por el señor Snoid
Publicamos el día de Nuestra Señora de Lourdes una breve reseña de Cónclave, con la esperanza de que Bernardette Soubirois (Jennifer Jones) nos proporcione el hálito espiritual y la necesaria inspiración para la tarea ya que, ¡cómo ha maltratado el cine al Papado! Las películas con o sobre Papas podrían dividirse en dos grandes subgrupos: a) producciones de un aburrimiento tal que equivaldrían a rezar veintisiete rosarios seguidos, y b) hilarantes artefactos a mayor gloria de la iglesia romana. Piensen ustedes en films como Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968), donde Anthony Quinn encarnaba a un Papa de origen ucraniano que mediaba en un conflicto entre los EEUU y China por un quítame allá esos aranceles que casi desembocaba en Holocausto nuclear (visión premonitoria del autor del best-seller original, Morris West, quizá iluminado por la Divina Providencia). Y eso que Quinn se mostraba bastante contenido —la humildad y a la vez solemnidad del cargo, sin duda— pues tanto si interpretaba a un pirata colombiano, al jefe lakota Caballo Loco, a un esquimal, al hermano de Emiliano Zapata, a Gauguin o a un griego hedonista, el hombre siempre ofrecía idéntica y exuberante interpretación. O la divertidísima El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1969), donde un muy viril y heterosexual Miguel Ángel (Charlton Heston, quien daba la impresión de pintar la Capilla Sixtina con los mismos harapos que llevaba en El planeta de los simios) se enfrentaba continuamente con su jefe, el muy zumbón Julio II (Rex Harrison: actor al que admiramos por su presencia en El fantasma y la señora Muir y por ser el único que salió indemne de una sucesión alucinante de desastres: Cleopatra, El extravagante Doctor Doolittle, Mujeres en Venecia, El Rolls-Royce amarillo... Rex siempre caía de pie). O El Padrino III, cuando el futuro Juan Pablo I (Raf Vallone) aconseja a Michael Corleone y le cuenta la parábola de la piedra en el agua y cómo, de igual manera, la humanidad ha resultado impermeable a las enseñanzas de Cristo. Y anima a Michael a confesarse. Y a cada monstruoso pecadillo de Michael le acompañaba de fondo el tañido de una campana. De vergüenza ajena, en efecto.
Y piensen que oportunidades ha habido para realizar entretenidos biopics sobre algún Papa más o menos bizarro o más o menos próximo al Anticristo. Así, la biografía televisiva sobre Juan Pablo II (a quien quería todo el mundo) tuvo una encarnación juvenil en Cary Elwes y más madura en Jon Voight, pero desaprovechaba por completo todos los saraos diplomáticos y la alta política (¿o Realpolitik?) que hicieron de JP II, Reagan y Thatcher las cabezas visibles del desmantelamiento del comunismo en Europa. Por no hablar del intento de asesinato perpetrado por un tal Alí Acga, con la “conexión búlgara” de por medio; es decir, que el tontaina de Alí fue reclutado por el KGB, aunque en los últimos tiempos ha llegado a declarar que actuó según las órdenes de Irán. Próximamente los instigadores serán los chinos o quizá de nuevo el KGB, remozado en la figura de Putin.
Las dos películas sobre la Papisa Juana pertenecen al apartado a) y quizá salvaríamos de la quema Amén (Costa Gavras, 2001), película que cuenta la indiferencia vaticana respecto al exterminio judío antes y durante la II Guerra Mundial. Por cierto que el director Josef von Sternberg tuvo un recuerdo en sus memorias sobre el Papa de aquel entonces, Pío XII. Antes de convertirse en Sumo Pontífice, Pacelli (nombre artístico del futuro Papa) fue Nuncio en Alemania y después firmó el Reichskonkordat entre Alemania y El Vaticano. Cuando le preguntaron, después de la guerra, si no había sido un tanto “indulgente” con los nazis, el Santo Padre replicó: “Entonces yo no era infalible”. Pero sí cachazudo y reaccionario: no en vano provenía de lo que en Italia denominaban nobleza negra...
Arranca Cónclave con los modos y maneras de un film de suspense: avanza por las calles de Roma de noche, filmado de espaldas, el Cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) e incluso hay un plano de sus zapatos —pensamos de inmediato en Extraños en un tren y en que no tendríamos la suerte de ver algo similar a la película de Hitchcock. El Santo Padre está agonizando (un trasunto del actual, pues habita en la residencia de Santa Marta y no en sus lujosas estancias vaticanas) y al pobre Lawrence le toca ordenar el sellado de la habitación papal y la engorrosa dirección del cónclave del que va a salir el titular de la cátedra de San Pedro. Y a continuación, lo que esperábamos: una serie de intrigas palaciegas similares a las de la elección de delegado de curso en 2º de bachillerato. Dos facciones bien definidas: la ultramontana representada por el Cardenal Tedesco (Sergio Castellitto) y la más “liberal”, encarnada en Bellini (Stanley Tucci), más las sorpresivas apariciones de dos candidatos que compiten en reaccionarismo: un Cardenal africano (Nakitanda: Joseph Mydell) y otro norteamericano, Tremblay (John Lightgow). Cansinamente nos vamos despidiendo del Cardenal negro —por las maquinaciones de una monja entrometida que desvela que ese príncipe de la iglesia dejó preñada a otra sor de su diócesis— y se descubre que Lightgow ha hecho algo malo, muy malo, en su pasado. Pensábamos que, como mínimo, el Cardenal gringo les habría mostrado los misterios del organismo a todos sus monaguillos y catecúmenos desde que le invistieron con las sagradas órdenes, pero no hubo tal: sólo un banal chanchullo de sobornos. Y a partir de aquí, el truco final o el prestigio —que en el relato se huele a varias sarapangas de distancia— que nos hizo pensar que tal vez la película esté financiada por el sector más “progresista” del Vaticano.
El director Edward Berger hace bien poco por evitar que Cónclave entre con toda pompa y esplendor en la categoría a) de films sobre Papas. Utiliza una iluminación muy sombría —sin duda, bastante cercana a la realidad de estas elecciones con sufragio restringido—, nos regala una apabullante cantidad de primeros planos y se deleita en la exactitud de la recreación de los rituales —la urna de los votos, el anillo del Papa y todo tipo de fruslerías—. Todo ello ahogado por una música omnipresente que parece compuesta por un Bernard Herrmann con delirium tremens. Hay un momento interesante: un plano cenital de los cardenales bajo la lluvia en la plaza de San Pedro, todos paraguas en mano (ahí recordamos Enviado especial: Foreign Correspondent, 1942: por alguna razón pensamos mucho en Hitchcock, con nostalgia, durante parte del metraje. Quizá porque Sir Alfred —o Buñuel, o Ferreri— hubieran añadido unas cuantas dosis de humor e ironía a una película que se toma demasiado en serio a sí misma).
Hay que destacar, sin embargo, esa seriedad con que se toman su labor Fiennes, Tucci y Lightgow. De acuerdo: todos son buenos actores; pero que ninguno muestre desazón ni disgusto por el horrible guión que han de interpretar nos sorprendió gratamente. Tucci siempre ha sido un secundario robaescenas y los mayores éxitos de Lightgow los ha tenido como comediante. A Fiennes le da igual lo que le echen, porque siempre lo hará bien aunque la película sea inmunda (Los Vengadores), trivial (Kingsman: la primera misión), pretenciosa (El jardinero fiel), ganadora de Óscars (La lista de Schindler, El paciente inglés) o incluso buena (Días extraños).
Quizá el problema de
estas películas venga de lejos. Hace tiempo que la iglesia romana
dejó de ser mecenas de las artes, y cuando en la actualidad sueltan
la pasta tienen ocurrencias tales como encargar al célebre
pintamonas y líder catecumenal Kiko Argüello las vidrieras de la
abominable Catedral de la Almudena —aunque la capilla del Santísimo
ejecutada por Miquel Barceló en la Catedral de Palma no está nada
mal. Pero es que antes no descuidaban ni la música ni los
espectáculos populares. Piensen en la ópera que compuso el cura
Antonio Vivaldi sobre Hernán Cortés y La Malinche: es como un guión
para una película de los hermanos Marx; o los Autos Sacramentales
que se representaban el día del Corpus. Leídos son un ladrillo
teológico, pero sin duda su puesta en escena debía de ser sumamente
espectacular. En fin, que si el Vaticano fundara una productora que
hiciera films como La sustancia o Emilia Pérez,
películas audaces, sesudas a la par que entretenidas y que abordan
temas candentes del mundo de hoy, no dudamos que volverían tiempos
de esplendor para la iglesia católica y los fieles abarrotarían los
cines y reventarían los índices de visionados en las plataformas
televisivas... ¡O que la Santa Sede envíe un representante al Festival de Eurovisión!