgo y una interesante fórmula de realizar análisis fílmicos.



Murielle Joudet, La segunda mujer. Lo que hacen las actrices cuando envejecen, trad. de Marta Sánchez Hidalgo, Athenaica, Sevilla, 2024.