La
página del Señor Snoid
Estrenos
de ocasión: Paterson (Jim Jarmusch,
2016)
Cuando el cine nos
muestra la vida de un artista, real o ficticio, por lo habitual recurre a dos
modelos muy estereotipados: el artista torturado, como el Van Gogh de Kirk
Douglas y Vincente Minnelli (el ejemplo paradigmático podría ser el Miguel
Ángel/Charlton Heston que sufría enormemente merced al patronazgo sádico de
Julio II/Rex Harrison en aquella divertidísima película titulada El tormento y el éxtasis), o bien el
artista tarambana a quien todo se le da una higa, como el Gaugin/Anthony Quinn
en la citada Lust for Life, o el
poeta chiflado que encarnaba Sean Connery en la olvidada Un loco maravilloso (A Fine
Madness, Irvin Kershner, 1966).
Por fortuna, nada de
esto ocurre en Paterson, film que
posee la rara cualidad de versar sobre la creación poética. El protagonista,
Paterson (Adam Driver), es en apariencia un individuo de lo más corriente que
tiene un trabajo de lo más vulgar (conductor de autobús metropolitano) y lleva
una existencia de lo más rutinaria y gris (o, más bien, gracias a su esposa, en
blanco y negro). Aparentemente, ya que Paterson es un artista consumado de las
palabras que además carece de cualquier ambición en cuanto a fama y fortuna.
Ars Poetica en Paterson, Nueva Jersey
Uno de los aspectos más
sobresalientes de Paterson es que
Jarmusch articula la película como si se tratara de un poema: la narración
transcurre durante siete días –que vienen a ser como siete estrofas que poseen
elementos comunes entre sí (los acontecimientos que se repiten una y otra vez
en la existencia del protagonista), aspectos novedosos que se introducen en
cada día/estrofa y que nos llevarán a la conclusión del poema/film, y un
maravilloso final que vendría a ser el estrambote de esa composición lírica. A
ello hay que añadir el proceso de composición de los poemas: Paterson toma su
inspiración de elementos y hechos que extrae de su experiencia vital; así, el
arranque de una de sus composiciones es una muy banal marca de cajas de
cerillas que termina convirtiéndose en un espléndido poema amoroso. Las
imágenes de la película también contribuyen a esta exaltación de la belleza y la
poesía; la fotografía de Frederick Elmes (un habitual del cine de David Lynch)
logra convertir sutilmente un lugar como la ciudad donde se desarrolla la historia,
en principio gris y aburrida, en un entorno luminoso –sin caer nunca en la
cursilería– que nos convence de que la poesía reside principalmente en la
mirada de quien posee aliento poético.
Otro de los aciertos
del film es que Jarmusch no nos da información alguna sobre el pasado y los
antecedentes de su protagonista: ¿por qué un hombre tan dotado para la
literatura se conforma con su empleo de conductor de autobús? Muy inteligentemente,
el director deja que sea el espectador quien adivine los motivos de su
personaje y su comportamiento. En un momento dado, Paterson reduce a un
presunto suicida (por amor, naturalmente; el hombre había exclamado
previamente, “Sin amor, ¿qué razón hay para existir?”) en el bar donde
acostumbra a tomar una cerveza todas las noches cuando saca de paseo a su
perro. La rapidez y contundencia con que detiene al hombre nos sorprenden en un
personaje tan tranquilo y ensimismado. Sin embargo, avanzado el metraje, vemos
muy de pasada en su casa un retrato de Paterson: en el pasado fue un marine condecorado. Como en toda la
buena poesía, Jarmusch sugiere, enuncia, pero jamás subraya.
Las rimas también se
hallan en el film: dos de las mejores secuencias se entrelazan y aportan un
nuevo significado a la vida de nuestro poeta. La primera es una conversación
casual con una niña de diez años que también compone poemas: le lee a Paterson
una de sus creaciones, bastante bella, y éste se da cuenta que no es alguien
tan especial: que hay otros seres que sienten también aquello que los antiguos
llamaban el “furor poético”. Y ello no desanima en absoluto a Paterson, sino
que le sirve de mayor estímulo. La otra escena, el espléndido final, escenifica
el encuentro entre el protagonista y un turista japonés –que resultará ser
también él un poeta-, de peregrinación en la tierra de William Carlos Williams.
El regalo que le hace el japonés a Paterson, en un momento en que éste se
plantea su vocación poética, servirá para que continúe con su obra y su amor
por las palabras y la expresión poética.
No todo, sin embargo,
es perfecto en el film. En ocasiones, Jarmusch carga un poco las tintas sobre
las excentricidades de la esposa de Paterson, Laura (“como la Laura de Petrarca”
dirá ella), que van de la continua decoración de todos los objetos de su
apartamento en blanco y negro a su pretensión de convertirse en una estrella
del country merced a un curso por
correspondencia que ella ha visto ¡en Youtube! Un contrapunto cómico que en
ocasiones funciona y en otras resulta algo repetitivo. O la enorme cantidad de
planos que se le dedican a Marvin, el perro de la pareja (el film habría ganado mucho si se hubieran suprimido el 80% de los planos dedicados al chucho).
Sin embargo, el amor
entre Paterson y Laura se nos muestra de una forma conmovedora. Ella alienta su
vocación de poeta y a él le hacen gracia sus inquietudes. De nuevo funciona el
punto de vista de aquel que ve la poesía donde otros son incapaces de apreciarla:
los dos jóvenes sólo ven lo que hay de maravilloso en ambos. Un amor perfecto,
como el de un poema perfecto.