sábado, 26 de abril de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "SINNERS" (Ryan Coogler, 2025)

 


 por el señor Snoid e hija

Sinners es una muy simpática amalgama de blues, folk (variante irlandesa), película de vampiros, film de negros oprimidos, film de negros orgullosos de ser negros (un neoexploitation, podríamos decir, aunque de gran presupuesto), racismo, blancos explotadores, guitarras maldecidas por el diablo, ley seca, el Deep South, un remake de Abierto hasta el amanecer (pero sin Clooney ni Tarantino, Bondye sea loado, y mucho mejor realizada) y una pléyade de cosas más. En efecto: tal combinación podría dar lugar a un disparate mayúsculo, pero lo cierto es que el film se deja ver con agrado, interés y es un auténtico festín para los amantes de la música. Y, además, lejos de las apariencias, cuenta con un guión brillante.

Veamos: dos hermanos, Smoke y Stack (Smokestack Lightning, de Howlin' Wolf) regresan a su hogar, un villorrio de Mississippi. Es 1932 y la comunidad negra está tan jodida como antes de la guerra de secesión, durante, después y en 2025. Allí descubren que su joven primo Sammie, hijo de un predicador, se ha convertido en un maravilloso intérprete de blues —en su día le regalaron una espléndida guitarra que le ganaron a Charley Patton jugando a las cartas. O eso dicen ellos. Como los hermanos se han pasado siete años trabajando en Chicago para la mafia, tienen pasta para dar y tomar y se proponen abrir un local donde se puedan apurar unos tragos y escuchar música decente. Además, los dos hermanos, que son unos tipos duros, poseen un arsenal similar al de Tommy Shelby y familia de Peaky Blinders (¿se conocerían en las trincheras de Francia? No lo descartamos). Así que le compran un aserradero medio en ruinas a un blanco cabrón del lugar —del que luego sabremos que es el líder de la sucursal local del Ku-Klux-Klan. Y en la noche de apertura comienzan los problemas.

El único y evidente problema de Sinners es el exceso. Se cuentan demasiadas cosas y hay una gran cantidad de personajes que quedan un tanto desdibujados (principalmente esto afecta a los personajes de Mary y Pearline; a otros, como el bluesman Delta Slim y a la experta en vudú de Luisiana y esposa de Stack, Annie, les bastan dos o tres pinceladas para surgir como personajes con cierta entidad). Pero este exceso ha hecho que el director y guionista Ryan Coogler haya escrito un libreto muy inteligente que carece de enojosos momentos explicativos: así, no se nos dice en ningún momento que estamos en la época de la Ley Seca, que a los trabajadores de las plantaciones, ya bien avanzado el siglo XX, se les pagaba con Company Scrip (“Vales de la compañía”), dinero que sólo valía para los economatos de la empresa de turno (minera, por ejemplo) y que fue muy utilizado a lo largo del siglo XIX, cuando el dinero acuñado o impreso era escaso —y ya sabemos quiénes se aprovechaban: para que se den cuenta, su uso fue oficialmente prohibido por el Congreso en 1967; que los hermanos Smoke y Stack han timado tanto a la mafia irlandesa como a la italiana en Chicago (tienen un cargamento fenomenal de vino italiano y cerveza), aunque un personaje mencione que “Creía que estabáis trabajando para Al Capone”; que había una buena cantidad de población china en el Delta (comenzaron a establecerse allí después de la guerra civil: por ello hablan perfectamente inglés, no como el castellano que se habla en el “chino” de su barrio: pero esperen un par de generaciones); que aún quedaban indios Choctaw en aquellos andurriales y se llevaban bien con los irlandeses y los negros... Y una gran cantidad de detalles más. La postura de Coogler parece ser: “Si lo entendéis, fenomenal, blanquitos; y si no, documentaos”. Algo que nos parece de perlas:¡ojalá todos los guionistas hicieran así!

Vampirismo versus Racismo

Y además hay abundante humor en Sinners. No sólo gamberro (por ejemplo cuando se le enseña al joven Sammie cómo hay que realizar un buen cunnilingus (que el muchacho pondrá en práctica un rato después: el film está repleto de experiencias iniciáticas), sino también ingenioso. Los blanquitos, que son unos rednecks pobres y embrutecidos y entusiastas miembros del Klan, cambian por completo cuando son vampirizados. Una vez que te conviertes en vampiro, desaparece el racismo y entras a formar parte de “la familia” (el momento en que blancos, negros, chinos e indios bailan una jiga irlandesa es brillante e hilarante a partes iguales). Dentro de la narración, el ser vampiro ofrece todo tipo de ventajas (alguno extraña la luz del sol, todo hay que admitirlo), pero ello no impide que los protagonistas del relato se resistan a semejante bicoca. E incluso hay algún que otro chiste sobre la música: uno de los protagonistas, sin duda purista en cuanto a sus gustos, declara que “Detesto esa basura eléctrica”...

 

Y es que hay buena musica a raudales en Sinners; no sólo blues o rythm&blues, sino también música tradicional irlandesa, danzas que se remontan al Renacimiento y una contundente banda sonora extra-diegética...

 

En fin: una película que no nos esperábamos del director de Creed, Wakanda Forever y Black Panther. Sin duda influidos por la experiencia, por la reciente Semana Santa y el fallecimiento del Sumo Pontífice, salimos del cine exclamando: “Nunca hay que decir 'De este agua no beberé'”.





 




miércoles, 16 de abril de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "TARDES DE SOLEDAD" (Albert Serra, 2024)

 

por el señor Snoid

Respecto a los toros, me entusiasman; sólo que me parece que el público no entiende una jota de toros, los críticos menos que el público y los toreros menos que el público y los críticos; yo creo que el único que entiende de toros es el toro; porque a lo menos embiste hoy lo mismo que hace cuatro mil años (…). Una fiesta de toros es lo más hermoso que se pudo imaginar. La emoción, el arte, la valentía, la luz... Yo, en Belmonte, por ejemplo, admiro el tránsito. Aquel hombre que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona. Ese es el arte de las corridas de toros. ¿Hay nada más hermoso que ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía de contrarios?

Valle-Inclán, declaraciones a La Esfera, 6 de marzo de 1915

Así de entusiasmado se mostraba nuestro eximio escritor y extravagante ciudadano predilecto en la época en que le soltaba al mencionado Juan Belmonte “Sólo te falta morirte en la plaza” (y Belmonte respondía:”Ze hará lo que ze pueda, maeztro”: dos ceceantes frente a frente). Sin embargo, quince años después, y ante los deseos de su hijo mayor de convertirse en matador de toros, Don Ramón hizo lo posible e imposible para quitarle semejante idea de su loca cabecita. Naturaca: una cosa es disfrutar viendo cómo a un Belmonte cualquiera le empitone un morlaco y otra que tu hijito querido se vista de luces.

Comentamos Tardes de soledad con cierto retraso por una cuestión de lo más absurda: no sabíamos muy bien cómo hincarle el diente a esta película. Es decir, habíamos caído en la trampa de determinar si la película era pro o antitaurina y el dilema nos dejó un tanto confusos. Hasta que nos dimos cuenta que quizá ese aspecto no sea, en esencia, demasiado interesante. O quizá sí, pero ello no resta méritos a la calidad del film ni tampoco disimula sus posibles fallos.

La primera imagen de la película es la única que no es estrictamente documental (y olvidaremos lo que puede ser o no documental según las diversas y dispares definiciones con las que se ha pretendido acotar el género): es decir, que hay una puesta en escena bien visible. Un plano en semipenumbra de un toro que se encara al espectador. Un plano de larga duración —quizá fueran dos— que nos ilustra sobre la peligrosidad y fiereza del bicho (en cierto momento, nos pareció que era casi un macho cabrío gigantesco: una encarnación demoniaca).

Lo que viene a continuación son diversas faenas del torero: muy astutamente, Serra ha omitido todo plano del tendido —no se ve espectador alguno; la única mujer que aparece en el film es una mujer (con cierto aspecto de votante del PP o de Vox) que se hace una foto con el ídolo tras una faena. Y las corridas, hay que reconocerlo, están rodadas de forma impresionante y espectacular: nuestro hombre se arrima lo suyo —no como un Rafael de Paula que salía corriendo despavorido—, sufre algún que otro revolcón y el animal le empotra contra el tendido. Si Serra pretendía convencernos de que un torero se juega la vida en la plaza, es obvio que ha conseguido brillantemente su propósito. Aunque tal demostración sea un tanto redundante y baladí: o ya lo sabíamos o nos lo imaginábamos. Así, hay un plano muy hermoso, a la par que terrorífico, que nos muestra al matador de espaldas, a punto de entrar a matar, con el resultado de que el encuadre hace que el animal parezca un monstruo gigantesco y el hombre un ser frágil enfrentado a una heroica labor.

No es ningún descubrimiento que Serra rueda maravillosamente; la cuestión aquí es que, sea por la elección de los planos, sea porque quizá el director no pretendía ahondar en una descripción demasiado gore, se nos escamotean ciertos elementos: apenas vemos los terribles puyazos del picador (“La acorazada de picar”, como decía el gran escritor taurino Joaquín Vidal), ni en la llamada suerte suprema (o, más apropiadamente, tercio de muerte) se aprecian los infames descabellos cuando la estocada se ha quedado corta. Y a pesar de que el director introduzca numerosos primeros planos del animal tendido y agonizante, quizá cuenten más los momentos dedicados a Roca Rey. Por otro lado, el tratamiento del sonido es excepcional: el arrastre de las pezuñas del toro, de las manoletinas del torero, los bufidos y jadeos de la bestia... Un gran logro del film es que nos hace sumergirnos en una corrida con todo el realismo posible. Que ese realismo sea espantoso o no, ya es otra cuestión (en nuestra opinión, no sólo es espantoso, sino detestable e innecesario, pero ¿acaso no resulta fascinante, pese a que racionalmente sepamos que nos enfrentamos a un espectáculo sangriento y bárbaro?)

Asimismo, nos llamó la atención del uso del “Embryonic Journey” de Jefferson Airplane (en verdad, de Jorma Kaukonen) en un plano dilatado del torero con uno de sus ayudantes. ¿Viaje embrionario? Quizá para aquellos que desconozcan el mundo del toreo, o tal vez una más de las brillantes extravagancias de Serra, quien suele poner muy poca música en sus films (algo que le agradecemos de corazón), pero siempre acertada, como aquel maravilloso momento en Honor de cavalleria cuando se escuchaba brevemente una vihuela.

Los miembros de la cuadrilla de Roca Rey son unos seres ligeramente primitivos que dedican a su patrón una retahíla de epítetos épicos no muy trabajados: “Olé tus huevos”, “Arrebatao”, “¡La verdad!”. Bien podían haberse esforzado un poco más y, dado el contexto salvajemente español en el que se mueven, exclamar loas más elaboradas tipo “El que en buena hora ciñó estoque”, “El peruano de diestro brazo” o “Nunca fuera un torero, de damas tan bien servido, como fuera Roca Rey, cuando del Perú vino”. Pero es obvio que los subalternos no se han adentrado en la épica medieval. Al toro de turno le dedican adjetivos menos bellos (“Hijoputa”, “¡Qué cabrón!”), algo que nos parece lamentable, pues en la épica se solía ensalzar también la valentía y bravura del enemigo.

Como es habitual en Serra, y pese a lo atroz de casi todo lo que se muestra, no faltan los elementos humorísticos. El más destacado tiene lugar en una habitación de hotel: el torero se pone unas medias de seda blancas, se ajusta bien el paquete, llega un subalterno y le coloca unas medias rosas, le coge en volandas para ajustarle bien la taleguilla y proceden con la camisa blanca, el corbatín y la chaquetilla. A primera vista, nada extraordinario. Pero es que durante este dilatado y megagay proceso, Roca Rey no deja de mirarse al espejo: el de la habitación, el del pasillo del hotel, su imagen en las puertas metálicas del ascensor, el espejo del ascensor... Comprendemos que haya que estar bello antes de embarrarte y salpicarte con sangre propia y ajena, pero tal narcisismo nos pareció excesivo. Eso sí, el muchacho se enfrenta al morlaco hecho un pincel.


¿Taurino o antitaurino? Da la impresión de que Serra ha sucumbido a las emociones que pueda provocar la así llamada fiesta nacional. Creemos que su intención, con toda sinceridad, era ofrecer una visión objetiva del toreo, pero quizá tal propósito resulte imposible. El tema exige tal vez que afloren los sentimientos, sean repulsa, fascinación o indiferencia. O la transfiguración de la que hablaba Valle-Inclán. Al fin y al cabo, esta es una película que no gustará a los taurinos (demasiada brutalidad, demasiada sangre y demasiada atrocidad con las que mirarse al espejo) ni a los que rechazan vehementemente el sacrificio de un animal convertido en espectáculo.

Tardes de soledad es un excelente film que muestra “la verdad”, tal y como gritaba el subalterno. Aunque esa verdad se nos antoje criminal, repulsiva y detestable.


 


 


 


viernes, 14 de marzo de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "A COMPLETE UNKNOWN" (James Mangold, 2024)

 

por el señor Snoid

A Complete Unknown es una aceptable biografía del joven Dylan del periodo 1961-1965: desde que llega a Nueva York, triunfa como compositor folk y se deshace del corsé purista introduciendo instrumentos eléctricos, o, como diría un cursi, “ensanchando su paleta musical”. Y el paleto de Duluth, Minnesota, se convierte en el músico pop más influyente de la segunda mitad del siglo XX junto con los Beatles. Y la influencia fue mutua: cuenta la leyenda —sin duda apócrifa— que cuando Bob escuchó el primer éxito de los Beatles en EEUU, I want to hold your hand, con el repetido verso “I got high”, pensó “Estos son de los míos”. Pues en aquella época Dylan fumaba marihuana como todo buen folksinger y malinterpretó (o no) el mensaje. Por su parte, Lennon tuvo un periodo Dylan en el que llevaba las mismas gorras que su nuevo ídolo y hasta le imitaba como compositor (You've got to hide your love away). Y es curioso que en la película no haya el menor atisbo de drogas: aunque se fume en pos del enfisema y se beba hasta que llegue la cirrosis, las drogas “ilegales” parecen vetadas: ¿una imposición del propio Dylan, quien tuvo derecho de corregir y cambiar detalles del guión de Jay Cocks y James Mangold? Quién sabe...


A pesar del control que ha ejercido el biografiado, A Complete Unknown no es precisamente una hagiografía. A ratos el personaje es antipático, poco de fiar, sus relaciones con las mujeres no son modélicas, es un tanto mentiroso (o fabulador de sí mismo) y su egoísmo es omnipresente. Pero lo que redime a este Dylan es su obsesión por hacer lo que cree correcto en cada momento. Y lo que le interesa por encima de todo es su honestidad artística, crear y huir del estancamiento como de la peste. Uno de los mejores momentos del film es la escena de la transmisión televisiva donde Dylan se presenta de improviso y toca con el bluesman Jesse Moffette en compañía del presentador/director del programa, Pete Seeger: el episodio es inventado, Jesse nunca existió (el actor que le encarna es el hijo de Muddy Waters), pero el momento funciona maravillosamente: lo que le interesa al personaje es tocar. Y sus relaciones con el mundo y sus gentes se basan primordialmente en la música. 

Los expertos y fanáticos dylanianos han detectado, con cierto desagrado, las numerosas inexactitudes y falsedades que salpican la narración. Habría que decir que toda biografía posee buena parte de ficción y que uno, dos o cien detalles inventados no desvirtúan ni la calidad ni la verdad del relato: así, que el film comience y termine con las rituales visitas a Woody Guthrie (dos excelentes escenas) hace justicia al joven Dylan, quien pretendía ser en aquella época “más grande que Woody Guthrie”.

Donde quizá Cocks y Mangold han exagerado un poco es en la histeria y rechazo que provoca el que Dylan se “electrificara”: parece como si su aparición en el festival folk de Newport hubiera sido algo casi apocalíptico; y que Alan Lomax se nos muestre como un enfervorecido purista —para el espectador no avisado, un retrógrado y reaccionario en cuanto a su visión de la música—, al que casi le da un síncope cuando Bob agarra su Fender Stratocaster, es bastante injusto, dada la labor titánica que realizó durante años el musicólogo trotamundos. Sin embargo, astutamente, los guionistas ya dan pistas de que Dylan tenía una visión más amplia que los puristas: en su primera conversación con Pete Seeger, le cuenta cuánto admira a Hank Williams y suelta eso tan bello de que “Claro que si hablamos de Rock, hay que hablar de Buddy Holly”.


A Complete Unknown tiene estupendas interpretaciones por parte de todo el reparto. Y si es cierto que los actores han interpretado las numerosas canciones que aparecen en la película, hay que admitir que lo han hecho de forma sobresaliente. Y no sólo destaca la soberbia creación que hace Timothée Chalamet: con gran placer se puede admirar que por fin a Edward Norton le han proporcionado un papel decente después de tantas interpretaciones en películas mediocres. Es de agradecer que Mangold haya sabido siempre extraer lo mejor de sus actores a lo largo de su carrera: Liv Tyler en Heavy, Winona Ryder y Angelina Jolie en Inocencia interrumpida, Russell Crowe y Christian Bale en 3:10 to Yuma o el notable esfuerzo que realizaba Sylvester Stallone frente a Keitel, De Niro y Liotta en Copland. Y si bien el director ha rodado unas cuantas mediocridades (Noche y día, Lobezno inmortal, Indiana Jones y el dial del destino) posiblemente una de las enseñanzas que obtuvo de su mentor Alexander Mackendrick fue que, para seguir rodando en Hollywood, hay que aceptar determinadas servidumbres. O bien, hacer “una para ellos, otra para mí”.

Según la psicología de hoy, los judíos askenazíes poseen el mayor número de individuos que tienen Síndrome de Asperger (inteligencia superior, facilidad para un uso preciso y creativo del lenguaje, dificultad en las relaciones interpersonales y en la expresión de las emociones). Lo cierto es que no nos creemos tamaña generalización, aunque Dylan podría ser un Asperger de manual. Tampoco nos creemos las verdades del manual. Y es que, dado que hoy casi todo el mundo tiene un terapeuta de cabecera, no es extraño que la gente te hable en el idioma “psicólogo”en cuanto te descuidas y les das pie: Padezco déficit de afectividad, He de superar mi ceguera emocional, Los obstáculos no bloquean tu camino: ellos son tu camino, Hay que descontaminar los estados del Yo, Soy consciente de mis propios filtros... Y así se evidencia cómo los psicólogos han conquistado el mundo (el mundo opulento y el de los medios de comunicación). El caso es que Dylan se empeñó en hacer de sí mismo un enigma: ¿acaso importa?


 




 


martes, 11 de febrero de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "CÓNCLAVE" (Edward Berger, 2024)

 

por el señor Snoid

Publicamos el día de Nuestra Señora de Lourdes una breve reseña de Cónclave, con la esperanza de que Bernardette Soubirois (Jennifer Jones) nos proporcione el hálito espiritual y la necesaria inspiración para la tarea ya que, ¡cómo ha maltratado el cine al Papado! Las películas con o sobre Papas podrían dividirse en dos grandes subgrupos: a) producciones de un aburrimiento tal que equivaldrían a rezar veintisiete rosarios seguidos, y b) hilarantes artefactos a mayor gloria de la iglesia romana. Piensen ustedes en films como Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968), donde Anthony Quinn encarnaba a un Papa de origen ucraniano que mediaba en un conflicto entre los EEUU y China por un quítame allá esos aranceles que casi desembocaba en Holocausto nuclear (visión premonitoria del autor del best-seller original, Morris West, quizá iluminado por la Divina Providencia). Y eso que Quinn se mostraba bastante contenido —la humildad y a la vez solemnidad del cargo, sin duda— pues tanto si interpretaba a un pirata colombiano, al jefe lakota Caballo Loco, a un esquimal, al hermano de Emiliano Zapata, a Gauguin o a un griego hedonista, el hombre siempre ofrecía idéntica y exuberante interpretación. O la divertidísima El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1969), donde un muy viril y heterosexual Miguel Ángel (Charlton Heston, quien daba la impresión de pintar la Capilla Sixtina con los mismos harapos que llevaba en El planeta de los simios) se enfrentaba continuamente con su jefe, el muy zumbón Julio II (Rex Harrison: actor al que admiramos por su presencia en El fantasma y la señora Muir y por ser el único que salió indemne de una sucesión alucinante de desastres: Cleopatra, El extravagante Doctor Doolittle, Mujeres en Venecia, El Rolls-Royce amarillo... Rex siempre caía de pie). O El Padrino III, cuando el futuro Juan Pablo I (Raf Vallone) aconseja a Michael Corleone y le cuenta la parábola de la piedra en el agua y cómo, de igual manera, la humanidad ha resultado impermeable a las enseñanzas de Cristo. Y anima a Michael a confesarse. Y a cada monstruoso pecadillo de Michael le acompañaba de fondo el tañido de una campana. De vergüenza ajena, en efecto.

 

Y piensen que oportunidades ha habido para realizar entretenidos biopics sobre algún Papa más o menos bizarro o más o menos próximo al Anticristo. Así, la biografía televisiva sobre Juan Pablo II (a quien quería todo el mundo) tuvo una encarnación juvenil en Cary Elwes y más madura en Jon Voight, pero desaprovechaba por completo todos los saraos diplomáticos y la alta política (¿o Realpolitik?) que hicieron de JP II, Reagan y Thatcher las cabezas visibles del desmantelamiento del comunismo en Europa. Por no hablar del intento de asesinato perpetrado por un tal Alí Acga, con la “conexión búlgara” de por medio; es decir, que el tontaina de Alí fue reclutado por el KGB, aunque en los últimos tiempos ha llegado a declarar que actuó según las órdenes de Irán. Próximamente los instigadores serán los chinos o quizá de nuevo el KGB, remozado en la figura de Putin.

Las dos películas sobre la Papisa Juana pertenecen al apartado a) y quizá salvaríamos de la quema Amén (Costa Gavras, 2001), película que cuenta la indiferencia vaticana respecto al exterminio judío antes y durante la II Guerra Mundial. Por cierto que el director Josef von Sternberg tuvo un recuerdo en sus memorias sobre el Papa de aquel entonces, Pío XII. Antes de convertirse en Sumo Pontífice, Pacelli (nombre artístico del futuro Papa) fue Nuncio en Alemania y después firmó el Reichskonkordat entre Alemania y El Vaticano. Cuando le preguntaron, después de la guerra, si no había sido un tanto “indulgente” con los nazis, el Santo Padre replicó: “Entonces yo no era infalible”. Pero sí cachazudo y reaccionario: no en vano provenía de lo que en Italia denominaban nobleza negra...

Arranca Cónclave con los modos y maneras de un film de suspense: avanza por las calles de Roma de noche, filmado de espaldas, el Cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) e incluso hay un plano de sus zapatos —pensamos de inmediato en Extraños en un tren y en que no tendríamos la suerte de ver algo similar a la película de Hitchcock. El Santo Padre está agonizando (un trasunto del actual, pues habita en la residencia de Santa Marta y no en sus lujosas estancias vaticanas) y al pobre Lawrence le toca ordenar el sellado de la habitación papal y la engorrosa dirección del cónclave del que va a salir el titular de la cátedra de San Pedro. Y a continuación, lo que esperábamos: una serie de intrigas palaciegas similares a las de la elección de delegado de curso en 2º de bachillerato. Dos facciones bien definidas: la ultramontana representada por el Cardenal Tedesco (Sergio Castellitto) y la más “liberal”, encarnada en Bellini (Stanley Tucci), más las sorpresivas apariciones de dos candidatos que compiten en reaccionarismo: un Cardenal africano (Nakitanda: Joseph Mydell) y otro norteamericano, Tremblay (John Lightgow). Cansinamente nos vamos despidiendo del Cardenal negro —por las maquinaciones de una monja entrometida que desvela que ese príncipe de la iglesia dejó preñada a otra sor de su diócesis— y se descubre que Lightgow ha hecho algo malo, muy malo, en su pasado. Pensábamos que, como mínimo, el Cardenal gringo les habría mostrado los misterios del organismo a todos sus monaguillos y catecúmenos desde que le invistieron con las sagradas órdenes, pero no hubo tal: sólo un banal chanchullo de sobornos. Y a partir de aquí, el truco final o el prestigio —que en el relato se huele a varias sarapangas de distancia— que nos hizo pensar que tal vez la película esté financiada por el sector más “progresista” del Vaticano.

El director Edward Berger hace bien poco por evitar que Cónclave entre con toda pompa y esplendor en la categoría a) de films sobre Papas. Utiliza una iluminación muy sombría —sin duda, bastante cercana a la realidad de estas elecciones con sufragio restringido—, nos regala una apabullante cantidad de primeros planos y se deleita en la exactitud de la recreación de los rituales —la urna de los votos, el anillo del Papa y todo tipo de fruslerías—. Todo ello ahogado por una música omnipresente que parece compuesta por un Bernard Herrmann con delirium tremens. Hay un momento interesante: un plano cenital de los cardenales bajo la lluvia en la plaza de San Pedro, todos paraguas en mano (ahí recordamos Enviado especial: Foreign Correspondent, 1942: por alguna razón pensamos mucho en Hitchcock, con nostalgia, durante parte del metraje. Quizá porque Sir Alfred —o Buñuel, o Ferreri— hubieran añadido unas cuantas dosis de humor e ironía a una película que se toma demasiado en serio a sí misma).

Hay que destacar, sin embargo, esa seriedad con que se toman su labor Fiennes, Tucci y Lightgow. De acuerdo: todos son buenos actores; pero que ninguno muestre desazón ni disgusto por el horrible guión que han de interpretar nos sorprendió gratamente. Tucci siempre ha sido un secundario robaescenas y los mayores éxitos de Lightgow los ha tenido como comediante. A Fiennes le da igual lo que le echen, porque siempre lo hará bien aunque la película sea inmunda (Los Vengadores), trivial (Kingsman: la primera misión), pretenciosa (El jardinero fiel), ganadora de Óscars (La lista de Schindler, El paciente inglés) o incluso buena (Días extraños).

Quizá el problema de estas películas venga de lejos. Hace tiempo que la iglesia romana dejó de ser mecenas de las artes, y cuando en la actualidad sueltan la pasta tienen ocurrencias tales como encargar al célebre pintamonas y líder catecumenal Kiko Argüello las vidrieras de la abominable Catedral de la Almudena —aunque la capilla del Santísimo ejecutada por Miquel Barceló en la Catedral de Palma no está nada mal. Pero es que antes no descuidaban ni la música ni los espectáculos populares. Piensen en la ópera que compuso el cura Antonio Vivaldi sobre Hernán Cortés y La Malinche: es como un guión para una película de los hermanos Marx; o los Autos Sacramentales que se representaban el día del Corpus. Leídos son un ladrillo teológico, pero sin duda su puesta en escena debía de ser sumamente espectacular. En fin, que si el Vaticano fundara una productora que hiciera films como La sustancia o Emilia Pérez, películas audaces, sesudas a la par que entretenidas y que abordan temas candentes del mundo de hoy, no dudamos que volverían tiempos de esplendor para la iglesia católica y los fieles abarrotarían los cines y reventarían los índices de visionados en las plataformas televisivas... ¡O que la Santa Sede envíe un representante al Festival de Eurovisión!